Gijón, 1935
Después del desplante de Marco, Marcia cayó en la tristeza. Sus ojos grises se apagaron y sufrió descomposturas que la mantuvieron en cama durante varios días. El médico de la familia diagnosticó un principio de gripe, aunque no tenía ni resfrío ni fiebre, y la madre lo atribuyó a problemas del corazón. Ella más que nadie conocía a su hija y esa mirada apagada y ese desgano para todo solo tenían que ver con un amor contrariado o no correspondido.
No obstante, la jovencita no daba el brazo a torcer y negaba cuando ella le preguntaba. Dejó de ir a trabajar poniendo como excusa su salud y el padre se alegró por ello, él no veía con buenos ojos que su hija, una verdadera burguesa a la que nada faltaba, se empleara. Para Aitor Exilart era una afrenta, si no una vergüenza. Pero las veces que lo había discutido con su hija esta le respondía sencillamente que era como su madre:
—Si mi madre pudo trabajar, yo también lo haré.
—No es lo mismo —respondía Exilart—, tu madre lo necesitaba.
—Yo también lo necesito, padre. —En esa instancia Marcia se acercaba a él y lo convencía con abrazos y besos que deshacían todos los sermones paternos. Marcia lograba todo lo que se proponía.
Cuando pasaron varios días sin que la jovencita saliera de la casa la madre se cansó y decidió cantarle cuatro frescas.
—Mira, Marcia, o sales de este cuarto y vuelves a tu rutina o mañana iré yo misma a la fábrica de sombreros y haré que no te sigan guardando el puesto. —La mujer sabía que el trabajo era muy importante para su hija.
—No entiende, madre…
—Sí que entiendo —interrumpió—. Lo que sea que te haya pasado no debe ser tan grave como para que estés así, hecha un estropajo. —Recordó su propia infancia, tan triste y pobre—. No hace falta que te cuente de nuevo mi propia historia, ¿o sí?
Marcia bajó los ojos. Admiraba a su madre. Sabía todo lo que había pasado de pequeña, lo que había debido sobrellevar, y se sintió ingrata. Ella solo estaba padeciendo las consecuencias de sus propios errores.
—No hace falta, madre, tiene razón. Mañana volveré a la fábrica.
—Ya mismo dejarás este cuarto y te asearás. —Se dirigió a la ventana y la abrió de par en par—. Vamos, que afuera hace un día hermoso, aprovéchalo.
La nostalgia de los primeros días dio paso al enojo. Marcia no entendía cómo alguien podía haberla usado de esa manera para echarla al olvido, a ella, que era tan hermosa que todos los mozos giraban a su paso para verla unos segundos más. Se sabía bella, sin ser vanidosa, sin embargo, esa carta no le había valido con Marco Noriega.
Al día siguiente, Marcia estaba de nuevo en la fábrica, para tranquilidad de su madre, que quería que su hija retomara su vida, y para malestar del padre, que se había entusiasmado con que finalmente se convirtiera en la señorita que era. Hasta Silvia se apiadó de su delgadez y se calló sus repetidos sermones o palabras como “te lo advertí”. Su amiga la acompañó desde las risas y las bromas para tratar de rescatarla de ese mal momento.
—Esta noche hay verbena en la plaza —dijo, cuando finalizó la jornada—, ¿por qué no vamos juntas?
—Gracias, Silvia, prefiero quedarme en casa. No estoy de ánimos para fiestas.
—Por eso mismo, para que te animes un poco.
—Será la próxima.
—Si te arrepientes, te veré allí.
Marcia no se arrepintió ni esa noche ni las que siguieron. Por más que fingía llevar una vida normal, algo le ocurría por dentro. Se sentía extraña, ansiosa, como si algo grande fuera a ocurrir. Más de una vez tuvo la tentación de acercarse a los muelles para ver a Marco, pero desistía; no iba a rebajarse delante de él. Tampoco quería que su hermano Bruno, que parecía un perro guardián cada vez que la veía, le dijera lo que tenía que hacer.
Mejor mantenerse lejos, olvidar. Sin embargo, los vómitos matinales se lo impidieron y la ausencia de la regla le confirmó lo que tanto temía: estaba embarazada. Desesperada, buscó ayuda en su hermana. Halló a Gaia leyendo cerca del hogar a leña, recostada en uno de los sillones de la biblioteca.
—¿Qué ocurre que traes esa cara? —dijo la mayor cerrando el libro, adivinando que la cuestión venía para largo.
—¡Ay, Gaia! Me da tanta vergüenza contarte…
—Vamos, Marcia, conmigo vergüenza no. Ven, siéntate a mi lado. —Le hizo un lugar al bajar las piernas del sillón.
—No sé cómo empezar. —Marcia se retorcía las manos, nerviosa.
