Gijón, julio de 1936
La República había concentrado lo poco que tenía en Gijón, por cuyo puerto El Musel entraban los escasos víveres que recibía la aislada Asturias. Pero era nada comparado con la bien nutrida aviación de Franco, que contaba con suministros alemanes e italianos.
Asturias había quedado encerrada entre provincias tomadas por los rebeldes; el hambre imperaba. Los que tenían un pedazo de tierra cultivaban lo que podían e inventaban platos para calmar los estómagos con lo poco que podían robarle al suelo.
María Carmen había sembrado una pequeña huerta y cada noche rezaba para que las dos gallinas que todavía tenían siguieran poniendo huevos.
Marcia era de poca ayuda. Cursaba el octavo mes de embarazo y había días que no salía de la cama; a su estado se le sumaba la angustia de no tener noticias de Marco.
Bruno se pasaba el día en la ciudad intentando llevar a la casa algo más para que pudieran comer. El trabajo en el puerto era casi nulo, no entraban barcos con mercaderías para descargar y el peligro estaba latente en cada esquina. Fanáticos de los fascistas estaban agazapados esperando entre las sombras el momento para actuar; se los empezó a llamar “la quinta columna”; había francotiradores por doquier.
Los rebeldes seguían avanzando dejando centenares de muertos a su paso, estaban cerca.
—¿Te sientes bien, Marcia? —María Carmen se asomó a la habitación donde la joven yacía en el lecho, pálida y agitada.
—Me siento extraña.
—Deberías levantarte y caminar un poco, te hará bien.
De repente un estruendo rompió la paz de esa tarde y ambas se sobresaltaron. Un lejano resplandor iluminó el cielo y María Carmen corrió hacia una de las ventanas. Sus ojos vieron con horror las llamas que se elevaban en la lejanía. Marcia estaba detrás, temblando.
—¿Qué fue eso?
—Creo que una bomba —dijo la madre; el pánico maquillaba su voz—. Fue en el puerto, tengo que ir, Bruno… —No pudo seguir hablando.
—Vamos. —Marcia se encaminaba hacia la puerta.
—Tú no puedes ir en tu estado, mejor quédate.
—No la dejaré sola, estoy bien. —María Carmen la miró. Si bien el embarazo estaba avanzado la panza era pequeña; lo que aquejaba a la joven madre era el abandono de su marido más que la gestación.
—Es peligroso.
—Aquí también lo es. —Tenía razón, la guerra no discriminaba.
Del brazo avanzaron a la mayor velocidad que podían. Iban en silencio, la madre rezando en voz baja, la nuera con una extraña sensación de desasosiego. Las llamas seguían elevándose en el aire de ese atardecer, que marcaba un antes y un después: era el primer bombardeo sobre la ciudad.
La escuadrilla de aviones había despegado desde su base en León, ya en manos de los militares sublevados, y había hecho su trabajo con rapidez. Al llegar al puerto todo era caos y confusión. La gente corría de un lado al otro, y las sirenas aumentaban la sensación de peligro. Una mujer gravemente herida gemía tirada a un costado mientras otra la auxiliaba. Más allá alguien tapaba un cuerpo que se perdía entre los escombros. Los destrozos eran de consideración; volaban cenizas y el aire se tornó pesado.
María Carmen llamaba a su hijo con desesperación. Se desprendió del brazo de su nuera para correr en dirección a un amontonamiento de gente que auxiliaba a los heridos. Marcia avanzó más lento. Se sentía descompuesta; la visión de los heridos y muertos la obligó a vomitar. Cuando se recompuso pensó en Marco, ¿dónde estaría? ¿Por qué no estaba ahí cuidando a su familia? ¿Y Bruno? ¿Y si había muerto en el bombardeo? La sola idea de perderlo la colmó de temor. Pese a su seriedad y malhumor, Bruno era un buen hombre, el único que se ocupaba para que a ella no le faltase nada. ¿Podía culparlo por estar siempre serio y al punto del enojo? No, no sería justo, sobre él había recaído toda la responsabilidad que Marco había evitado al lanzarse a la resistencia.
