Gijón, 1919
Con la muerte de Francisco a la familia le costó retomar el rumbo de sus vidas. María Carmen parecía una sombra, había adelgazado mucho y los hijos temían que ella también se hubiera contagiado de la gripe. Sin embargo, lo que tenía la mujer era tristeza, una tristeza infinita que la llevaba muchas veces a pensar en la muerte como una solución.
Los muchachos no le perdían ojo, si bien no la veían llorar tampoco la veían reír; había perdido mucho más que a su marido, había perdido a su mitad.
María Carmen dejó de ocuparse de las cosas de la casa y permanecía muchas horas en la cama. Fue Bruno quien se encargó de las tareas del hogar dado que Marco trabajaba todo lo que podía en la fábrica; ahora más que nunca necesitaban de un ingreso más o menos estable.
El hijo mayor la alimentaba como si fuera una niña, se ocupaba de la pequeña huerta, de la nueva pareja de conejos, del aseo de la vivienda y de recoger los huevos de las cinco gallinas que tenían en el fondo.
Pese a todas sus atenciones, María Carmen no reaccionaba, hasta había dejado de preocuparse por su higiene personal.
—Madre, tiene que levantarse —dijo Bruno una mañana—, no es bueno que esté tanto tiempo en cama, se le acabarán las fuerzas.
—Ya no me importa, hijo. —Los ojos de la mujer se posaban en un más allá inexpugnable.
—¿Acaso sus hijos no le importamos? ¿Usted también quiere morir y abandonarnos?
María Carmen lo miró y vio en los ojos negros una tristeza tan profunda que se dijo que tenía que volver a la vida; por él, por ellos.
—Perdóname, hijo, tienes razón, ustedes son lo más importante que tengo. —Hizo un esfuerzo por sonreír.
—La necesitamos, madre, la casa no es un hogar sin usted dando vueltas por ahí y poniendo orden.
María Carmen se incorporó y bajó los pies de la cama. Un leve mareo la hizo tambalear cuando quiso levantarse, el hijo lo advirtió y la sostuvo.
—Vamos, tiene que comer algo. Le prepararé un buen desayuno.
—Gracias, hijo, le daremos una sorpresa a tu hermano.
Con escasas fuerzas la madre llegó hasta la cocina donde Bruno la atendió como nunca nadie lo había hecho. María Carmen se sintió orgullosa de ese muchacho, sería un gran hombre.
Cuando Marco volvió de la fábrica sonrió al verla sentada frente a la ventana. Todavía estaba débil, aunque con el correr de los días se iría recuperando.
—¡Madre! Me alegra que se haya levantado. Mire, traje un pescado que me han dado cuando pasé por los muelles. —Marco no tenía problemas en entablar amistad y siempre conseguía algo para llenar la olla a cambio de algún otro favor.
Durante la cena los hijos intentaron hacer reír a la madre y apenas consiguieron sacarle una o dos sonrisas.
Cuando María Carmen se fue a acostar los hermanos se asomaron a la noche, no querían que ella escuchara.
—El dinero no alcanza, Marco, nadie hace pedidos a la carpintería.
—Lo sé. —Ya habían hablado de eso y de la necesidad de que Bruno buscase un trabajo—. Pero no podemos dejar a mamá sola.
—Tampoco podemos seguir comiendo sopa de ajo, madre está muy débil. Y los conejos son para que tengan cría.
—¿Qué quieres que haga? Hoy traje pescado, tampoco puedo salir a robar —respondió Marco de mala manera.
—No pretendo nada, menos aún que robes. Tomé una decisión, mañana iré al puerto, allí siempre necesitan trabajadores.
—¿Y quién cuidará de mamá?
—Debemos confiar en ella —contestó Bruno.
Al día siguiente, Bruno se levantó antes de que amaneciera, dejó a su madre una nota y partió con la esperanza como bandera.
En los muelles la actividad ya había comenzado. El Musel tenía buenas condiciones naturales: estaba ubicado al pie del Cerro de Santa Catalina, abrigado por los vientos más peligrosos por el cabo de Torres, tenía un fondo limpio, carecía de corrientes y tenía un perfil fácilmente identificable; los marineros gijoneses lo llamaban la Muyerona.
El Musel era el puerto líder en la competencia por embarques de carbón, dejando atrás a los puertos de Avilés y San Esteban de Pravia, sus competidores. La línea férrea de Langreo llegaba desde las minas hasta los mismos muelles y desde allí se cargaba la hulla en las bodegas de los vapores.
Bruno se mezcló entre los hombres buscando a quien pudiera emplearlo. En los desembarcaderos había cargamentos de vidrios, derivados de petróleo, hilos y, en especial, las hullas de las cuencas mineras asturianas que se exportarían. El carbón le hizo pensar en su padre, lo imaginó con la cara tiznada descendiendo al corazón de la mina. La muerte de Francisco era un golpe demasiado fuerte; ahora él era el hombre de la casa.
Caminó entre el gentío hasta que dio con un hombre que parecía estar a cargo.
—Necesito trabajar —dijo sin más.
El sujeto lo miró de arriba abajo y juzgó que tenía brazos fuertes. Lo derivó con otro para que empezara.
—Hoy es a prueba.
Bruno empezó a alejarse en la dirección indicada cuando escuchó a su espalda:
—¡Gratis!
Ese primer día de trabajo se esforzó como nunca lo había hecho y su actitud le abrió las puertas a los muelles.
Al llegar a la casa halló a su madre levantada y a Marco a su lado. Conversaban y ella sonreía; esa escena familiar le revolvió el sentir.
—¿Conseguiste el empleo? —preguntó María Carmen.
—Sí, mamá, lo conseguí.