—¿Te has metido en problemas en la fábrica? Sé que anduviste averiguando todo sobre ese empleado que papá despidió por agitador, el comunista, y también sé que estuviste haciendo tus alborotos en la sombrerera… —Marcia, con el fervor de su juventud, seducida por los ideales que escuchaba predicaban unos y otros aquí y allá, pretendiendo estar a la altura de Marco Noriega, se había visto envuelta en algún que otro reclamo. Su amiga Silvia también estaba empapada de ideas revolucionarias y Gaia creyó que el problema venía por ese lado.
—No, no es eso… —Suspiró. Tenía miedo, no de su hermana sino de la reacción de su padre—. Es algo peor.
—¡Ay, Marcia! Me estás asustando, suéltalo ya.
—Estoy embarazada.
Los ojos de Gaia parecían salirse de las órbitas. La sorpresa era tal que no pudo articular palabra hasta pasados unos instantes.
—Embarazada…
—Sí, Gaia, estoy embarazada… ¿Qué haré ahora?
Por la mente de Gaia desfilaban miles de preguntas y no sabía por cuál comenzar. ¿Cómo que su hermana iba a tener un hijo? ¿De quién? Si ni siquiera había tenido novio… De pronto el rostro seductor de Marco Noriega se atravesó en su cabeza y las piezas fueron cayendo para ordenar el rompecabezas.
—No irás a decirme que es del comunista…
—¡Gaia! No me alivias en nada con ese comentario. ¿Cómo le diré a papá? ¡Tienes que ayudarme!
Gaia se puso de pie y caminó, nerviosa.
—¡Di algo! —Marcia estaba a su lado y la tironeaba del brazo.
—¿Es de él?
—Sí. —Bajó los ojos, la vergüenza era tal que no podía mirarla a la cara.
Gaia sintió una extraña mezcla de sentimientos. Amaba a su hermana, aunque en el fondo un ínfimo regocijo se deslizó en su corazón. Era tan hermosa que podía tener el mundo a sus pies, mientras que ella solo era una mujer común, sin ningún otro atractivo que su apellido. No era agraciada, tampoco fea. Los años se le habían pasado sin siquiera un pretendiente, ni un beso robado en el muro de la playa. Nada, jamás una ilusión ni una mirada de algún muchacho.
—¿Qué ha dicho él?
—¡Él no lo sabe!
—Tienes que decírselo, es el padre. Como tu novio debe hacerse cargo.
—Es que no entiendes, Gaia, no es mi novio. —Giró para que no viera su turbación—. Solo nos acostamos un par de veces.
—¡Ay, mi Dios! ¡Marcia!
—Lo siento… no me regañes tú que ya imagino lo que dirá papá cuando se entere.
Gaia se acercó a ella y la abrazó, de pronto sentía pena.
—No llores… lo solucionaremos. Tendrás que hablar con él.
Después de un buen rato de conversar y delinear un plan, decidieron que lo mejor era que Marcia hablara primero con Marco Noriega, para ver hasta dónde estaba dispuesto a hacerse cargo de la situación.
Esa noche, en su cama, Marcia no pudo dormir. Por momentos fantaseaba que todo se solucionaría, con que al enterarse Marco de que iban a tener un hijo el amor florecería de golpe. Después caía en la realidad y recordaba el vacío que había sentido en los pocos encuentros que habían tenido. Si se sinceraba tenía que reconocer que Marco Noriega solo se había saciado con su cuerpo.
Al día siguiente, acompañada por Gaia, se dirigió a los muelles. Allí estaban los hombres, cargando bultos bajo los fuertes vientos. Las mujeres apretaron sus mantones y avanzaron bajo las miradas curiosas de los trabajadores.
—No me gusta este sitio —murmuró Gaia.
—Allí está Bruno —dijo Marcia, enfilando hacia él.
El hombre las miró aproximarse y se secó el sudor de la frente. Pese al frío, el esfuerzo por el trabajo le perlaba las sienes. Dejó lo que estaba haciendo y se aproximó a ellas con gesto serio.
—Marcia, otra vez usted por acá. —Saludó a Gaia con la cabeza; había reproche en el tono y en la mirada—. Ya le dije que este no es sitio para una dama.
—Lo sé. Necesito hablar con Marco, es urgente.
—Marco no está aquí.
—¿Es que nunca está aquí? —Se alteró.
—Marcia —intervino Gaia—, vamos, ya hablarás con él.
Al ver la gravedad de sus rostros Bruno preguntó:
—¿Ocurre algo?
Marcia miró hacia el puerto y sus ojos se detuvieron en los barcos. Aspiró el aire y cerró los párpados un instante.
—Sí, ocurre algo. —La fiereza de su mirada advirtió a Gaia que estaba por cometer una imprudencia. Su hermana la tomó del brazo y quiso apartarla:
—Vamos, Marcia.
Sin obedecer, la muchacha dijo:
—Dígale a Marco que estoy embarazada. Seguramente, mi padre querrá hablar con él.