Gijón, julio de 1936
Después de la cena en familia Marco y Bruno salieron a la noche. El menor ofreció un cigarrillo a su hermano.
—No fumo —dijo Bruno rechazándolo—. ¿Y tú desde cuándo?
—La guerra cambia a los hombres. —Aspiró el humo y luego lo soltó en volutas—. Lamento haber dudado de ti.
—Si me aceptas un consejo, no deberías irte ahora que el nacimiento está cerca, Marcia te necesita.
—No puedo quedarme, ya se lo dije.
—¿Qué puede ser más importante que tu hijo? —Había reproche y un enojo oculto en el tono de voz.
—El futuro de todos nosotros. —Marco lo miró y Bruno vio la pasión de sus ideales en sus ojos claros—. No podemos permitir que esos fanáticos nos dobleguen, el porvenir de toda España está en juego. ¿Es que acaso no lo entiendes?
—Somos distintos —reflexionó el hermano mayor—, para mí primero está la familia.
—Sé que tú puedes cuidar de ellas. —Se volvió hacia él—. Confío en que nada les pasará mientras tú estés aquí.
Bruno asintió. Quería preguntarle tantas cosas, y sin embargo calló. Él no tenía derecho a inmiscuirse en su vida privada, sospechaba que su hermano tenía otra mujer allá afuera a pesar de las escenas de celos.
—¿A dónde irás? ¿Cómo podemos hacer para comunicarnos contigo?
—Demasiadas preguntas. —Marco sonrió y apagó el cigarro en el suelo—. Queremos recuperar Oviedo e impedir que los nacionales se sigan expandiendo.
Marco le explicó a su hermano que Gijón tenía escasas defensas militares dado que históricamente nunca se había pensado que la ciudad sería atacada por la costa. Por ello solo contaba con tres únicas zonas en todo el litoral gijonés en las que se instalaron fortificaciones llamadas casamatas; la de Campa Torres, que contaba con dos cañones; el cerro de Santa Catalina y el cabo de San Lorenzo.
—Puedes quedarte aquí y defender el puerto —opinó Bruno—, se corre el rumor de que nos atacarán por mar.
—No entiendes…
—Explícame entonces.
—Necesitamos cubrir todos los frentes, y mal que nos pese, estamos dispersos. No así los nacionales que cuentan con una gran parte del ejército español y varios partidos y fuerzas políticas.
Bruno, siempre dedicado al trabajo, no estaba muy al tanto de la magnitud de lo que estaba ocurriendo, el bombardeo a la ciudad lo había puesto en alerta y quería saber. Ver a su hermano tan comprometido con esa causa que él juzgaba distante lo colmó de dudas.
—¿Y con qué fuerzas cuenta la República?
—Voluntarios, un ejército debilitado y nosotros, comunistas y anarquistas, que conformamos las milicias armadas.
Bruno intuyó que había mucho más que su hermano no le decía, prefirió dejar la conversación ahí; sabía que cuando a Marco se le metía algo en la cabeza no había manera de hacerlo cambiar de opinión.
—Vete al puerto, se formará una cooperativa de productores. Diles que eres mi hermano y al menos comida no faltará —informó Marco—. Por otro lado, hay rumores de que empezarán a reclutar hombres.
—¿Reclutar?
—Sí, de modo que ándate con cuidado, porque eres candidato a integrar las fuerzas.
—¿Y qué pasará con ellas? —señaló hacia la casa.
—Que Dios las ampare. —Marco se puso de pie y se dirigió hacia el interior—. Me iré temprano.
En la habitación Marcia lo aguardaba despierta, ansiosa por esa primera noche con su marido. Quería conversar con él, elegir el nombre del bebé y recibir algo de cariño. Nada de eso ocurrió. Su esposo apenas le dirigió unas palabras informándole que se iría al alba. Marcia intentó un beso que él aceptó con desgano antes de girar para dormir, ajeno a los sollozos de la muchacha.
Por la mañana Marco ya no estaba, en su lugar habían quedado los víveres que había traído para la familia. Bruno tampoco estaba, había ido al puerto donde la actividad era escasa. De las conserveras solo un tercio estaba activa, porque apenas había pescado dada la poca actividad de los barcos de altura. Marcia se levantó con ojeras, señal de una noche de insomnio.
—Mi niña —dijo María Carmen—, ¿qué ocurre? Mira qué cara traes…
—No he dormido bien. No me acostumbro a los disparos y bombardeos —se excusó.
El cuartel de Simancas estaba cercado por las fuerzas leales y por milicianos, la aviación republicana sobrevolaba y bombardeaba la zona.
—A mí no me engañas. Ven, siéntate. —Estiró la mano por encima de la mesa—. Sé lo que te ocurre, debes tener paciencia con Marco.
—Marco no me quiere.
—¿Cómo dices eso? Marco es especial…
—Por eso me enamoré de él. —Sonrió con pena—. Pero él no me quiere y debo aceptarlo. —El silencio de su suegra le confirmó que tenía razón—. Se casó conmigo para cumplir con su deber, yo sé que nunca me quiso.
