Gijón, 2 de agosto de 1936
Los dolores empezaron de madrugada y sacaron a María Carmen de la cama. Marcia se retorcía en el lecho sin saber qué hacer.
—Calma, respira hondo —dijo la suegra.
—Estoy mojada —balbuceó la joven entre contracciones—. Todavía no debe nacer… —Faltaba para la fecha prevista aún.
—¡Bruno!
En pocos minutos su hijo se asomó a la puerta; había escuchado los gritos de Marcia y se había vestido.
—Ve a buscar a la comadrona.
Todos conocían a la anciana que había ayudado a nacer a varios niños en la zona. Bruno partió en su búsqueda. La sirena sonó llamando al refugio y el hombre pensó que era mal día para nacer. Los aviones plateados de los nacionales surcaban el amanecer rumbo al centro. Enseguida se sintieron las bombas, por aire y por mar. Luego se sabría que una explosión había afectado a la estación de Langreo.
En la casa, Marcia sudaba y gemía sintiendo que su cuerpo se abría en dos. La matrona tardó en llegar. No podía seguir los pasos largos de Bruno y este tuvo que esperarla.
Cuando ingresó al cuarto donde la parturienta padecía, María Carmen le informó del estado avanzado de parto.
—Ya casi tiene la cabecita fuera —dijo la abuela, emocionada.
—Traigan trapos y una olla con agua tibia.
María Carmen dio la orden a Bruno. Marcia estaba aferrada a su mano. El hombre se sentía extraño. Estaba de más en esa situación propia de las mujeres, pero no tuvo más opción que obedecer.
Con el recipiente caliente entre sus brazos debió entrar al cuarto. No quería ver a Marcia en ese estado, se sentía un invasor; también todo ello le causaba curiosidad.
La mujer estaba en la cama, bañada en sudor. Llevaba un camisón blanco que la matrona le había levantado por encima de la cintura. Bruno desvió la vista, depositó la olla y salió.
Una vez fuera se preguntó si debía avisar a su familia, aunque con el reciente bombardeo prefirió quedarse. Además, podrían necesitarlo.
Se sentó en la cocina, a esperar. Por debajo de la puerta cerrada se colaban los gritos de Marcia hasta que un llanto agudo, penetrante, se le sumó.
Bruno se puso de pie y se acercó. Apoyó el oído y distinguió las voces:
—Ya está, ya pasó. —La voz de su madre se oía emocionada y él mismo tuvo que contener las lágrimas.
La puerta se abrió y salió la comadrona cargando ropa ensangrentada, la olla y demás menesteres que se habían usado en el parto.
—Felicidades —le dijo—, su hija acaba de nacer.
Bruno quiso explicarle que él no era el padre, mas la mujer continuó su camino para llevar las prendas afuera.
Su madre se asomó. Estaba radiante, parecía haber rejuvenecido. Cargaba entre sus brazos un bulto hecho de trapos. Se acercó a él y le enseñó el bebé:
—Mira, así estabas tú cuando llegaste. Es una niña. —Apartó la mantilla y Bruno pudo ver el rostro pequeño y morado de esa criatura que arribaba al mundo en medio de un bombardeo.
—Es… muy pequeña.
—Así son los bebés —rio su madre.
—¿Y Marcia? ¿Ella está bien?
—Sí, aunque está cansada, y dolorida. Es una mujer fuerte. —Se asomó a la habitación, la muchacha dormitaba.
La partera volvió y se encerró en el cuarto con las mujeres. Ayudaría a la primeriza a darle de mamar a la recién nacida. Cerca del mediodía la situación en la casa se normalizó; no así en la ciudad, donde continuaban los estragos de las bombas.
—Deberás ponerle un nombre —dijo María Carmen.
—Quería elegirlo con Marco…
—No sabemos cuándo volverá, hija, habrá que llamarla de alguna manera.
—María de la Paz. —Los ojos grises miraron embelesados a la pequeña que dormía en sus brazos—. A ver si nos trae un poco de paz a los españoles.
—Es un nombre esperanzador. —La abuela se inclinó sobre la criatura y la besó en la frente.
Al rato madre e hija dormían. Marcia estaba agotada, había perdido mucha sangre. Cuando despertó, lo primero que dijo fue:
—Hay que avisar a Marco. —Su voz sonaba débil—. Y a mi familia.
—No sabemos dónde está Marco. —Fue la respuesta de la suegra—. En cuanto a tu familia, Bruno se ocupará.
—Bruno… ¿ha visto a la niña?
—Sí, ni bien nació.
—¿Y qué ha dicho?
—Que era muy pequeñita —la madre sonrió—. Estos hombres deben creer que los bebés nacen como si fueran niños.
En ese momento el aludido se asomó al cuarto.
—¿Puedo pasar?
—Adelante, hijo.
Marcia se cubrió con las sábanas hasta el cuello.
—Iré a avisar a tu familia. —Omitió contarles que también iría a ver si conseguía algo del estraperlo. Venían alimentándose mal, el racionamiento era severo y ya escaseaban muchos artículos. Había que hacer largas colas para obtener los productos asignados en la cartilla; hacía rato que no comían carne.
—Gracias, Bruno —murmuró Marcia.
En la ciudad todo era caos. Hombres y mujeres salían de sus refugios y miraban el cielo con pavura, temiendo que en cualquier momento otro avión nacional lanzara sus bombas. Heridos eran socorridos por voluntarios y Damas Enfermeras que no daban abasto.
Bruno se abrió paso entre ellos y se dirigió hacia una vivienda donde sabía que funcionaba el mercado negro. No tenía mucho con qué negociar y llevó un cuchillo con mango de plata que le había regalado su padre años atrás. Le dolía desprenderse de él, pero había que comer. En especial Marcia, que debía alimentar a la niña.
