Gijón, 1912, Semana Grande
Agosto se presentaba con un sol rabioso y variadas tormentas eléctricas que alternaban con los días de playa. La principal atracción de esa Semana Grande giraba en torno a los toros de la feria de Begoña. Organizada por la sociedad La Chistera, en la Plaza de Toros se daban cita las niñas más bonitas de Gijón, los comerciantes, la burguesía alta, baja y moderada, y también los carteristas. No faltaban los muchachos de cara pecosa debajo de una raída boina que se llevaban a la boca las colillas recogidas del suelo. Todos querían ver el espectáculo que darían los toreros que venían del otro extremo de España, algunos incluso desde México.
Como si fueran una familia, Aitor había concurrido junto con Purita y Gaia, por más que la muchacha había insistido en que no era espectáculo para la niña.
—Purita, la corrida de toros es nuestro deporte nacional —explicó Aitor—; fíjate que está repleto de chiquillas por aquí.
—Mira, Purita —dijo la niña—, ¿cuándo podré usar una mantilla como aquella? —Sus ojos adoraban una hermosa mantilla española que llevaba una jovencita que caminaba por el paseo de la Begoña; más tarde irían a la plaza de toros que quedaba algo alejada.
—Todavía te quedan algunos años por delante —dijo Aitor—, aún eres pequeña.
Hacía tanto calor que se hicieron llevar por un carro. En la plaza de toros el ambiente era excitante, los gritos y silbidos arengaban tanto a hombres como a animales.
—Hoy están Machaquito, Antonio Boto, Minuto y Luis Freg —explicó Aitor leyendo el folleto que había llegado a sus manos.
—¿Son los toros, padre?
—No, esos son los toreros.
Antes de comenzar el ruedo los toreros galanteaban a las niñas de Gijón y peloteaban a la presidencia con versos baratos y efectivos, como el que Minuto dedicó ese 18 de agosto:
Brindo a la presidencia, a la afición,
a las niñas bonitas de Gijón
y por todo el concurso soberano.
Si la suerte esta tarde me acompaña
¡ya veréis con qué arte y qué maña
estoquea este ex niño sevillano!
Las risas de las muchachas se hacían oír con falso pudor y los hombres aprovechaban para sumarse a los piropos.
Después del paseíllo, todos los implicados en la corrida entraron al ruedo y se presentaron al presidente y al público. Dos alguacilillos a caballo miraron a la presidencia e hicieron un gesto.
—¿Qué hacen, padre? —quiso saber Gaia, para quien todo era novedoso.
—Piden la llave para que se abra la puerta por donde entrarán los toros.
En ese instante el primer toro hizo su aparición y el espectáculo dio comienzo.
—Son tres partes llamadas tercios —explicó al padre— y la separación de cada uno se señala con un toque de clarines.
Tanto la niña como Purita estaban asombradas, todo era nuevo para ellas. Purita no sabía si acabaría acostumbrándose a ese espectáculo que consideraba brutal y sangriento, nunca había presenciado una corrida, en la Argentina no existía eso.
—Ahora dará comienzo el primer tercio —continuó Aitor—, mira qué bella capa.
La niña posó sus ojos en la delicada tela rosada por un lado y amarilla por el otro.
—Fíjate que van a ingresar los picadores. —En ese instante dos picadores a caballo hicieron su aparición armados con un tipo de lanza.
Gaia estaba obnubilada, apenas parpadeaba. Purita sudaba entre el calor y los sentimientos encontrados que la corrida le generaba.
En el segundo tercio aparecieron los banderilleros, que debían clavar un par de banderillas en el morrillo del toro. Purita cerró los ojos, no soportaba ver sufrir al animal. No pudo aguantar el tercer tercio, cuando el torero debía matar al toro. Sin pensar en lo que hacía se puso de pie, mareada, y quiso salir. Era tanto el bochorno y el gentío excitado que terminó en el suelo, desmayada.