—No digas…
—Es la verdad, María Carmen, no nos engañemos más. —Elevó los ojos donde ya no había lágrimas, las había llorado toda la víspera—. Es tiempo de que deje de suplicar por él y me ponga a pensar en cómo saldremos adelante. —Se llevó las manos al vientre.
—Estamos aquí para ayudarte, somos una familia.
—Lo sé, usted y Bruno siempre se han portado bien conmigo, aunque a él no le caiga en gracia.
—¡Ay, mis hijos!
Bruno ingresó en ese momento, traía cara de malas noticias.
—¿Qué ocurre? —quiso saber la madre.
—No he conseguido nada —anunció, omitiendo el resto de la información. ¿Para qué preocuparlas?
En ese instante se oyeron las sirenas que llamaban a los refugios y, pocos minutos después, un fuerte estruendo proveniente del puerto hizo a las mujeres saltar de sus asientos.
—Eso fue cerca —dijo María Carmen asomándose a la ventana.
Llamas y columnas de humo iluminaban el cielo. El crucero Almirante Cervera, proveniente de la base naval de Ferrol, había cumplido la amenaza del coronel Aranda y atacado la ciudad.
Esa misma tarde el Ministerio de Marina anunció por radio que el crucero Almirante Cervera se había sublevado contra la República, declarándolo barco pirata. El saldo de ese ataque fueron una treintena de víctimas. La guerra estaba en pleno apogeo.
—Debo ir a la ciudad, quiero ver si mi familia está bien —dijo Marcia para sorpresa de todos.
—Tú no te moverás de esta casa. —Las palabras de Bruno la sublevaron.
—¡Y tú no eres quien para decirme qué debo hacer! —Por primera vez Marcia elevaba la voz delante de María Carmen.
—¡Calma! Por el amor de Dios —intervino la mujer—. Bruno tiene razón, no puedes salir en tu estado y con la guerra en medio de nosotros.
—¡Tengo que saber!
—Es una locura…
—Iré yo —decidió Bruno—. Iré a tu casa y traeré noticias de tu familia.
—Pero…
—Escucha, Marcia —Bruno estaba frente a ella mirándola con seriedad—, tienes que cuidar al bebé ahora. La ciudad se ha tornado peligrosa, hay enfrentamientos en cada esquina, espías y soldados.
—¿Espías?
—Sí, cualquiera es sospechoso de pertenecer al otro bando. Te prometo que traeré noticias de tu familia, ellos deben estar preocupados por ti también.
Marcia bajó la cabeza y Bruno no pudo reprimir el impulso de tomarle la barbilla para que lo mirara.
—Confía en mí.
Ella asintió.
—Ten cuidado —dijo la madre cuando él salió a cumplir con su promesa.
Volver al centro le llevó varios minutos a Bruno, todo era confusión. Milicias armadas, soldados y pobladores que se miraban con desconfianza.
Cuando arribó a la casa de Aitor Exilart fue recibido por Gaia, quien ni bien lo vio ante su puerta sintió que las piernas le flaqueaban y que sus mejillas se teñían de rojo.
—¿Marcia está bien? —fue lo primero que le vino a la mente—. Lo siento, buenas tardes, pase, no se quede ahí.
—Su hermana está bien, muy preocupada por ustedes.
—Y nosotros por ella… —Avanzó hacia el comedor y él la siguió—. ¿Quiere algo de beber?
—No, gracias.
—No entendemos por qué no vuelve a la casa; por lo que sabemos, su marido se ha unido a la milicia.
—Así es, y su hermana es muy testaruda y cumple a rajatabla su rol de esposa. —Gaia pensó que ella también lo haría si pudiera estar cerca de Bruno Noriega—. Aunque dados los bombardeos a la ciudad quizás esté mejor en nuestra casa de las afueras —reconoció.
—Ya no se está a salvo en ninguna parte.
—Quisiera ver a su madre, se lo prometí a Marcia.
—Mis padres salieron hace un momento. Fueron a la fábrica. —Bruno hizo un gesto de sorpresa—. Como sabrá, gran parte de la industria ha quedado bajo el control obrero, así que allí están los dos negociando con ellos todo el tiempo… Parece que les han encargado la fabricación de camiones blindados y proyectiles.
—No lo sabía.
—La situación es compleja para todos.
—Si pudieran visitar a Marcia —pidió—, ella está muy ansiosa.
—Gracias, Bruno, es usted un gran hombre. —No supo de dónde sacó el valor para decir algo semejante.
Cuando Noriega volvió a su casa se encontró con la madre de Marcia. La mujer se había hecho conducir por uno de los leales a su esposo; extrañaba a su hija. Le había llevado unas ropitas para el bebé.
Desde el umbral vio a las tres mujeres soñando con el nuevo integrante de la familia y no pudo evitar la sonrisa.