Gijón, julio de 1936
A diferencia de lo ocurrido en Oviedo, que había caído rápidamente en manos de los rebeldes, los mandos militares en Gijón estaban divididos, y el intento de sublevación del coronel Pinilla se vio frustrado cuando advirtió que su jefe era leal a la República. Esa desinteligencia causó confusión en los mandos subalternos. Los partidos de izquierda, los sindicatos y las confederaciones anarquistas tomaron cartas en el asunto y se pusieron en alerta.
Las milicias de la UGT y la CNT estaban armadas, y los rebeldes, en inferioridad numérica, concentraron su resistencia en el Cuartel de Simancas y en el Cuartel el VIII Batallón de Zapadores.
María Carmen había salido. Una vecina de las afueras, al tanto de la situación de la familia y en especial teniendo consideración hacia la futura madre, le había ofrecido leche recién ordeñada de la vaca que tenía escondida en uno de sus galpones.
El calor apretaba y Marcia sufría en exceso. Impulsada por un repentino deseo salió de la casa y se dirigió hacia el mar, que la llamaba detrás del médano. Se sentía pesada, pero el pensar en mojarse los pies y refrescarse el cuello le dio ánimo.
Bajó a la arena por el sendero que solía utilizar desde que vivía ahí y paseó la vista por la inmensidad azul. Amaba el mar, quizás porque su madre también lo adoraba y la había llevado desde temprana edad a sus orillas. Ese día estaba en calma, pequeñas olas rompían cerca dejando la espuma abandonada sobre la arena dorada.
Se quitó los zapatos y avanzó recogiéndose la falda. Al sentir el frío del agua en sus pies sonrió. Se agachó apenas y reunió en las manos el líquido salobre que después esparció generosamente entre su cuello y sus pechos. Su mirada se iluminó sin querer, por el solo placer de estar allí. Pensó en su vida y en su futuro, y la tristeza se hizo presente. Se sentía sola, lo único propio era el bebé que crecía en su interior. Se cuestionó por qué seguía ahí, esperando a un marido que no la quería y que Dios sabía cuándo regresaría. ¿Por qué extraña razón no volvía con su familia? No tenía respuestas, había algo que la ataba a ese lugar con un lazo invisible.
Con lágrimas acariciando sus mejillas caminó por la orilla alejándose de la casa, dejando que la brisa marina las secara. Cuando advirtió que se había distanciado demasiado giró para volver. Y allí lo vio. Bruno la seguía a distancia prudencial. Marcia frunció el ceño; por momentos le molestaba que fuera como un perro guardián, siempre tras sus pasos.
Avanzó con resolución hacia él y cuando lo tuvo frente a ella le lanzó al rostro:
—¿Es que acaso Marco te asignó el papel de carcelero?
Bruno apretó las mandíbulas y reprimió la frase hiriente que tenía al borde de la lengua. Bien sabía él que a Marco poco le importaba su esposa.
—Vamos a casa —fue su respuesta antes de darle la espalda y caminar con trancos largos y enérgicos hacia el camino en medio de los médanos.
Marciana quiso seguirle el ritmo y se apresuró, lo único que logró fue agitarse. Tuvo que detenerse a causa de una puntada en el costado.
Como si lo hubiera presentido, Bruno se volvió para mirarla. Al ver su rostro pálido y el miedo en sus ojos se aproximó a la carrera.
La poca alimentación se sumaba al sofoco, todo lo que hacía le requería sumo esfuerzo. Sin palabras, Bruno la alzó en brazos a pesar de sus protestas y caminó con ella rumbo a la vivienda.
—¡Bájame! Estoy muy pesada.
—Eres una pluma —fue su irónica respuesta.
—¡Déjame! —repitió Marcia, incómoda por la sensación que provocaban las manos de Bruno en su cuerpo. El olor a sudor de su cuñado se le impregnaba por las fosas nasales y lejos de disgustarle le generaba inquietud.
Al llegar Bruno abrió la puerta con el pie y la depositó en el medio de la sala.
—Vete a la cama —ordenó.
—No quiero pasarme todo el día en reposo —protestó Marcia, la voz temblorosa a causa de la turbación que aún sentía—. Quiero ayudar —dijo, aunque era una excusa.
—En tu estado es poco lo que puedes hacer —repuso el hombre con el tono que acostumbraba para ella.
—¿Por qué siempre me tratas mal? —De repente se sintió valiente y se animó a enfrentarlo.
—No digas niñerías. —Giró para salir y ella lo retuvo tomándolo del brazo, que sintió tensarse al instante.
Bruno se volvió hacia Marcia, que aguardaba su respuesta. Era bella aun con la panza apuntando al frente. No pudo evitar mirar su escote, que pese a ser discreto dejaba ver la unión de los pechos hinchados; después recorrió su cuello para concentrarse en sus ojos, tan grises como los de su padre, pero con una dulzura infinita en ese pozo de acero.
—¿Tanto me odias? —insistió ella.
Estaban frente a frente, a escasos centímetros.
—No sabes lo que dices, Marcia, yo no te odio.
—Entonces… —Sus ojos brillaban, estaba por demás sensible—. No me gusta cómo me tratas, Bruno, yo intento ser agradable contigo…
“Por Dios, qué inocente es”, pensó el hombre.
De súbito la joven dio un respingo y sonrió.
—Siente. —Tomó la mano de Bruno y la llevó hacia su vientre—. Siente cómo se mueve el bebé.