Reconoció la voz de su suegra en un grito desgarrador y, sin saber de dónde sacó las fuerzas, corrió en esa dirección. En medio de un charco de sangre yacía Bruno. Tenía los ojos cerrados y estaba pálido. María Carmen estaba sobre él y lo sacudía, se encontraba fuera de sí. Alguien la apartó de su lado y dio instrucciones para que se lo llevaran.
Marcia se abrió camino entre las personas que se habían congregado alrededor del cuerpo y se agachó, no sin dificultad.
—Señora, está muerto —dijo un hombre.
Las lágrimas caían de los ojos grises. Arrodillada, se inclinó para tocarlo, estaba tibio. Con esfuerzo apoyó su oído sobre su pecho: respiraba, débil pero respiraba.
—¡Un médico! —gritó—. ¡Está vivo! —Su suegra ya estaba a su lado y tomaba la mano inerte de Bruno.
Ante los gritos de auxilio, un sujeto constató lo que decía la muchacha.
—¡Hay que trasladarlo!
El Hospital de la Caridad estaba cerca y hacia allá fueron llevados los heridos, entre ellos, Bruno.
Marcia y María Carmen siguieron a la camilla casi al trote.
—¡Ve despacio! —ordenó la madre—, te aguardaré allí. —La edad no le impedía apurar sus pasos, la vida de su hijo era más importante que cualquier achaque.
El hospital olía a sangre y dolor y las mujeres nada pudieron hacer más que esperar. Bruno fue ingresado a una sala de emergencias junto a otros heridos de gravedad, y los parientes se fueron acumulando en el pasillo. Llantos y lamentaciones se elevaban en el aire viciado y triste de esa guerra entre hermanos que acababa de desatarse.
La noche devoró al atardecer y las noticias del herido no llegaban. Enfermeros y médicos iban de un lado a otro socorriendo a las víctimas de ese primer bombardeo, que inauguraba un cruento período para la ciudad de Gijón.
—¿Cómo te sientes? —preguntó María Carmen a su nuera al verla tan desvalida y pálida.
—Estoy bien, ahora lo importante es que él se recupere. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta por donde había desaparecido la angarilla que llevaba a Bruno.
—Lo hará, mi hijo es un hombre fuerte. —Cruzó las manos sobre el regazo y apoyó la cabeza en la pared. Cerró los ojos y empezó a rezar.
Después de unas horas, Marcia se deslizó hacia el suelo. Necesitaba recostarse, estirar las piernas.
—¿Por qué no vas a casa de tus padres? —sugirió María Carmen.
A Marcia ni siquiera se le había pasado por la cabeza esa opción; no dejaría sola a su suegra en ese trance. Negó con resolución y María Carmen supo que la decisión estaba tomada.
—Buscaré algo para que estés más cómoda.
Se puso de pie y avanzó por el corredor. Regresó al rato con una manta. La dobló en cuatro para que su nuera se sentara sobre ella. Después volvió a sentarse, apoyándose en la pared.
—Ven. —La joven obedeció y recostó la cabeza sobre sus piernas, obediente a sus indicaciones—. Trata de dormir un rato, le hará bien al bebé.
La muchacha cayó en el sueño de inmediato. María Carmen quedó vigilante a la espera de noticias, eran tantos los heridos y familiares que aguardaban que la noche pasó y nadie dio explicaciones ni buenas nuevas.
Recién al amanecer un médico cuyo delantal mostraba los estragos del día anterior fue llamando a los parientes de los heridos que podían ser visitados. Al resto les dio las condolencias y el pequeño salón se colmó de llantos y gritos de dolor.