Fue todo tan rápido que cuando Aitor quiso reaccionar la mujer ya estaba en el piso. La tomó en sus brazos y la sacó de allí seguido por Gaia, que solo atinaba a darle aire con un abanico que alguien le había puesto en las manos.
Se alejó del gentío buscando un sitio con sombra donde Purita pudiera volver en sí; era evidente que el calor y la impresión le habían jugado una mala pasada. Halló un lugar apropiado debajo de unos árboles, donde se sentó sobre un colchón de hojas y pastos, con la mujer desfalleciente en su regazo. Gaia estaba preocupada; no quería que Purita también enfermara y muriera, como había ocurrido con su madre.
—¿Se pondrá bien?
—Claro que sí, solo es el calor —respondió el padre mientras intentaba despertar a la joven con pequeños golpecitos en sus mejillas.
Purita abrió los ojos, todavía tenía el pecho ahogado y una extraña sensación de liviandad, como si todo el cuerpo le pesara. Paseó su mirada alrededor y descubrió las piernas de Gaia; elevó la vista y se dio cuenta de que estaba en el suelo. Hasta ese momento no había advertido que se hallaba sentada sobre las piernas de Aitor y que este la sostenía por la espalda. Floja como estaba no pudo ni siquiera tensar su cuerpo para ponerse de pie.
—Tranquila —dijo él al advertir su incomodidad—, sufriste un desmayo. Gaia, dale aire por favor.
La niña obedeció y blandió el abanico frente a su rostro. Purita aspiró y fue recuperándose, los movimientos de a poco volvían a ser suyos.
—Lo siento —murmuró—, les arruiné el espectáculo. —Hizo ademán para levantarse, sentir el pecho de Aitor, tan ancho y firme detrás de su espalda la ponía muy nerviosa. El calor la abrasaba por dentro y por fuera.
—A mí no me gustaba —aclaró la niña—, no me gustó ver sangre en esos pobres animales.
—Entonces, nunca más corridas de toros para ustedes —declaró Exilart ayudando a Purita a incorporarse. Una vez de pie la tomó por la cintura, su mano en lo más bajo de su espalda quemó la piel de la muchacha—. Vamos a tomar algo.
Buscaron un coche que los acercara al centro de la ciudad y durante el trayecto el cochero preguntó:
—¿Han matado algún caballo esos toros? —Era lo que esperaban algunos en las corridas.
—No pudimos quedarnos hasta el final —respondió Aitor deseando cambiar de tema dado que las damas que los acompañaban eran demasiado sensibles para tanta brutalidad.
—Pues menuda suerte ha tenido el sirviente de los Gálvez —se refería a una familia rica de la zona—. Llevó un par de caballos a lavar al río Piles y pasó por un mal sitio; un toro lanzó una coz al aire y lo mató.
—¡Qué horror! —dijo Purita sintiendo que todo aquello la afectaba—. Por favor, no hablemos de muerte —pidió.
—¿Quieres volver a la casa o te apetece un paseo por los Campinos de Begoña? —preguntó Aitor a Purita—. Allí podremos beber algo fresco.
—¡Vamos a los columpios, padre! —pidió Gaia, y Purita, que aún no se sentía del todo recuperada, dio su asentimiento.
En los Campinos de Begoña se habían instalado columpios y casetas para practicar tiro al pichón. Había también pequeños puestos de bebidas y comidas; con el calor todos se volcaban al líquido.
Cuando descendieron del coche Purita se sentía mejor y la limonada terminó de recomponerla.
Gaia, luego de beber, se alejó en dirección a los juegos.
—¿Estás mejor?
—Sí, gracias, Aitor, lamento haber sido una molestia y que me haya tenido que cargar para sacarme de la plaza de toros.
—Fue un placer, Purita. —Lo dijo con una extraña entonación y ella no se animó a decir más.
Cuando la pequeña volvió, sudada, con las mejillas rojas y feliz, emprendieron la vuelta.
—Padre, ¿cuándo podremos ir a la playa los tres juntos? Como una familia.
