Gijón, 1910
Ante los gritos de Purita, una luz se encendió en una ventana. Al cabo de unos minutos un hombre la estaba auxiliando.
Aitor tenía un disparo de bala en el hombro izquierdo. Por fortuna, había salido y la herida no era profunda. Se había desmayado a causa del dolor, lo cual dificultó su traslado.
Horas después estaba en su cama, el médico le había dado unos puntos y le había encomendado a Purita las sucesivas curaciones. Luego vinieron las preguntas y la investigación del caso, llegándose a la conclusión de que había sido un atentado que se atribuyó a los anarquistas.
El ataque a Aitor Exilart no era el único; también había sufrido una agresión Domingo de Orueta, quien recibió un disparo mientras regresaba a su domicilio en compañía de su esposa. Cuando fue a declarar, Orueta dijo que había sido un intento de asesinato, lo cual desestabilizó el clima ya de por sí tenso.
En los días subsiguientes se llevaron a cabo varias detenciones de los elementos más destacados de la organización obrera. El Comité de Huelga cayó y quedó descabezado el movimiento de los huelguistas. Todo ese panorama dificultaba las negociaciones que se llevaban a cabo a pesar de la represión policial, porque los huelguistas querían volver al trabajo.
Purita decidió quedarse hasta que Aitor se recuperara. Ocupó su antigua habitación y tomó las riendas de la casa, porque ante la falta de una señora las mucamas y la cocinera hacían lo que querían y descuidaban sus tareas. Se notaba un deslucimiento general en el hogar otrora reluciente en vida de Olvido.
A nadie le gustó que Purita llegara para poner orden, la muchacha estaba acostumbrada a mandar en la fábrica y en dos días logró que la vivienda estuviera en condiciones, como antes. Gaia estaba feliz de tenerla para ella, tanto que hasta quería faltar a sus clases con Leandra, cosa que Purita no consintió.
—Cada cual debe cumplir con sus obligaciones. De otra manera, nunca saldremos adelante.
—Es que temo que cuando salga del escritorio tú ya no estés aquí.
—Estaré aquí, te lo prometo.
—¿Por siempre?
—Siempre es una palabra demasiado contundente, mi querida. Hoy estaré.
Gaia partió en compañía de Leandra y ella fue a ver cómo estaba el herido. Lo halló sentado en la cama, leyendo, tenía mejor semblante que la víspera.
—Buen día, veo que se siente mejor. —Se acercó a la ventana y descorrió las cortinas—. Le hará bien que entre un poco de sol. ¿Cómo pasó la noche?
—Buen día, Purita, me siento menos dolorido. —Cerró el libro y lo dejó sobre la mesa de noche—. ¿Qué novedades hay? —No hizo falta que le aclarara a qué se refería, ella solía adivinar sus pensamientos aun antes que él.
—No debería preocuparse por otra cosa que no sea su recuperación —sermoneó mientras recogía la vajilla del desayuno.
—Deja eso, que están las mucamas para esa tarea —ordenó.
—Vaya, vaya, el rey ha vuelto a reinar —dijo con ironía la muchacha.
—Vamos, Purita, sabes que no están las cosas como para que yo esté aquí, convaleciente.
—¿Y qué es lo que pretende hacer? ¿Exponerse de nuevo para que lo maten? —Se había plantado al pie de la cama en esa postura que siempre la asaltaba cuando debía defender una idea: los brazos a la cintura, las caderas inclinadas hacia la derecha y un gesto provocador en la boca—. ¿Olvida acaso que tiene una hija?
—Purita, no seas ridícula, estás exagerando.
—Será mejor que me vaya. —Dio media vuelta para salir.
—¡Espera! No vas a dejarme así, sin saber qué pasa ahí afuera. Ni siquiera me han traído los periódicos estos días.
La joven se volvió y lo enfrentó:
—La cosa es más grave de lo que parece, Aitor. —El hombre vio cómo los ojos se le aguaban.
—¿Qué ocurre? Ven. —Estiró la mano para que ella se acercara—. Siéntate. —Señaló el borde de la cama—. ¿Vas a decirme por qué estás a punto de llorar?
Ella bajó la cabeza, no quería que él descubriera su mirada.
—Purita —insistió.
—Han matado a Celestino Lantero. —Lantero era un próspero patrón maderero.
—¡Joder! ¿Cómo ha ocurrido eso?
—Fue en la plaza de San Miguel, ¡a plena luz del día! Alguien lo atacó con un cuchillo. —La muchacha empezó a sollozar. Aitor quiso consolarla, aunque se abstuvo de tocarla.