Un ligero estremecimiento atravesó al hombre, el niño que Marcia llevaba dentro daba breves golpecitos, anunciándose. La sonrisa se le instaló en la boca y los hoyuelos habitaron sus mejillas.
—¿Es normal que haga eso? —preguntó con una voz nueva.
—¡Claro que es normal! Lo hace todo el tiempo. —Elevó el rostro y lo miró. Bruno parecía un chico, sus ojos alumbrados por una ilusión; a Marcia se le cruzó por la mente que sería un buen padre.
Ensimismados como estaban en esa mutua contemplación no escucharon la puerta que se abría ni los pasos pesados que se acercaban. Marco se perfiló en el umbral.
—Veo que me han extrañado. —Había ironía en su voz y fuego en sus ojos.
—¡Marco! ¡Has vuelto! —Marcia se apresuró para correr a su lado y a Bruno se le borró del rostro la efímera felicidad.
—Los dejo solos. —Pasó al lado de su hermano, lo palmeó en el hombro y salió.
Marcia estaba frente a él sin saber qué hacer. Necesitaba un abrazo, un gesto de cariño, algo que la rescatara de esa soledad que sentía.
—Marco… estaba preocupada. —Dio un paso para abrazarlo, pero él se separó con brusquedad.
—No parecías muy preocupada cuando entré, tienes a mi hermano para consolarte.
—¿Qué estás insinuando? —Marcia levantó la voz, ignorante de que afuera estaban su cuñado y su suegra, a quien Bruno había alertado para que no entrase.
—No insinúo nada. Por lo que pude ver, Bruno te ha servido de abrigo durante mi ausencia. —Los celos de toda una vida afloraron de nuevo.
—¡No sabes lo que dices! —Marcia mostraba sus garras—. ¡Lo único que ha hecho tu hermano ha sido cuidarnos, a tu madre, a tu hijo y a mí, dado que tú nos abandonaste!
—¿Ya te metiste en su cama?
El sonido de la bofetada retumbó en la casa.
—¡Eres un desgraciado! —La muchacha corrió hacia su habitación donde se encerró a llorar.
Afuera, Bruno se contenía para no ingresar y dar una lección a su hermano. Fue María Carmen quien tomó cartas en el asunto.
Al entrar vio a su hijo sentado a la mesa con la cabeza gacha y de inmediato supo que se había arrepentido de ir tan lejos.
—Marco. — El aludido se puso de pie y la abrazó.
—¡Madre! ¡Está en los huesos! —La mujer había perdido unos cuantos kilos.
—Tú te ves bien. —Se separó para examinarlo. Su muchacho estaba entero—. ¿Dónde has estado? Ni una noticia en todo este tiempo…
—He estado luchando, madre, tratando de impedir que los rebeldes nos dominen. —Buscó el morral que siempre lo acompañaba—. Traje comida. —Sacó de él una pata de cordero envuelta en trapos y algunas verduras—. También tengo un pedazo de queso de cabra.
—Hoy cenaremos como Dios manda, sabes que es difícil conseguir alimentos. —Palmeó a su hijo en el hombro—. Fuiste muy injusto con tu esposa, y también con tu hermano. Ella es una gran mujer. Podría haberse ido junto a sus padres y, sin embargo, se quedó aquí, esperándote. —Marco frunció el ceño—. Y Bruno ha estado cuidando de esta familia. Incluso herido, luego del bombardeo nos ha procurado comida, mientras tú te has ido a luchar por tus ideales.
—No son mis ideales, madre, es nuestro futuro.
—Tu futuro inmediato es ese niño que está por venir, Marco. —Al hijo no le gustó oír el reproche en boca de su madre, menos aún que resaltara las acciones de Bruno—. Ve y pídele disculpas a tu mujer. Después arreglarás las cosas con tu hermano.
María Carmen se puso de pie, tomó la pata de cordero y fue con ella hasta la encimera. Marco se dirigió hacia la habitación. Halló a Marcia recostada en la cama, de lado, con los ojos cerrados. La miró al detalle. La belleza que lo había deslumbrado solo se conservaba en su rostro ahora redondo; el resto de su cuerpo no lo atraía, la panza le restaba sensualidad. Se acercó tras cerrar la puerta y se sentó al borde.
—Lo siento, Marcia. —La joven se incorporó con dificultad. Tenía la mirada acuosa, triste.
—¿Cómo pudiste dudar de mí?
—Dije que lo siento, fue por celos mi reacción. —Aunque bien sabía él que no eran los celos propios del amor, sino de la vieja competencia con Bruno.
—Tú sabes que te amo, Marco, ¿no te lo he demostrado acaso? —Asintió y recibió la caricia de su esposa en su rostro—. Abrázame.
El hombre obedeció y la estrechó contra su cuerpo. La muchacha buscó su boca y el beso le supo a vacío; Marco estaba tenso, quizás nervioso por el reencuentro y la discusión que habían tenido.
—Me pone feliz que hayas regresado para el nacimiento. —Marcia se acurrucó en su pecho.
—No he vuelto para quedarme. Solo me han dado tres días, se aproxima la guerra con toda su potencia.
—¿Qué dices? —Se separó y observó su bello rostro surcado por las indecisiones.
—Tengo que volver, me necesitan en el frente.
—¡No puedes abandonarme ahora! ¡El bebé está por llegar y estamos en guerra!
—Lo siento, Marcia, mi deber me requiere. —Se desprendió de ella y se dirigió a la puerta—. Traje cordero para la cena.
Al quedar sola Marcia se desplomó sobre la cama y lloró su furia.