La frase los conmovió a ambos. A ojos de cualquiera parecían una familia normal y, sin embargo… no eran más que socios. Quizás alguna vez pudieran ser amigos.
—Veremos, tal vez el otro domingo, hija.
Se despidieron en la puerta de la casa de Purita.
—¿Estarás bien? —preguntó Aitor.
—Sí, vaya tranquilo.
—Me gustaría que vivieras con nosotros —pidió Gaia tomándola súbitamente de la mano.
—Vamos, Gaia —sermoneó el padre—. Purita tiene su propia casa, y su vida.
La niña hubiera querido contestarle tantas cosas, pero calló, no quería ofender a su padre.
Al cerrar la puerta, Purita se apoyó contra la pared. Había vivido muchas emociones ese día, desde el sangriento toreo hasta terminar en brazos de Aitor Exilart luego de su desmayo. De todo, eso era lo que más la desvelaba. Y tanto fue así que esa noche no pudo conciliar el sueño.
Al día siguiente, Aitor fue interceptado por Leandra, la maestra de Gaia, porque esta tenía malas notas en sus ejercicios.
—Señor Exilart, Gaia ha bajado muchísimo su rendimiento en los últimos meses. Creo que esa chiquilla necesita una madre, o al menos alguien que se ocupe de ella. —A Exilart no le gustó para nada que una empleada se inmiscuyera en su vida familiar.
Al llegar a la fábrica lo hizo de mal humor y contestó de malas formas a Purita, que le llevaba las cuentas para firmar. Ella tampoco estaba en sus mejores días y no se quedó atrás:
—Si tuvo una noche torcida no se la tome conmigo —dijo levantando la voz; después salió dando un portazo.
Aitor estaba nervioso, hacía días que algo lo atormentaba y no sabía qué hacer. Por primera vez en su existencia dudaba. Purita tenía razón, ella no tenía la culpa de sus conflictos internos. Además, solo había una manera de despejar el panorama.
Abrió la puerta del despacho que comunicaba ambas oficinas y la sorprendió en su escritorio. Ella dio un salto y no llegó a quitarse los anteojos. El gesto de sorpresa de la muchacha borró el enojo de Aitor, generándole una sonrisa.
—¿No le enseñaron a golpear antes de entrar? —dijo furiosa.
—¿Desde cuándo usas gafas? —Se acercó y la observó, estaba roja de ira—. Vamos, Purita, si eres hermosa igual.
Al oír sus palabras ella sintió que el calor la sofocaba por dentro.
—¿De veras lo cree?
—Claro que sí, y esos anteojos solo aumentan tu atractivo. —Rodeó el escritorio y se situó a su lado—. Escucha, perdona si te contesté mal. Tú eres quien menos merece mi malhumor.
—¿Ocurre algo? —Ante su pedido de disculpas ella depuso su actitud hostil—. ¿Puedo ayudar?
—Sí, cena conmigo hoy.
—De acuerdo, iré a las ocho.
—No, quiero que cenemos fuera, solos tú y yo. Pasaré por ti. —Aitor Exilart se había propuesto saber qué pasaba por la cabeza de Purita antes de cometer una locura.
Cuando él salió la muchacha se desplomó contra el respaldo de la silla. Quería que las horas se esfumaran para acudir a esa cena.
Una vez en su casa, nerviosa, se preparó para esa noche. Eligió un vestido color lavanda de talle alto y falda amplia, adornado con cintas cruzando la espalda. Tuvo la tentación de usar un sombrero que tenía un lazo al tono, mas desistió a último momento. Se colocó agua de colonia detrás de las orejas y un poco de carmín en los labios. Sonrió frente al espejo, se veía bella.
Cuando Aitor llegó tuvo que disimular el impacto que le ocasionó verlo. Se había vestido con esmero y también se había perfumado. Era algo parecido a una cita y Purita se sintió nerviosa.
—¿Vamos? —dijo él ofreciendo su brazo, que ella tomó—. Hay una verbena en la playa, si te apetece podemos cenar allí, en alguno de los restaurantes.