—Ya cálmate.
—Fue horrible. Estaba lleno de gente, nadie vio al agresor, ni siquiera Manuel Lágero que estaba con él. Lo apuñalaron en el vientre y a las pocas horas murió.
—¿Han detenido a alguien?
—Creo que hay dos personas… no lo sé con certeza.
—Necesito levantarme, Purita, esto está pasando a mayores.
—¿Cómo se le ocurre? ¿Es que acaso no escarmienta? ¡Atacaron a don Domingo de Orueta, luego a usted y ahora matan a Lantero! ¡Piense en su hija!
—Y es en ella en quien pienso, Purita, en ella y en ti.
—¿Qué dice? —La joven sintió que todo el calor de ese verano caliente le quemaba en el cuerpo.
—Tú también eres parte de la fábrica, y no quiero que andes por la calle con miedo a que te ocurra algo. Por eso debemos terminar con esta ola de violencia de una vez por todas. —Hizo ademán de salir de la cama y ella se lo impidió.
—¡No saldrá de este cuarto como que me llamo Purificación Fierro Rodríguez!
Aitor, en contra de lo que ella esperaba, empezó a reír.
—¿De qué se ríe?
—¿Crees que podrás detenerme? —Apartó la sábana y se puso de pie. Ella abrió la boca en gesto de sorpresa, estaba en ropa interior.
—¡Es usted un desfachatado! —Giró sobre sus talones y salió dando un portazo.
Una vez fuera se apoyó contra la pared del pasillo y sosegó su corazón agitado.
Dentro del cuarto Aitor Exilart, algo mareado por el repentino esfuerzo, empezó a vestirse.
El entierro de Lantero, al que concurrieron varios patrones, entre ellos Exilart, se convirtió en una manifestación. La responsabilidad de la ola de violencia se atribuyó a los anarquistas que fueron víctimas de todo tipo de presunciones, tanto por parte de las instituciones como por la de la opinión pública.
Los socialistas, que hasta entonces habían participado activamente en la huelga, a partir de la ola de atentados intentaron desvincularse de toda manifestación de violencia relacionada directa o indirectamente con la organización obrera.
Los anarquistas, sintiéndose traicionados por los socialistas en un momento crítico como aquel, lanzaron una agresiva campaña contra el semanario La Aurora Social.
El movimiento que hasta ese momento se mostraba unido en pos de reivindicar los derechos de los trabajadores, terminó con una batalla interna que acabó debilitándolos.
Mientras que un buen número de obreros eran requeridos en el proceso sumarial de la “causa Lantero”, las fábricas iban abriendo progresivamente sus puertas. La vuelta al trabajo y a la actividad habitual se hizo en un ambiente de temor indescriptible.
Aitor, sin estar del todo recuperado, fue uno de los primeros en reabrir. Junto al contable y a Purita fueron reincorporando a algunos de los obreros, porque varios quedaron en el camino como advertencia a futuras manifestaciones o reclamos.
Purita volvió a su casa pese a las protestas de Gaia, que llegó al punto de enojarse con ella.
—Entiende, mi pequeña, no puedo quedarme.
—Sí puedes, ¿verdad, padre, que puede? —Miró con ojos suplicantes a su mayor.
Aitor se vio entre la espada y la pared. Entendía a su hija, él también deseaba que se quedara, se había acostumbrado a su presencia y a que anduviera dando órdenes por la casa como si fuera la señora. También sabía que Purita tenía su vida, aun cuando lo único que hiciera la muchacha fuera trabajar. No era conveniente para ella convivir con un viudo y una niña, ella necesitaba juventud, amigas y quizás, un novio.
—Gaia, debemos respetar la decisión de Purita. —La jovencita lo miró con reproche. Había esperado que él se pusiera de su lado y no que simplemente le dijera que tenían que resignarse; Aitor fingió no comprender su mirada—. Vamos, hija, despídete.
La pequeña mostró su enfado y se fue corriendo sin saludar.
—Debes entenderla, extraña a su madre y tú eres lo más parecido que tiene a una. —Los ojos de Purita brillaron de emoción.
—Tal vez debería buscarse una esposa —dijo sin pensar. De inmediato se arrepintió, él podía malinterpretarla, y así fue.
—¿Te estás ofreciendo? —respondió entre asombrado y pensativo.
—¿Cómo se le ocurre? —Pasó por su lado, recogió su maleta y se encaminó hacia la salida—. Adiós.
Camino a su casa Purita decidió que tendría que buscarse una vida y, si era posible, un hombre.