En la plaza de mi pueblo
dijo el jornalero al amo
“Nuestros hijos nacerán
con el puño levantado”.
Fragmento de “En la plaza de mi pueblo”,
canción anarquista
Línea del frente norte, agosto de 1936
En las afueras de la ciudad un grupo de hombres y mujeres, reunidos dentro de un granero, deliberaban sobre el plan a seguir.
—Todos hemos dejado a nuestras familias para ganar esta guerra que ha partido a España en dos —dijo Marco, de pie, en medio de la reunión—. Los insurgentes ya se han impuesto en Canarias, Marruecos, Andalucía, Navarra y Castilla la Vieja —informó—. De todas maneras corremos con suerte dado que, al no haberse sublevado la marina, las tropas de África se encuentran aisladas.
—Franco no es gilipollas, ya buscará la forma de traer sus regimientos desde Marruecos —intervino una mujer, atrayendo la mirada de todos los presentes—. Corren rumores de que dispondrá de un puente aéreo con Sevilla.
—No tiene suficientes aviones —terció un miliciano.
—Cuenta con el apoyo de Hitler —dijo Marco—, quien desde el comienzo se ha mostrado a favor de los golpistas. Debemos movilizarnos con rapidez, aprovechar la reciente muerte del general Sanjurjo y defender tanto el puerto como los límites con Castilla.
Se distribuyeron las armas y se agruparon las cuadrillas; se unirían a los ejércitos que ya se estaban formando.
A Marco le tocó trasladarse hacia las afueras, cerca del límite con León, que había caído bajo el poderío rebelde. Su grupo estaba compuesto por hombres y mujeres, todos provistos con armas y municiones. Debían moverse con cuidado porque había rebeldes al acecho, y cualquier desplazamiento podía despertar sospechas y generar un ataque sorpresivo por parte de quienes apoyaban el golpe.
—Nuestra misión es recuperar territorio —dijo Marco a su tropa—, impedir la avanzada hacia nuestra provincia.
—Se sabe que la represión en Castilla y León es feroz —expuso la misma mujer que había hablado antes en la reunión general, y que formaba parte de ese grupo—. A las organizaciones de derecha extremista se han sumado delincuentes comunes —continuó—, y los “paseos” se han convertido en rutina por parte de bandas falangistas, en su mayoría procedentes de Palencia y Valladolid.
—¿Cómo sabes tanto? —preguntó una jovencita sobre la cual todos se preguntaban qué hacía allí.
—Tengo un primo que pudo escapar de Puente Castro. —Omitió decir que había sido herido con ferocidad y que se recuperaba oculto en la casa de sus abuelos—. En las zonas rurales los “paseos” son a diario porque allí no llega el control del ejército y muchos aprovechan para saldar también sus odios y venganzas personales.
Marco la observó mientras hablaba. Si bien su aspecto era masculino, llevaba el pelo a lo varón y vestía como tal, exudaba feminidad por donde se la mirare. Tendría unos treinta años, era menuda, de manos pequeñas y vivaces ojos oscuros. Su nombre era Blanca y solía mantener largas conversaciones con uno de los milicianos: Pedro Galcerán.
Esa noche durmieron al sereno; partirían al día siguiente para los primeros enfrentamientos.
Marco era de los que opinaba que había que frenar el avance de las tropas de Franco, en contraposición con otros grupos de izquierda que, al recibir las armas, dieron rienda suelta a su afán de venganza contra el bando enemigo. Así, se habían instalado en la retaguardia republicana las “checas”, que eran cárceles controladas por los partidos del Frente Popular, donde se interrogaba y torturaba a los del bando contrario, con el asesoramiento de los soviéticos que apoyaban a la República. A las “checas” eran empujados los burgueses, los religiosos, los falangistas y los empresarios.
Del otro lado también se había sembrado el terror por medio de los “paseos” y las “sacas”, además de los tribunales extrajudiciales, que afectaban a todo aquello que pretendiera una revolución social.
La tierra española se cubría de sangre. Sangre de hermanos.
