Gijón, 1910
Después de la muerte de Olvido la casa de Aitor Exilart se apagó. Hasta Gaia, que solía ser una niña alegre, se olvidó de reír y vagaba por las habitaciones como un fantasma.
Las hermanas mayores de Olvido, a quienes la pequeña casi no conocía, se instalaron en la vivienda para ayudar a su cuñado en su estrenada viudez. Venían de Avilés, la ciudad de donde era oriunda toda la familia de la fallecida. Allí habían dejado marido e hijos una, y gatos y perros la otra.
Encarna, la mayor de las cuatro, entre las que se contaba la fallecida años atrás, tenía un carácter de hierro. Y, así como manejaba su casa, pretendía hacerlo con la de Aitor. Ni bien arribó, después de pasado el entierro y todas las ceremonias, se puso a dar órdenes a la cocinera y a la mucama, a cambiar rutinas y formas de hacer hasta las cosas más simples. Como Aitor no estaba en todo el día, absorbido por los problemas de la fábrica, Encarna hacía y deshacía a su antojo.
Elsa, la que seguía en edad, pretendía ocuparse de Gaia y la trataba como a sus gatos; le hablaba en diminutivo, la perseguía por todas las habitaciones planeando juegos o lecturas, logrando que la niña se escabullera cuando escuchaba su voz aguda y empalagosa. Por mucho que lo intentaba Elsa no lograba hacer contacto con ella; Gaia rehusaba cualquier acercamiento, comunicación o asistencia.
Las empleadas de la casa también trataron de sacarla de su mutismo, pero la niña no daba el brazo a torcer. Estaba triste, extrañaba a su madre, y nada de lo que hicieran los demás le interesaba. Para peor sus tías la obligaban a rezar el rosario varias veces al día bajo amenazas de que de no hacerlo el alma de su madre no descansaría nunca en paz.
Cuando Aitor llegaba al atardecer, agobiado luego de todo un día de hacer frente a reclamos de los obreros, agrupados en los recientes sindicatos que planificaban huelgas y negociaciones, intentaba ocuparse de su hija. Con él era con la única persona que la niña parecía revivir.
Sentados en el comedor, Gaia se subía a sus rodillas y le preguntaba sobre su madre. Pedía que le contara cómo se habían conocido y detalles de una infancia que Aitor desconocía, dado que nunca había conversado sobre eso con su difunta esposa.
—Deberías preguntarle a tus tías —era su respuesta—; de seguro tu madre tuvo una niñez muy divertida —pretendía animarla.
—No me gustan mis tías, padre —susurró.
—¿Cómo es eso que no te gustan?
—La tía Encarna se lo pasa gritando órdenes, y la tía Elsa me trata como si fuera un bebé.
Aitor sonrió, poco conocía a sus cuñadas, sin embargo, la niña las definía a la perfección.
—Están aquí para ayudarnos, hija, tengo mucho trabajo estos días…
—Me gustaría más que viniese la tía Purita —se animó a decir.
Para Aitor no fue una sorpresa. Sabía que Gaia congeniaba muy bien con su socia pese a que no eran familia. Se había criado prácticamente viéndola a su lado, en los paseos y reuniones. Con Olvido eran muy amigas, las mejores amigas.
—Le diré que venga a verte. —Recordó la conversación que habían mantenido esa misma mañana en la fábrica. Purita le había preguntado por Gaia, le había dicho que tenía ganas de verla y que prefería evitar la casa porque estaba muy sensible aún y no deseaba entristecerla todavía más. Además, estaban sus tías de sangre, no quería ser un estorbo. “No digas eso, nunca serás un estorbo en la casa”, había respondido él.
—¡Sí! —dijo la niña—. Gracias, padre.
Pasaron varios días hasta que Purita pudo ir. En la fábrica había un revuelo por reclamos obreros que tenía a todos muy ocupados.
Se había formado la Federación Local de Solidaridad Obrera, organización que nucleaba a varios gremios —albañiles, carpinteros, panaderos, peones, ebanistas entre otros— con mil trescientos cincuenta asociados, lo que significaba un avance en la organización obrera de orientación libertaria porque, por primera vez, se integraban las organizaciones obreras en una entidad común.
Solidaridad Obrera generaba mucha expectativa entre los trabajadores. Se hablaba de un sindicalismo revolucionario. Pese a ello, los conflictos de la época impidieron afianzar una base sólida y unida, y el sector metalúrgico no manifestó ninguna tendencia hacia la integración, manteniendo su vieja estructura celular. Estas dificultades de formar sindicatos de oficio contrastaban con lo que ocurría en el sector de la minería, donde se implantaba una organización socialista.
En medio de todo ese juego, Aitor Exilart trataba de mantener el equilibrio. Formaba parte de la Asociación Patronal y últimamente debía ausentarse con frecuencia de la fábrica para asistir a reuniones y delinear un plan de acción. A su falta, quien se hacía cargo de todo era Purita. Con el tiempo él había aumentado su confianza en ella. Al principio la había prejuzgado, no creía que debajo de esa muchachita asustadiza se descubriera una mujer de su temple. Ahora sabía que podía irse tranquilo si ella estaba al mando, aunque en el fondo siempre rechazaría el hecho de compartir la silla con una mujer.
