Gijón, 1935
Marcia volvió a sucumbir a la lujuria de Marco dos veces más en ese crudo invierno, eran encuentros furtivos en algún rincón oscuro y solitario, desprovistos del amor que la jovencita buscaba. Después quedaba todo el día ansiosa, trabajaba como una autómata esperando el final de la jornada con la ilusión de verlo a la salida, en alguna esquina de la fábrica de sombreros, como hacían los otros novios. Sin embargo, Marco no aparecía.
Recordaba cada detalle del acto sexual y se inventaba besos amorosos que no habían sido. Había anhelado una declaración de sus sentimientos, un pedido formal de noviazgo; nada de eso había ocurrido y empezaba a preocuparse. No quería creer que Marco fuera un oportunista y que solo se había acostado con ella para luego dejarla abandonada, aunque todas las señales, o más bien, la ausencia de señales, la llevaban por ese derrotero.
Salió de la fábrica esa tarde y se acercó a los muelles; quería verlo, saber qué ocurría, si tenían una relación o pensaba seguir evitándola. Su amiga Silvia, testigo de su agitación, quiso impedírselo:
—No seas tonta, ya conocías la fama de Don Juan de Marco Noriega, tú solita te metiste en la boca del león.
—Tú de envidia porque a ti no te prestó atención —respondió Marcia, ofendida.
—No hay más ciego que el que no quiere ver.
Enojada más con ella misma que con su amiga, se dirigió al puerto hecha una furia. No le importó caminar entre una decena de hombres que cargaban bultos, sucios y cansados. Sus ojos solo buscaban la figura que la había sometido al desvelo y nervios de los últimos días. Bruno la vio pasar y temió que alguno de los estibadores le dijera alguna grosería; salió a su encuentro y la tomó del brazo con brusquedad:
—¿Qué hace aquí? ¿No se da cuenta de que este lugar es peligroso para una mujer sola?
—¡Suélteme! —Sus ojos parecían dagas de acero.
—Marco no está aquí, si eso es lo que busca.
Bruno la alejó de la zona de carga, los hombres los miraban, era demasiado hermosa para pasar desapercibida.
—No debe venir acá —sermoneó.
Ella, algo más calmada, lo miró. Era muy distinto a su hermano. Bruno exudaba masculinidad, con ese cuerpo robusto y su perfil griego. Los ojos eran dos pozos de petróleo y había tal fuerza contenida en su mirada que la asustó.
—¿Dónde está Marco?
—Ya se fue. —No iba a contarle que tenía una cita con la muchacha del pueblo cercano; por más que no le gustaba la actitud de su hermano, él no era un chivato.
—¿A dónde se fue? ¿Tendré que sacarle la información bajo amenazas? —Marcia empezaba a perder la paciencia.
—Quizás podría intentar de otra manera más amable.
—¿Qué está insinuando? —La muchacha puso los brazos en jarra, estaba muy molesta.
—¡Noriega! —Se oyó una voz proveniente de uno de los muelles—. ¡Vete con tu novia tú también, aquí ya hemos terminado!
—¿A qué se refiere con “también”? ¿Acaso Marco se fue con alguien?
—No le preste atención, señorita —minimizó Bruno—. Espere que recoja mis cosas, no se irá sola de aquí.
Marcia aguardó y cuando Bruno estuvo listo caminaron juntos hacia la residencia de Aitor Exilart.
—Dígame la verdad, Bruno —pidió Marcia más calmada—, ¿qué ocurre con Marco? ¿Por qué me evita?
—Eso tendrá que hablarlo con él, Marcia, mi hermano es un espíritu libre.
A Marcia no le gustó su respuesta, pretendía saber algo más y era evidente que Bruno Noriega no iba a soltar prenda.
—Cuénteme de usted —dijo mientras avanzaban por las calles donde la penumbra empezaba a desplazar a la luz.
—No hay nada que contar.
—¿No tiene usted una novia?
Al oírla, Bruno sonrió; ella lo observó de perfil. Tenía esa sonrisa inocente que había descubierto la vez anterior en la verbena.
—Voy para solterón —respondió, sin dejar de sonreír.
Habían llegado hasta la casa, ambos se detuvieron y se miraron de frente.
—Gracias por acompañarme, Bruno, fue usted muy gentil. Y disculpe que haya ido así a su trabajo, es que… Marco me trae de la cabeza —confesó con vergüenza.
—No debería dejar que las cosas se le suban a la cabeza, Marcia, a veces nublan la visión.
