Ese año no fue el mejor para Gijón, hasta la prensa nacional se hizo eco de las desgracias que la asolaron en 1911. Mundo Gráfico publicó: “La gran urbe asturiana ha pasado días verdaderamente amargos, debido a la aparición de la fiebre tifoidea”. El deficiente alcantarillado de hierro provocó la epidemia de tifus, que fue brusca y grave, quitándole la sonrisa a la ciudad cantábrica. Purita fue una de las víctimas de la enfermedad. Un día se despertó con fiebre y malestar y por la tarde nadaba en la inconsciencia. Su empleada, temiendo el contagio, mandó un mensajero para que avisara al señor Exilart y se fue a su casa.
Cuando Aitor llegó, la muchacha deliraba. No supo qué hacer, no podía dejarla allí sola, tampoco podía trasladarla en ese estado. Llamó al médico pero este estaba superado por la situación, la ciudad estaba azotada por el tifus, el cólera, la difteria y la gripe. Cuando por fin pudo visitar a la enferma la diagnosticó como a la gran mayoría.
—El Hospital de la Caridad está desbordado, Exilart —informó—. Han venido desde Madrid los doctores Mendoza y Bejarano y aun así no llegamos a aliviar a todos.
—¿Qué me quiere decir?
—Que es preferible que se quede aquí, bajo cuidados. El hospitalillo de la Cruz Roja en el Cerro también está colmado. Aquí estará a salvo, vendré cada día a verla.
Después, le dejó las indicaciones para aliviar la fiebre.
—Será mejor que no vuelva a su casa, Aitor, podría contagiar a la niña.
Al quedar solo Exilart mandó mensaje para avisar a Leandra que debería ocuparse de Gaia hasta que él pudiera regresar.
El agua potable se había contaminado. Los calores estivales y las lluvias de otoño habían producido fermentaciones en el suelo y arroyos. A eso se sumaba el deficiente alcantarillado de la ciudad, el poco declive, los tubos de hierro que distribuían el agua… Todo contribuía a que la situación desmejorara.
Sentado al pie de la cama de la enferma Aitor leía sobre las últimas noticias de la huelga general de ese año, que había paralizado a Gijón. El periódico decía: “Tuvo que venir el cañonero ‘Proserpina’ con doscientos hombres de infantería del regimiento de Isabel II para reprimir las reivindicaciones salariales de los trabajadores; el gobierno decretó el estado de guerra”.
Estaba cansado, parecía que los reclamos obreros no tenían fin y se daba cuenta de que todo giraba en torno a la fábrica. Su vida personal era casi nula, su relación con su hija era distante y se sentía solo.
Miró a Purita. Dormía tranquila luego de que había logrado bajar un poco la fiebre. Sintió miedo, no quería perderla también a ella. Purita era su socia y también era mucho más. Podía confiar en ella y, si bien la relación se había enfriado ante la presencia de Leopoldo, sabía que ella nunca le daría la espalda, ni a él ni a su hija.
—Prudencia… —La voz de Purita lo sacó de sus pensamientos. Se puso de pie y se acercó a la cabecera de la cama.
—Soy Aitor —murmuró. Ella abrió los ojos y lo miró.
—¿Aitor? —Paseó la mirada por los alrededores, quería saber dónde estaba—. ¿Qué hace aquí? —Quiso sentarse, estaba débil.
—Deja, no te esfuerces. —La tomó por las axilas, sintió su cuerpo caliente, y la ayudó a sentarse. Después buscó unos almohadones y los colocó detrás de su cabeza.
—¿Qué hace aquí? —repitió.
—Estoy cuidándote, tenías fiebre.
—¿Y Lucía? —Se refería a su empleada.
Aitor meneó la cabeza en señal de descontento.
—Se largó ni bien supo que tenías fiebre tifoidea.
—Vaya a casa, Aitor, puedo cuidarme, usted tiene que estar con Gaia.
—Ahora lo más importante eres tú, Purita, no te dejaré sola. —Ante sus palabras ella sintió más calor aún. Se miró, tenía puesto un camisón que dejaba al descubierto sus brazos y parte del pecho. Subió las sábanas en un intento de cubrirse—. ¿Quieres comer algo? Hace un día que estás durmiendo.
—¿Un día? ¿Y Gaia?
—Ella está bien, no te preocupes; además yo debo quedarme aquí para evitar el contagio.
—Lo siento, Aitor, no quiero complicar más las cosas. Debería ir a casa.
—Ahora me necesitas aquí, no seas terca. —Se puso de pie—. Iré a preparar algo para comer.