Al amanecer, el grupo empezó su marcha. Debían llegar al frente de la línea defensiva, donde búnkeres y trincheras se apostaban en los picos y riscos. Toda la montaña leonesa más La Robla era cruzada por la línea del frente entre los sublevados y la República.
—Los golpistas han conseguido controlar las líneas férreas de la Compañía del Norte y el Hullero de la Robla —informó Diego, un miliciano que se había incorporado durante el trayecto; se había demorado porque su mujer había dado a luz y él había querido esperar para conocer a su hijo. Marco pensó que él debería estar acompañando a Marcia y una sombra apagó sus ojos por un instante—. También han tomado Cistierna. —Se refería a una comunidad minera importante.
—Queda La Robla aún —dijo Blanca—. Los nacionales tampoco son tontos, prefieren proteger el ferrocarril antes que aventurarse a asaltar feudos donde saben que los esperan los milicianos mineros.
Marco pensó en su padre y sintió una punzada de nostalgia al evocar los días en que Francisco regresaba de la mina y se quedaba apenas unas horas con ellos.
La línea de frente se extendía desde Riaño hasta el puerto de Leitariegos. La Montaña Central Leonesa, con Lillo por una lado, La Vecilla en el centro y La Magdalena en el otro, quedaban como una cuña dentro del territorio “nacional” leonés.
—Y la mayoría de los puertos de montaña que permiten el acceso a Asturias —agregó Marco, mientras seguían avanzando.
Al atardecer del día siguiente llegaron a la línea defensiva. El paisaje de verdes y montañas era hermoso, aunque el sol ya se estaba ocultando. Allí se reunieron con la tropa que estaba al frente. Marco observó las estructuras de piedra, las trincheras y las posiciones fortificadas que surcaban los montes entre Asturias y León. Después de varias ofensivas y contraofensivas por ambos bandos, el frente estaba estabilizado: había que resistir.
Los recién llegados se incorporaron al ejército variopinto. Por un lado estaban las milicias populares, con su característico mono azul y gorrillo rojinegro. Entre ellas podían verse a mujeres comunistas, identificadas con un brazalete. Había también representantes del Partido Obrero de Unificación Marxista, también vestidos con monos y diversas prendas en la cabeza.
—¡Vaya! ¡Qué variedad tenemos aquí! —dijo Diego posando sus ojos en un viejo dinamitero del Quinto Regimiento, que llevaba colgado, cruzando su pecho, un cinturón de dinamita.
Además de los milicianos, estaba el ejército republicano, que usaba pantalones de montar y cazadora de cuero, aunque a causa del calor la mayoría se la había quitado. Algunos tenían un gorro del tipo pasamontañas, para ser desplegado durante el invierno, y los de mayor jerarquía lucían botas de cordones, muy apreciadas por los combatientes por su comodidad en la zona montañosa.
Mientras avanzaban Marco observó que todos llevaban los correajes habituales del ejército.
—Mira —dijo Diego—, aquel de allí lleva una pistola automática Star 900.
—No sé mucho de armas —respondió Noriega.
—Ya aprenderás.
También había voluntarios que no pertenecían a agrupación alguna y miembros de la Cruz Roja, que no estaban integrados en ninguna Brigada Internacional pero que prestaban ayuda humanitaria, identificados con el brazalete con la cruz.
—Allí están los miembros de la Guardia Nacional Republicana, que sustituyó a la Guardia Civil —continuó Diego, que sabía mucho del tema.
Marco observó que también vestían monos de color azul oscuro o gris-verde, y que usaban un gorro cuartelero. Los carabineros también tenían brazaletes con los colores republicanos.
Luego de las presentaciones quien estaba al mando les explicó las rutinas y les dio indicaciones.
—La gente de los pueblos cercanos no quiere implicarse directamente en la guerra —explicó—, hemos debido reclutar a algunos. —Hizo un gesto que denotó que no habían sido voluntarios—. Debemos tener cuidado —confesó—, entre nosotros hay más de uno que apoya a los nacionales.
