Puente Castro, antes del alzamiento, 1936
Hacía tres años que Blanca vivía un amor clandestino con su primo Fermín. Lo ocultaban porque no querían el ojo vigilante de la familia encima, ni tampoco presiones para contraer matrimonio. Así estaban felices. Contaban con la connivencia de Pedro Galcerán y de la hermana menor de Fermín, quien había olvidado sus amores tempranos con su primo y estaba de novia con el hijo del dueño de una marmolería.
Aunque salían en grupo, las parejas siempre encontraban la manera de escaparse a solas, tenían sitios donde encontrar intimidad y que compartían por turnos.
Hasta que la política se metió en sus vidas y se mezcló todo. Cuando el Frente Popular ganó las elecciones por sobre la derecha, estas no perdieron ocasión para sembrar malestar en España. Los vencidos no contaban con poder moral, sí económico, y así comenzó una ola sangrienta de atentados, huelgas y asesinatos políticos a manos de falangistas. Además había una conjura antirrepublicana de la mano de anarquistas y de la izquierda más radical.
En la familia Muño también había divisiones: los dos hermanos mayores de Blanca simpatizaban con las ideas de la falange, también el padre de Fermín.
Los días previos a la sublevación militar en las dos viviendas linderas se vivió una guerra sin par. Discusiones, gritos, amenazas, llegaron al extremo de que el padre de Blanca echara a sus hijos de la casa. La madre, envuelta en llanto, no pudo evitar la decisión y vio partir a ambos, cargando sus morrales y un profundo odio en la mirada.
En lo de Fermín fue el padre quien lo echó, sin escuchar los ruegos de su esposa, que carecía de ideas propias y a quien lo único que le importaba era el bienestar de sus hijos.
Fermín se trasladó a la casa donde Pedro habitaba junto a su madre viuda, en las afueras.
Se acabaron las reuniones, las canciones y las verbenas. El padre de Blanca se resignó a no conversar con su hermana, que vivía verja por medio, y a perder la amistad con su cuñado, a quien apreciaba.
Fermín, junto con Pedro y otros republicanos inflamados por la presencia de los mineros asturianos, se reunieron en patrullas armadas y empezaron a saquear y chantajear a los vecinos derechistas. También formaron barricadas porque se preveía que las tropas sublevadas iban a llegar.
Los milicianos obreros fallaron en su intento de reconquistar León y se instaló una calma relativa en base al temor. Las fuerzas ultraderechistas fueron ganando adeptos, a las que se sumaron los hermanos mayores de Blanca, el novio de su prima y su tío.
Puente Castro distaba apenas tres kilómetros de la ciudad de León y pronto comenzaron a verse falangistas y requetés procedentes de Valladolid; incluso desfilaban por las calles de León algunas “Margaritas” —militantes femeninas Carlistas—, cumpliendo funciones de enfermeras.
Pese a que continuaban las algaradas bélicas en los alrededores, la situación militar estaba controlada. El comercio y los establecimientos públicos volvían a abrir.
Blanca y su familia tenían miedo, en especial porque su tío y sus hermanos sabían de su apoyo a la República, temían la represalia.
A Fermín casi no lo veía, se habían acabado las salidas, el único que se aventuraba más allá de la casa era su padre, quien salía a buscar alimento y trataba de pasar desapercibido.
Los falangistas declarados antes del golpe que ejecutaban las fuerzas militares en la ciudad eran pocos, y muchos de ellos pertenecían a puestos de escalafón bajo, como bedeles, mozos, recepcionistas y aprendices. Sin embargo, tras el día veinte, el número de camisas azules fue en aumento.
—Estamos dominados por esos brutos que solo saben decir “viva la muerte” —se quejó el padre de Blanca durante la cena, recibiendo una mirada de angustia y temor por parte de su esposa.
Estaban durmiendo cuando Blanca sintió el ruido. Primero fue un golpe a la puerta, luego otro más fuerte y después el estallido.
Sin pensarlo se levantó de un salto y se acercó a la ventana. Su dormitorio estaba en la planta alta y pudo ver que afuera había un grupo de hombres armados que enseguida identificó: falangistas.
Escuchó gritos en la planta baja, el llanto de su madre y luego los insultos de su padre. Un disparo de fusil quebró el aire y un cuerpo se desplomó en el suelo.
Blanca se llevó las manos a la boca para impedir el grito. Enseguida escuchó los alaridos de su madre y supo lo que había pasado. Más voces airadas, un nuevo golpe y el miedo corriéndole por la espalda.
Sin pensar tomó apenas unas pertenencias y se asomó por la ventana: no había nadie, todos estaban dentro de la casa, revolviendo el lugar. Se descolgó como solía hacerlo cuando escapaba para verse con Fermín y corrió amparándose en las sombras.
Sabía a dónde ir, anticipaba la desgracia que se cernía sobre ellos. No miró hacia atrás, no vio a su tío dando instrucciones hacia su casa, tampoco a su tía llorando al ver a su hermano muerto y a su cuñada salir a los empujones, ni a su prima dividida entre lealtades al observar que su novio formaba parte de la partida falangista.
Esa noche del viernes 24 de julio, León y su Alfoz se vio sacudida por grupos de falangistas, apoyados por las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS) y otro tipo de derechistas como las Carlistas, que ingresaron en los pueblos con fusiles y registraron las casas llevándose a la gente, en represalia por los abusos cometidos por los frentepopulistas. Así, se llevaron a cualquiera que resultara sospechoso y a los que habían sido denunciados por algún vecino derechista.
La represión fue feroz. De un día para el otro las milicias de las JONS crecieron inopinadamente y gente que había estado completamente disimulada hasta el 20 de julio empezó a portar fusil.
Los directores de JONS admitieron sin escrúpulo a cualquiera que quisiera unirse; muchos llevaron sus odios personales para vengarse impunemente. Las fuerzas falangistas se llenaron de indeseables y en algunos casos de verdaderos delincuentes.
Blanca corrió lo más veloz que pudo y llegó hasta la casa de Pedro. Allí estaban durmiendo, al estar más alejados, todavía no habían recibido la funesta visita.
Fermín la recibió en sus brazos y consoló su llanto ante la muerte de su padre y la incertidumbre sobre el destino de su madre. Sintió la furia crecer en su interior al imaginar que habría sido su propio padre quien los había llevado hacia esa casa.
A borbotones Blanca contó lo que había vivido y los tres supieron que debían huir. Ellos también sabían de los “paseos” y los cadáveres que estaban apareciendo en las orillas de las carreteras.
—La gente está desesperada —dijo Pedro—, hay muchos que ante el miedo pasaron de ser fervientes republicanos a nacionales-catolicistas.
—La condición humana es ante todo conseguir la supervivencia a cualquier precio —respondió Fermín sin dejar de abrazar a Blanca, que no cesaba de gemir y llorar.
—Tenemos que irnos —interrumpió Pedro—, los hermanos de Blanca saben que vives aquí y no tardarán en deducir que ella vino para esta casa. Hay que huir.
Blanca estaba aturdida y quedó de pie en medio del salón mientras Fermín y Pedro recogían lo necesario para subsistir un tiempo.
Cuando abrieron la puerta para salir se encontraron de frente con una patrulla falangista.