Los campesinos heridos de tanta metralla,
los pueblos sangrantes de tanto dolor.
Y los campesinos sobre la batalla
para destrozar al fascismo traidor.
Fragmento de “Los campesinos”, canción republicana
Línea del frente norte, agosto de 1936
La guerra era muy distinta en el frente y en las ciudades. En las que habían caído bajo el mando rebelde sufrían persecuciones y castigos los republicanos, y a la inversa, en aquellas que todavía estaban en manos republicanas se detenía y torturaba a los conspiradores.
En el campo de batalla la lucha era desigual. El ejército rebelde era profesionalizado; apoyado por Alemania e Italia, recibía aviones, armamentos y tropa. También contaba con la ayuda de compañías internacionales que le suministraban gasolina, como la Texaco, Texas Oil Company y Vacuum Oil Company, o créditos bancarios favorables. La neutralidad de países como Portugal, Inglaterra y Estados Unidos también beneficiaba a los conspiradores. Portugal les permitía usar su territorio para establecer sus bases de operaciones, y Estados Unidos facilitaba las comunicaciones a través de la Compañía Telefónica. Los republicanos apenas contaban con la ayuda de la Unión Soviética y México, dado que el resto de los países continuaban acatando el Comité de No Intervención.
La herida de Marco aún no había cicatrizado del todo, sin embargo nadie podía ni quería abandonar el frente. No debían bajar los brazos ni dejar que los ánimos decayeran. Las conversaciones giraban en torno a la masacre de Badajoz, a cargo del coronel Juan Yagüe.
—Dicen que fue una carnicería, no había nadie que diera órdenes para continuar o cesar el fuego —dijo un miliciano que venía del sur—. La lucha fue cuerpo a cuerpo y cuando los nacionales lograron ingresar a la ciudad mataron a todos, incluso a quienes estaban desarmados en las gradas del altar mayor de la Catedral.
—La plaza de toros se convirtió en campo de concentración —añadió su compañero—, fue un matadero.
—¡Cabrones! —dijo Marco—. Badajoz es un punto vital, ahora se unirá el ejército del sur con el del norte dominado por el general Mola.
La ciudad se encontraba sitiada tras la caída de Mérida días atrás.
—Contaban con legionarios y regulares marroquíes —añadió el miliciano que había hablado primero—. Y no tuvieron empacho en matar niños y mujeres. —A su frase se hizo un minuto de silencio.
—El bombardeo fue continuo, por tierra y por aire. No tenían opciones de salvarse —culminó el otro con pesar.
Marco pensó en su familia, era vital que los rebeldes no pudieran romper esa línea de frente para avanzar sobre Gijón. Evocó a su madre, siempre tan fuerte y sufrida, sin quejarse de nada, aceptando lo que la vida le había dado. Imaginó a Bruno, cuidando la casa y llevando el pan en esos días aciagos. Pese a los celos que siempre le había tenido, que a menudo juzgaba infundados y carecían de explicación lógica, lo quería; era su hermano el que se había quedado para cuidar de su madre y de su esposa. Sin embargo, la duda se había instalado más que nunca luego de su visita.
¿Qué sería de Marcia? ¿Lo seguiría amando o ya habría empezado a odiarlo? Pobre muchacha… Sintió pena por ella y reflexionó, por primera vez, en su proceder egoísta. Ni siquiera había tenido que seducirla. Ella sola se le había entregado en bandeja de plata, y él la había tomado, sin pensar en las consecuencias. Era tan bella que no había querido resistirse, bien sabía que nunca la había querido. Desvanecido el deseo al saberla madre y convertida en su esposa, cayó en el error de sus actos. Ya era tarde. Había cumplido, se había casado con ella y le daría un apellido a su hijo, aunque nunca la querría, condenándola a la infelicidad.
¿Y él? Él no quería ser infeliz. Si salía con vida de ese infierno de guerra y matanzas procuraría un buen destino. Miró a Blanca, lejana, distante, ajena a los relatos sobre la masacre de Badajoz. Esa mujer era una intriga que estaba dispuesto a saciar.
—Finalmente los nacionales lograron abrir una brecha en las murallas —continuaba explicando el recién llegado—, por el este, junto a la Puerta de la Trinidad, y accedieron a la alcazaba, por la Puerta de Carros también. Después pasó todo lo que ya saben.