—¿Y para qué los han traído? —preguntó Blanca.
—Más vale tenerlos cerca, de lo contrario habría que haberlos encerrado y no podemos disponer de gente que haga de carcelero en el pueblo.
—También hay gente que huyó de León y se sumó a la milicia —expuso otro de los hombres.
Blanca observaba todo a su alrededor, sus ojos vivaces iban de un lado a otro como si estuviera reteniendo cada imagen y cada dato en sus retinas. De repente preguntó:
—¿Qué hacen con los heridos?
—Han improvisado un hospital en el poblado —explicó quien estaba al mando—. Aquí tenemos enfermeros de la Cruz Roja y camilleros.
—¿Y si no pueden trasladar a los heridos?
—Alguien de aquí se ocupa de hacer lo que sea necesario. ¿Usted sabe coser?
La pregunta desconcertó a Blanca, quien elevó su ceja izquierda.
—Me las apaño.
—Entonces le dará una mano a nuestro “sastre” —dijo al tiempo que reía—, a ver si a usted le quedan mejor las costuras.
El resto del grupo empezó a reír y cuando Blanca advirtió que se refería a los heridos hizo un gesto de fastidio ante la broma. Después se dirigieron hacia sus puestos para tomar posición, ocupando los que habían quedado libres debido a las bajas del último enfrentamiento.
La vida en el frente era austera, se comía lo que se podía y todo se compartía. Con el correr de los días el grupo se fue consolidando entre tiroteos y bombardeos. Celebraban los pequeños triunfos y velaban a los caídos, nada se anteponía al deseo de detener la avanzada rebelde.
Marco había puesto los ojos en Blanca. La mujer, si bien era cordial con todos, no permitía que nadie se le acercara más allá de lo necesario. Una noche, después de una cruda jornada de ataques en la que Marco cayó herido, fue ella quien tuvo que suturar su herida. A la luz de la fogata, ocultos dentro de una casamata, Blanca limpió sus cortes producto de una granada que había explotado demasiado cerca; después procedió a coserlo.
—No hace falta gritar —dijo la mujer mientras enterraba la aguja en la carne desgarrada.
Lejos de sentir vergüenza ante la velada reprimenda, Marco se retorció de dolor.
—Eres peor que una niña —continuó Blanca sin dejar de coser.
—Ya verás lo que esta niña tiene para ti —respondió Marco entre quejidos y guarradas.
—Ya. —La mujer terminó su tarea y cubrió la costura con un paño—. Será mejor que duermas un rato.
Recogió los elementos de sutura y se iba a incorporar cuando él la tomó por los tobillos.
—No me dejes solo —pidió.
—Debo volver al frente. Nos están atacando, ¿o no escuchas?
—¿Por qué eres tan arisca?
De un tirón se soltó de la mano que la sujetaba y salió, dejando a Marco dolorido.
Cuando despertó era de día y estaba solo en la casamata. Se incorporó, no sin sentir el ardor de la herida, y renqueando llegó hasta la abertura. Se asomó, el sol brillaba en lo alto de un cielo despejado. La línea de frente permanecía firme, aunque pudo divisar algunos cuerpos cubiertos. Había tenido suerte esta vez.
Caminó arrastrando la pierna y llegó hasta su posición. Allí estaban sus compañeros bebiendo café.
—Toma —ofreció Diego.
Blanca estaba alejada, limpiaba su arma con dedicación, absorta en algún pasado.
—Fue duro el ataque —dijo Marco dirigiendo la vista hacia los cadáveres.
—Resistimos, no lograrán vencer este cerco.
—Necesitamos más gente —opinó otro miliciano—. Nos superan en armas, además de ser profesionales.
Marco bebió su bebida y se acercó con dificultad a donde estaba Blanca.
—¿De dónde vienes? —preguntó Marco.
Ella lo miró un instante para volver la vista a su quehacer.
—No seremos amigos. —Fue su respuesta.
—Claro que no. Seremos amantes.