Con la guerra, el comercio marítimo y la entrada de víveres se había interrumpido, entre los productos más escasos estaba la carne, controlada por los servicios de guerra.
El mercado ilegal crecía, así como las falsificaciones y fraudes en las cartillas de racionamiento.
Cuando lo hicieron ingresar negoció un trozo de cordero y unas bolsas de harina, con eso podrían hacer pan.
Salió con su carga y se dirigió a la casa de Exilart. Allí lo recibió el mismo Aitor. Se asombró al verlo; ya no era el hombre fuerte que imponía respeto con su sola presencia, parecía un anciano.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó luego de saludarlo con frialdad.
—Marcia ha dado a luz. —Los ojos grises, iguales a los de su hija aunque con un fondo de dureza, parpadearon. Bruno advirtió el impacto que la noticia le causó.
—Pase, no se quede en la puerta. —Lo condujo hacia el comedor, donde estaban su mujer y su hija Gaia—. El señor Noriega trae una noticia.
Ambas damas se pusieron de pie y lo interrogaron con la mirada.
—Es una niña —dijo Bruno. Estaba incómodo, esa gente era muy distinta a él. Además no le caían en gracia; se habían alejado de Marcia, a quien rara vez las mujeres visitaban.
—¡Oh! —exclamó la madre—. ¿Mi hija está bien?
—Sí, ambas están bien.
—Vamos a verla. —La madre se aprestó para salir y Gaia la siguió—. ¿Vienes? —preguntó a su marido.
Aitor vaciló, fue solo un instante.
—Vayan ustedes, no es conveniente que reciba demasiada gente —se excusó ante la mirada de reproche de su esposa—. Dile al cochero que los lleve.
Partieron los tres, las damas trataban de evitar el horror que invadía las calles, era imposible. Por doquier había heridos, sollozos, lamentos y miedo.
Bruno iba en silencio, no sabía de qué hablar con ellas. Gaia también se sentía turbada por distintos motivos.
Al pasar por el hospital de la Caridad un cartel captó la atención de la más joven: “Hacen falta enfermeras”. Pensó que podía ayudar, darle un sentido a esa vida vacía que llevaba encerrada entre las paredes de su casa. Tomó la decisión de ofrecerse, aun cuando no tenía conocimientos de enfermería, si hasta se descomponía al ver sangre.
María Carmen recibió con sorpresa y alegría a las visitas.
—Pasen, son bienvenidas. —Se besaron en las mejillas—. Disculpen que no tenga nada para ofrecerles… A no ser que Bruno haya conseguido algo…
—No, si no venimos a comer… Solo queremos verlas —explicó la madre, ansiosa por conocer a su nieta y verificar que su hija estuviera bien. Sentía culpa de no haberla acompañado en ese momento tan importante, esa culpa que no le permitía ser enteramente feliz. Estaba dividida entre dos amores: su esposo y su hija. Si bien esta había elegido mal, tenía que respetar su decisión de permanecer en casa de su marido.
—Vengan, Marcia se pondrá feliz.
Las recién llegadas siguieron a María Carmen e ingresaron en la habitación. Ambas fingieron no darse cuenta de la precariedad en que vivía la familia; lo importante era la bebé.
Marcia, que había escuchado las voces, se había sentado en la cama. Al ver a su madre y a su hermana sonrió y estiró los brazos.
—Las dejo, así hablan tranquilas —anunció María Carmen.
Al quedar solas las visitas se aproximaron a la cuna donde la pequeña dormía.
—Es hermosa —murmuró Gaia—. Tiene tu misma nariz.
La abuela empezó a lagrimear en silencio, incapaz de formular palabra.
—Tu padre envía saludos —dijo una vez repuesta—. Vendrá la próxima vez —mintió.
—Hemos traído unas ropitas. —Gaia sacó un paquete y lo posó en las manos de su hermana—. Las hice yo, con ayuda claro está.
Marcia abrió el envoltorio; eran unas batitas bordadas a mano y una mantilla.
—Gracias, son bellísimas.
—Marcia, ¿por qué no vuelves a casa? Tu marido se ha ido, no tiene sentido que permanezcas aquí.
—Madre, este es mi lugar; Marco regresará, vendrá a conocer a su hija. —Quería creerlo.
—Puede ir a conocerla a nuestro hogar —insistió la madre—. Allí estarán mejor, mira este sitio…— Paseó los ojos por las paredes despintadas, los muebles de madera virgen, hasta la cuna era rústica, aunque se veía nueva—. Podrías usar tu cuna, ¿la recuerdas? Está intacta.
—Esta cuna la hizo Bruno especialmente para mi niña —explicó—. Y está hecha con cariño.
Recordó el día en que su cuñado la había llamado al taller para enseñarle algo. Parecía un niño grande, estaba ilusionado con su creación, era la primera que hacía con tanto esmero. Había torneado los barrotes uno a uno, dándoles forma pensando en ese bebé que llegaría a la familia. A Marcia le hubiera gustado que fuese Marco quien la hubiera hecho.
—Hija, entiendo que esta gente te aprecia, ¿cómo no hacerlo si eres un sol de persona? No obstante debes pensar en tu hija.
—Y es lo que hago, por eso esperaremos aquí a su padre.
—¿Cómo se llama? —preguntó Gaia intentando cambiar de tema.
—María de la Paz.
—Es un bello nombre —dijo la madre con una sonrisa.
Al anochecer, luego de ver a la niña despierta y tomar la teta, madre e hija volvieron a su casa. Bruno, caballero, se ofreció a acompañarlas.
Durante el trayecto el hombre se mostró un poco más locuaz ante el elogio de Gaia respecto de la cuna. La madre, en cambio, iba callada, pensando en su propia infancia, llena de pobreza y carencias.