Ella abrió la boca para decir algo y las palabras quedaron suspendidas en su mente. Se recompuso y dijo:
—Gracias de nuevo.
—Adiós, Marcia.
Bruno siguió su camino hacia las afueras de la ciudad. Iba contrariado, no le gustaba lo que Marco estaba haciendo con Marcia. La joven estaba obnubilada con él mientras que él se estaba revolcando con otra en un pueblo de los alrededores.
Llegó a su casa, donde María Carmen remendaba ropa. Le hubiera gustado que su madre tuviera telas para vestirse mejor, pero la economía familiar siempre iba a contramano.
—Hijo, ¿cómo te fue? ¿No vino Marco contigo?
—Hola, madre. —Le dio un beso en la frente y luego se sentó a su lado. Estiró las piernas y cerró los ojos—. Marco se fue temprano, tenía cosas que hacer.
—Ese chico… siempre tiene cosas que hacer. —La madre meneó la cabeza, conocía a sus hijos, eran tan distintos en todo sentido.
—Ya sabes cómo es Marco, seguramente volverá tarde.
Cenaron solos y, cuando la madre se acostó, Bruno salió a la noche. Estaba cansado, sin embargo quería hablar con su hermano. No deseaba esperar al día siguiente, tenía el tema atragantado.
Marco llegó mucho después de medianoche.
—¿Qué haces aquí afuera? ¿Ocurre algo con mamá?
Venía despeinado y con aspecto cansado, aunque nada le borraba la sonrisa de los ojos y de la boca.
—Mamá está bien, duerme hace horas.
—¿Entonces? —Se sentó a su lado en el banco que había frente a la vivienda, que había hecho su padre años atrás y que ellos conservaban y lustraban como si fuera una reliquia.
—Hoy Marcia fue a buscarte al puerto.
—¿Y qué pretendes que haga?
—Que des la cara con ella, compórtate como un hombre. Esa chiquilla se ha enamorado de ti.
—Ese no es mi problema, Bruno, nunca le prometí amor ni nada parecido.
Bruno sintió la furia bullir en su interior.
—Deberías haber sido más prudente, esa chica no es como las otras con las que te acuestas.
—Ella debería haber sido más prudente antes de abrirme las piernas.
—¡Eres un mierda! —Sin darle tiempo Bruno lo levantó del banco y le dio un puñetazo. Marco no se quedó atrás y se lo devolvió.
Se trenzaron en una pelea que los llevó al suelo, sangraron labios y narices hasta que Bruno sometió a su hermano.
—Si realmente eres un hombre, enfréntate a esa chica y dile que no la quieres. Así deja de andar buscándote por donde no debe —le advirtió. Después, se puso de pie y le dio la mano para que se levantara. Marco la aceptó y respondió:
—Tienes razón, me equivoqué con Marcia. Mañana iré a verla.
Al día siguiente, Marco cumplió la promesa hecha a su hermano, y luego del trabajo se fue directamente para la casa de la muchacha. No prestó atención a su aspecto. Prefería que ella lo viera así, sucio y sudado, para que se sacara esa loca idea de amor de su cabeza juvenil.
La muchacha apareció en la puerta hecha un farolito, sus ojos grises brillaron de ilusión; a Marcia no le importaban ni su sudor ni sus ropas desgarradas a causa del trabajo.
—¡Marco! —Se acercó y, de un brinco, estaba abrazándolo. Él fue rápido, no quería que ella siguiera engañándose; se deshizo de su abrazo y se separó de ella.
—Espera, espera, Marcia —pidió—. Vine porque sé que estuviste buscándome. —El tono de su voz alertó a la muchacha—. Creo que estás confundida conmigo.
—¿Qué dices? ¿Acaso no tenemos una relación?
—Marcia, de eso vine a hablarte. —Era más difícil de lo que creía—. No, no tenemos una relación, nos acostamos un par de veces, nada más.
La muchacha abrió los ojos y la boca, mas no pudo articular palabra. Sintió que algo oprimía su pecho y que la garganta se le ahogaba. Empezó a temblar y a gemir y Marco se sintió el hijo de puta más grande de la tierra.
—Lo siento, Marcia, es lo mejor para los dos —dijo por decir algo—. Jamás seríamos felices juntos, mereces a alguien mejor que yo.
—Yo te quiero —logró decir.
—Pero yo no.
Se alejó de allí, era mejor que ella asumiera la verdad cuanto antes. Si se quedaba ahí, seguro terminaría consolándola y ella se haría una falsa ilusión. Marco no la quería, ni la querría nunca.