Gijón, 1911
Cuando salieron del café Dindurra Purita explicó a Leopoldo sobre la familia Exilart. Por eso, cuando llegaron este ya estaba en situación; la muchacha no quería que ninguno pasara un mal momento.
Fue la mucama quien les abrió la puerta y franqueó el paso.
—Avisaré al señor —dijo.
Enseguida apareció Gaia y corrió a los brazos de la joven, mas al ver a su acompañante se detuvo en seco; su gesto era de sorpresa y a la vez de malestar.
Purita se agachó y la llamó, la niña avanzó sin el entusiasmo de antes. Se abrazaron, Purita sintió el cuerpo tenso de la jovencita.
—Gaia, este es Leopoldo, un amigo que vino desde Oviedo para visitarme.
—Buenas tardes, señor —saludó con educación.
—Hola, qué bella eres. —Leopoldo se acercó y le dio un dulce que sacó del bolsillo—. Toma, para ti.
—Gracias, señor.
—¿Y tu padre? —preguntó Purita justo en el momento en que Aitor aparecía en el comedor.
Exilart venía vestido de manera informal y Purita supo que ese atuendo era para ir al carrusel. Al ver al hombre que la acompañaba a Aitor se le borró la sonrisa de los ojos y su gesto adquirió una dureza que Purita nunca le había visto.
—Buenas tardes —saludó.
—Aitor, hola —dijo Purita, con las mejillas arreboladas y temblor en la voz—. Le presento a Leopoldo Arias. Viene de Oviedo, es un buen amigo de José Luis.
—Señor Exilart. —Leopoldo extendió su mano y Aitor la tomó—. Placer conocerlo. Purita habla mucho de su familia.
—Buenas tardes —respondió—. ¿Qué lo trae por la ciudad?
—Vine a visitar a la señorita aquí presente. —Al decirlo sonrió y la mujer se sintió contrariada—. Tuve que insistir para que me permitiera acompañarla en este paseo familiar, espero no incomodar.
—De ninguna manera. Me surgió un imprevisto y no podré ir —declaró Exilart y Purita supo que mentía. En ese tiempo había aprendido a conocerlo y sabía que no era sincero, seguramente no quería pecar de entrometido entre ella y su nuevo amigo.
—¡Papá! ¡Lo prometiste! —se quejó Gaia, que seguía la conversación sin perder detalle.
—Lo siento, hija, iremos juntos la próxima vez.
Pese a que la niña insistió Aitor se negó aduciendo otro compromiso impostergable. Purita se sintió culpable y quiso hablar a solas con el padre.
—Aitor, ¿podemos pasar al despacho un instante? Hay algo que olvidé comentarle ayer, sobre las cuentas.
Aitor supo que ella también mentía y no la secundó.
—Olvida el trabajo, Purita, no creo que sea tan urgente como para que no pueda esperar hasta el lunes. —Lo dijo en un tono extraño que ella no pudo desentrañar—. Vayan a disfrutar del paseo. —Y dirigiéndose hacia Leopoldo extendió su mano—. Hasta pronto, Arias.
Tanto Purita como la niña iban cabizbajas. El único que hablaba era Leopoldo, que parecía no darse cuenta de lo que ocurría con ellas. Gaia había esperado toda la semana para disfrutar del paseo junto a su padre y Purita, ya no había magia en esa salida en la que un tercero acaparaba toda la atención.
Llegaron a la plaza y la jovencita no quiso jugar. Por mucho que insistió Purita la pequeña se quedó sentada con la mirada perdida en los otros niños que se divertían junto a sus hermanos y primos.
Leopoldo intentó sobornarla con más dulces y chocolates, todo fue en vano. Al rato estaban volviendo a dejar a Gaia en su casa.
Purita se sentía tan culpable que ya no tenía ganas de compartir la velada con Leopoldo, que la había invitado a cenar. Recordó su propia infancia llena de penurias y el pasado se le vino encima. Piedad no había sido una madre modelo y mientras había vivido con ella todas eran penas y miseria.
Al llegar a la vivienda de Exilart la niña entró sin siquiera despedirse de Leopoldo, a quien culpaba de haber hecho trizas su salida familiar. Apenas saludó a Purita y se perdió en la casa.
—El señor no está —informó la mucama—. Gracias por traer a Gaia.
Al quedar solos Leopoldo la tomó del brazo y siguió hablando hasta que llegaron a lo de Purita.
—Vendré por usted a las ocho. —Después le besó la mano y no le dio tiempo a cancelar la cena.
Una vez sola en su casa Purita se tiró sobre la cama y lloró. No sabía bien por qué, una angustia inmensa le oprimía el pecho. Recordó su niñez en el conventillo y luego su vida con María Luz y Jaime, el matrimonio que se había hecho cargo de ella cuando Piedad se fue porque no podía mantenerla.
Su madre al principio la visitaba una vez a la semana, luego sus visitas se fueron espaciando hasta que no volvió más. Junto a ese par de viejos había sido feliz, aunque siempre la nostalgia la había acompañado. Ellos le habían dado su primera muñeca, jamás la olvidaría: tenía cara de porcelana y cabellos dorados peinados en un rodete y coronados por una tiara de piedras brillantes. El vestido era de tules y ella la había bautizado con el nombre de Princesa.
¿Dónde habría quedado esa muñeca? Le hubiera gustado regalársela a Gaia. De repente pensó en la similitud de sus historias, ambas eran niñas sin madre, por distintas circunstancias. Ella había tenido una madre sustituta en María Luz; le hubiera gustado ser la segunda madre de Gaia.
Sin que se diera cuenta el reloj avanzó y llegó la hora de su cita sin haberse arreglado. Cuando Leopoldo llamó a su puerta lo hizo esperar más de diez minutos. El hombre advirtió que algo ocurría, pero simuló no darse cuenta.
Cenaron acompañados por la conversación masculina y las escasas respuestas de Purita. Leopoldo no se dejó amilanar por la falta de ganas de su compañera, sino que insistió tanto en que bebiera que la joven terminó hecha una castañuela producto del alcohol.
Al salir del restaurante ella reía y apenas podía dar dos pasos sin tropezar; el hombre tuvo que sostenerla apretada contra su costado hasta que llegaron a la casa de Purita. Allí la dejó en la puerta y antes de irse le dio un beso en la boca, que ella no recordaría al día siguiente.
Purita cayó en la cama con la ropa puesta y al otro día amaneció con un tremendo dolor de cabeza que la obligó a vomitar para aliviar el malestar.
Leopoldo pasó a despedirse a la hora del almuerzo y la halló en tan mal estado que se arrepintió de haberla hecho beber tanto.
—Lo siento, solo pretendía animarla —se excusó—. Estaba usted muy triste ayer.
—Lamento haber sido tan mala compañía.
—Usted nunca es mala compañía. —Arias se acercó un poco más y le tomó la barbilla—. Vendré el fin de semana próximo. —Después la besó suavemente en los labios.