Se turnaban para dormir sin dejar los puestos de vigilancia. Esa noche a Marco le tocó compartir trinchera con Pedro Galcerán.
El día había sido tranquilo, no habían tenido avances del lado rebelde y esperaban poder tener una velada similar. En sus puestos, Marco ofreció un cigarro a su compañero.
—¿De dónde eres? —le preguntó.
—De Puente Castro. —Poblado que estaba a apenas tres kilómetros de León—. ¿Y tú?
—De Gijón. ¿Blanca es de allí?
El otro asintió y Marco supo que no sería fácil sacarle información.
—¿Qué pasó en Puente Castro? ¿Fue tomada?
—Al principio las autoridades militares de León apoyaron a la República. Habían llegado a la ciudad unos dos mil mineros asturianos pidiendo armas —explicó Pedro—. El general Bosch les entregó algunas, en no muy buenas condiciones, y les pidió que abandonasen la ciudad. Cuando los mineros estuvieron lejos, camino a Madrid, Bosch se sublevó. Los sindicatos declararon la huelga general, con un calor infernal y escasas armas; por mucho que los trabajadores lucharon contra las tropas del general, fueron derrotados —dijo Galcerán con pesar—. La represión fue feroz, fueron pocos los que pudieron escapar hacia la montaña para reorganizar la lucha.
—Blanca fue una de ellos —afirmó Marco.
—¿Y a ti qué te pasa con Blanca? —A Pedro no le caía en gracia que alguien se interesara por su compañera, mas Marco no iba a quedarse callado. Estaba dispuesto a saber si había alguna posibilidad.
—Me gusta, y quiero saber si está libre. ¿O acaso es tu mujer? —desafió.
—No, pero sí lo es de un amigo, que para el caso es lo mismo.
Marco volvió a concentrarse en el firmamento y terminó su cigarrillo. No insistió; intuía que Pedro no le revelaría nada más.
Esa noche no ocurrió nada y todos pudieron descansar. Al día siguiente llegó una de las carretas que venía de los pueblos cercanos, cargada de provisiones y vendas para los heridos.
La comitiva se hacía sentir porque los hombres venían entonando canciones para animar a la tropa. En esa oportunidad cantaban “Si me quieres escribir”:
Los moros que trajo Franco
en Madrid quieren entrar.
Mientras queden milicianos
los moros no pasarán…
Por la tarde comenzó una fuerte ofensiva. Los rebeldes estaban cerca, mejor armados y en mayor cantidad, pero la línea de la frontera norte logró resistir, una vez más.
Blanca luchaba a la par de los hombres. En su interior latía un fuego intenso alimentado por algo mucho más profundo que un sentimiento republicano. Marco la observaba en cada oportunidad que tenía. La veía imperturbable y hasta insensible cuando alguno de los compañeros caía, como si estuviera anestesiada.
Cuando tuvo ocasión de compartir trinchera con ella aguardó al cese del fuego para empezar la conversación.
—¿Tienes familia?
—Todos la tenemos —fue su seca respuesta.
—¿Por qué no quieres hablar conmigo?
—No estoy aquí para hacer amigos sino para salvar la República.
—Eso lo sé, aunque nada impide que mientras tanto entablemos relaciones.
—No me interesa el tipo de relación que tú quieres.
Marco rompió a reír.
—¿Y cómo sabes tú qué tipo de relaciones quiero contigo?
—Solo hace falta verte a los ojos para saber que quieres ponerme en horizontal.
—También podemos hacerlo en vertical, no sería mala idea —Marco largó otra carcajada.
—Eres un gilipollas.
—Vamos, Blanca, no haremos nada que tú no quieras. No me prives de la conversación. —Extendió su mano en señal de paz—. Empecemos de nuevo.
Blanca lo miró, elevó los hombros y extendió su mano también.
—Mejor así —dijo Marco—. Soy de Gijón, antes trabajaba en una fábrica de aceros, luego… me despidieron y terminé trabajando en el puerto junto a mi hermano. —Aguardó a que ella se presentara también; no lo hizo—. ¿Y tú?
—Me parece que te estás olvidando de algo importante —dijo Blanca—. Si quieres que seamos “amigos” deberías ser sincero conmigo.
—Y lo soy.
—Te estás olvidando de tu esposa y de tu futuro hijo. —Se puso de pie, sonrió triunfal y se alejó en dirección al campamento.