Al escuchar el nombre de Bruno ambas se pusieron de pie y con ojos ansiosos y brillantes ingresaron a una inmensa sala, donde varias camas contenían los despojos del bombardeo. Avanzaron temerosas, tomadas del brazo, sosteniéndose mutuamente, sin saber con qué se iban a encontrar. La última imagen que tenían de Bruno era bañado en sangre, ignoraban de dónde provenía la herida.
Los internados estaban uniformados por sábanas blancas y un murmullo de quejas que flotaba en el aire. Olía a desinfectantes, y las Damas Enfermeras se movían de cama en cama con velocidad y pericia.
Todos los pacientes parecían iguales, sus rostros denotaban dolor y desolación. Miraban a uno y a otro buscando el rostro conocido hasta que dieron con él; estaba casi al final del recinto, separado del resto por un biombo.
Tenía los ojos cerrados y un corte en la frente que no le habían visto antes. Un vendaje le cruzaba el pecho; estaba pálido.
—Hijo… —La voz era apenas un susurro.
Bruno abrió los ojos y al divisar a su madre esbozó una sonrisa.
—Madre. —Movió los dedos y María Carmen los cerró entre los suyos. Se inclinó y con delicadeza lo besó en la frente.
Marcia permanecía unos pasos más atrás. Aún no había entrado en la línea de su mirada. Al ver que él reaccionaba, avanzó y se dejó ver.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
—Tú no deberías estar aquí. —Fue su respuesta.
—Veo que estás bien —replicó con ironía—. Nos tenías preocupadas.
Bruno la miró y descubrió en los ojos femeninos la veracidad de sus palabras. Decidió darle una tregua.
—Estoy bien, la herida es poco profunda.
—¿Dónde te hirieron, hijo? Estabas en un charco de sangre…
—Unas esquirlas nomás, aquí. —Se llevó la mano al medio del pecho.
—Cerca del corazón —murmuró Marcia, cada vez más pálida.
—¿Estás bien? —preguntó Bruno al ver que su mirada se perdía. No terminó de pronunciar las palabras cuando la joven cayó.
María Carmen no atinó a sostenerla y la muchacha se golpeó contra el suelo. Bruno se incorporó con dificultad para auxiliarla, mas un mareo lo tumbó sobre la cama. Dos Damas Enfermeras acudieron en su auxilio.
—Esta muchacha no debería estar acá en su estado —dijo una de ellas mientras le aplicaba un paño embebido en alcohol en la nariz—. No tenemos sillas, señora, ni nada donde ponerla. —Mirando a Bruno, cuya palidez no cedía, añadió—: Hágase a un lado, la pondremos con usted hasta que se recupere.
Acostaron a Marcia al lado de Bruno, cuyo cuerpo robusto ocupaba prácticamente toda la cama.
—Cuídela que no se caiga —recomendó la enfermera a María Carmen—, llamaré al médico.
Marcia volvió en sí y, al verse acostada junto a Bruno, intentó levantarse.
—Quédate quieta —ordenó su suegra—, enseguida vendrá el doctor a verte.
—Estoy bien…
—Sh —dijo su cuñado—, debes cuidar al bebé.
La muchacha se sentía incómoda, la cercanía de Bruno la ponía nerviosa; nunca habían tenido una buena relación. Él no le perdonaba su actitud con Marco, seguramente la creía una perdida.
La Dama Enfermera regresó con un médico, que luego de revisarla recomendó que anduviera con cuidado.
—El bebé está cerca, señora. —Y mirando a Bruno agregó—: Hoy mismo podrá irse a su casa, señor… —miró la planilla que estaba al pie de la cama— Noriega. Así puede cuidar de su mujer y aguardar la llegada del niño.
Marcia iba a replicar, pero las palabras de Bruno la silenciaron:
—Gracias, doctor, estamos ansiosos por ver si es niña o niño.
María Carmen lo miró con gesto de reproche, él no se dio por aludido.