A pesar de que los metalúrgicos constituían una sección vinculada a la UGT y formaron parte con posterioridad de la Federación Nacional del ramo, al no contar con los contingentes societarios de Gijón y de La Felguera no pudieron desarrollar un tipo de organización como la del Sindicato Minero.
Las huelgas del sector del metal en Gijón fueron el antecedente de una situación de encrespamiento progresivo que desembocó, a lo largo de 1910, en una auténtica confrontación entre sindicatos y patronal.
Al día siguiente Aitor llegó a la fábrica y Purita ya estaba allí encargándose de las cuentas.
—Buen día —dijo el hombre—, cuando puedas ven a mi despacho.
—Hola, iré enseguida.
Una vez en la oficina el hombre la puso en tema:
—Temo que se repita lo de Riera del verano pasado —comenzó—, los obreros vienen reclamando aumentos y modificación en la jornada de trabajo.
—Estoy al tanto —respondió Purita mientras bebía el té que se le había enfriado—. Sin embargo, no creo que despedir a los empleados sea una buena opción —opinó. Sabía que Riera había echado a todos los modelistas asociados a La Espátula, el gremio que los nucleaba.
—Tampoco podemos ceder a todos los reclamos. Las cuentas no están cerrando —afirmó Aitor.
Purita vio que el hombre estaba cansado. Lucía una barba de hacía unos días y su piel estaba ajada, marchita. Sintió pena por él; la muerte de su esposa, una niña para criar y para peor los conflictos laborales.
—¿Se siente bien? —preguntó.
Él la miró, sus ojos de acero también estaban cansados. Hizo una mueca que quiso ser una sonrisa.
—No, no me siento bien. En verdad quisiera irme lejos, descansar. No tener que oír a mis cuñadas que se adueñaron de mi casa, no tener que ver los ojos tristes de mi hija…
Purita bajó la cabeza, no deseaba que descubriera sus ojos empañados.
—Disculpa, sigamos —dijo Aitor recomponiéndose.
—Si puedo ayudar en algo…
—Solo haz tu trabajo.
Los despidos de Riera habían tenido como contraofensiva que las sociedades de obreros decidieran boicotear su empresa. Huelgas de diferentes dimensiones se fueron escalonando en otras fábricas vinculadas a los talleres de Riera y además de La Espátula fueron al paro los caldereros de La Constructiva.
En los días siguientes, las amenazas de huelga y los constantes enfrentamientos sumergieron a Aitor en reuniones y discusiones tanto con su socia como con gente de la patronal. Paraba poco en su casa y sus cuñadas lo veían con malos ojos, criticándolo a sus espaldas y planeando llevarse a la niña con ellas a la ciudad de Avilés, donde al menos tendría una familia e iría a misa.
La huelga estaba traspasando los límites habituales de un conflicto laboral, era un abierto enfrentamiento entre sindicatos y fuerzas políticas e institucionales. La prensa local también estaba fragmentada. El Noroeste apoyaba a la causa obrera, El Consorcio tenía una clara plataforma de opinión burguesa.
Los anarquistas desplegaron una campaña de solidaridad con los huelguistas provocando la intervención del gobernador civil, quien propuso formar una comisión mixta para tratar de buscar soluciones al conflicto de moldeadores.
Con la ayuda de un mediador finalmente se logró un acuerdo entre obreros y patrones con un compromiso mutuo de solucionar los problemas laborales mediante el diálogo antes de llegar a la huelga y a posturas de presión. En esa breve pausa Aitor pudo hacer acto de presencia en la casa donde su hija reclamaba que cumpliera su promesa:
—Dijo que iba a venir la tía Purita, padre.
—Y así será —prometió.
Esa noche, luego de la cena, Encarna, convertida en la voz cantante de la casa, lo buscó en su despacho:
—Aitor, mi hermana y yo tenemos que volver a nuestras ocupaciones. —La mujer se sentó frente a él y clavó sus ojos saltones en el rostro cansado del hombre.
—Entiendo, les agradezco lo que han hecho; no hubiera podido ocuparme de todo sin ustedes.
—Por eso mismo, Aitor, con Elsa consideramos que lo mejor será que la niña venga con nosotros. Allá en Avilés estará cuidada y…
—De ninguna manera —cortó en seco Exilart—. Mi hija se quedará en esta casa.
—Usted no puede hacerse cargo de ella —afirmó la cuñada mostrando uñas y dientes—, ni siquiera sabe qué edad tiene. Esa chica necesita cuidados. ¡No puede ni rezar el rosario completo!
Aitor se puso de pie y Encarna lo miró desde abajo, impresionada.
—Gaia se quedará en esta casa, y no se hable más. Serán ustedes bienvenidas cuando gusten —dijo para suavizar el tono en que había hablado—. Siempre les estaré agradecido.
Dio por finalizada la conversación y a Encarna no le quedó más remedio que retirarse.