Al quedar sola Purita cerró los ojos, le dolía la cabeza. Cuando los abrió al rato, él estaba allí con un plato de garbanzos y chorizos en salsa. Con esfuerzo sonrió, era demasiado suculento lo que le había traído y ella no tenía hambre.
—¿Lo hizo usted?
—Claro, ¿o acaso crees que no sé cocinar? Vamos, a comer. —Colocó una bandeja sobre su regazo—. ¿O quieres que te dé en la boca? —Lo dijo en un tono que no dejó dudas de que era una insinuación. ¿Qué le ocurría? Aitor Exilart era un hombre serio, nunca lo había visto así.
—Puedo hacerlo, me siento mejor. —Empezó a comer probando pequeños bocados—. Está delicioso, gracias. ¿Qué día es hoy?
—Martes.
—¿Quién está a cargo en la fábrica? —Se preocupó.
—Está todo bajo control —aseguró él.
—¿Cómo sigue lo de la huelga?
—Tú no deberías preocuparte por eso ahora.
—¡Cuénteme! ¿Qué quiere que haga aquí en cama?
Por la mente de Aitor pasaron muchas imágenes, aunque no permitió que se trasladaran a su rostro. Decidió que era mejor tenerla al tanto y desviar la atención a cosas cotidianas.
—Cuando parecía que todo ya estaba solucionado la CNT llamó a un paro a nivel nacional, como supondrás el Sindicato de Obreros Mineros de Asturias se sumó.
—¿Paro nacional? ¿Y por qué?
—Como protesta a la sangría de hombres en la guerra de Marruecos y también para denunciar la brutal actuación de las fuerzas de orden público en la represión de una huelga de carreteros en Bilbao.
—¿Cuándo acabará todo esto? ¿En la fábrica ha habido algún reclamo? —Hablar de trabajo la hacía sentir mejor.
—Esta vez nosotros no hemos tenido incidentes, otras empresas sí; hubo heridos por arma de fuego, y también revueltas en la cuenca de Nalón.
Omitió contarle que en Langreo una bomba de dinamita había destruido una parte del puente del ferrocarril Norte, cerca de La Felguera. Los obreros habían ocupado las calles y plazas y tuvieron que enviar una compañía de infantería junto a una sección de la Cruz Roja. Corría el rumor en la población de que los huelguistas iban a interrumpir el servicio eléctrico por lo cual se enviaron también cuadrillas de guardia civil. El tiroteo no tardó en llegar aunque milagrosamente no hubo muertos.
Purita terminó de comer y Aitor se llevó la bandeja. La mujer aprovechó para levantarse, debía ir al baño, mas cuando lo hizo se mareó y cayó al suelo.
—¡Qué haces! —exclamó Aitor que ingresaba al cuarto en ese momento. Enseguida estuvo a su lado y la alzó en sus brazos sintiendo el calor de su cuerpo y también su fragilidad.
—Déjeme, estoy bien. —A ella le quemaban sus dedos en su costado—. Quería ir al baño.
Sin prestar atención a sus palabras Aitor la llevó al lavabo y recién la bajó cuando estuvieron dentro del pequeño cuarto.
—Me quedaré aquí —dijo en el umbral—. ¿Te sientes bien?
Ella asintió y cerró la puerta. Se apoyó sobre la pared y cerró los ojos. Necesitaba reponer sus fuerzas y que Aitor volviera a su casa. No lo quería allí, tan cerca. Pensó en Olvido y se sintió en falta, estaba haciendo todo lo contrario a lo que su amiga le había pedido.
Al salir se había aseado y su rostro lucía mejor aspecto.
—Aitor, me siento mucho mejor, debería ir a casa.
—Hoy me quedaré contigo —declaró él con ese tono de voz que usaba cuando su decisión era inamovible—. Mañana veremos cómo amaneces.
—¿Podría enviar un mensaje a Leopoldo?
Aitor apretó las mandíbulas antes de responder.
—¿Qué debo decirle?
—Que no podré viajar este fin de semana. Quizás quiera hacerlo él, así usted se queda tranquilo de que alguien más me cuida.
—Como quieras.
Esa noche Purita durmió mucho mejor, la fiebre había remitido. Aitor lo hizo en el cuarto contiguo y su sueño fue intranquilo. Muchos eran los temas que lo desvelaban.
A la mañana siguiente, al ver la mejoría de la mujer, se fue a su casa, previa parada en la oficina de correos para echar un telegrama a Leopoldo.