Ella asintió en silencio. De repente no sabía qué decir. Avanzaron hasta llegar a la costa que presentaba una gran novedad: la iluminación con focos eléctricos.
—¡Qué bello que es!
—Sabía que te gustaría —respondió Aitor—. Ven, busquemos una mesa allí —señaló uno de los restaurantes—, más tarde habrá sorpresas.
Mientras aguardaban la comida, Aitor pidió un vino que enseguida subió a la cabeza de Purita, quien perdió la mudez que la había acompañado hasta ese momento.
—Esta vista es preciosa —declaró dirigiendo sus ojos hacia el mar donde se bañaba la luna.
—Así es. —Pero él no miraba el mar sino que la miraba a ella.
Durante la comida conversaron de trivialidades y pidieron otra botella. A las once algo en la playa atrajo la atención de la concurrencia y dejaron la mesa para acercarse a ver de qué se trataba. Aitor la tomó de la mano y bajaron a la arena. Purita se quitó los zapatos y rio al sentir la humedad entre sus dedos.
De repente unas explosiones iluminaron el cielo, eran las bombas de traca del pirotécnico gijonés José Rubiera. Como hechizados, cientos de ojos se elevaron al firmamento y lanzaron promesas al aire.
Aitor se había situado detrás de Purita, cubriendo su espalda de la brisa marina. Como si fuera lo más natural la envolvió con sus brazos y la atrajo hacia sí. Ella, sorprendida y a la vez emocionada, se dejó abrazar. El calor de ese pecho que se pegaba a su espalda la quemaba, sintió que las piernas se le derretían; cerró los ojos y acarició las manos masculinas que se cerraban sobre su cintura. Fue la señal que esperaba Aitor para apretar aún más el abrazo.
Cuando el cielo se volvió oscuro de nuevo y la multitud se disipó, ellos quedaron de pie en la orilla, sin querer despegarse ni moverse, temerosos de romper ese idilio. Fue Aitor quien se separó, apenas, para girarla y tomar su rostro con las manos. Le elevó la cara y la besó en la boca. Ella abrió la suya porque se ahogaba. Había soñado tanto con ese momento que temía largarse a llorar. La lengua de Aitor le dijo que era suya, buceó en ella como jamás lo había hecho Leopoldo y le arrancó gemidos que ni ella misma sabía que tenía.
Las manos del hombre la reclamaron con urgencia, la apretó acercándola a su centro. Ella notó su agitación y ahondó el beso y el abrazo, parecían dos adolescentes en su primera vez. Alguien que pasaba cerca silbando una canción los trajo de vuelta, a lo lejos se oía la música de la verbena que estaba en su apogeo. Aitor la miró y sonrió con esa sonrisa que tan pocas veces alumbraba su rostro; una sonrisa entre tímida y pícara.
—Vamos, estamos dando un espectáculo aquí. —La tomó de la mano y marcharon entre el gentío que bailaba.
Purita iba callada, inquieta, ¿qué ocurriría ahora? Aitor la llevaba por la calle, silencioso también. Al llegar a casa de ella se miraron en el umbral. Ninguno quería despedirse.
—Me gustaría subir contigo —dijo él.
Con dedos temblorosos Purita tomó la llave y abrió. Ingresaron en la penumbra del pasillo y él la detuvo:
—Sé que esto puede parecer precipitado, Purita, quisiera quedarme un rato a tu lado.
Ella asintió, incapaz de emitir palabra.
Al llegar al comedor se quedó allí, en medio de la sala, sin saber qué hacer. Fue Aitor quien tomó la iniciativa y la llevó hasta el sillón. Se sentaron. El reflejo de la luna apenas iluminaba la estancia; mejor así. Exilart le quitó un mechón rebelde de la mejilla y sus dedos le acariciaron el cuello. Ella gimió y echó la cabeza hacia atrás, otorgándole al hombre la ventaja.
Aitor se acercó más y le rozó la piel de la garganta con los labios, la chupó y la hizo estremecer como nunca había sentido. Después la tomó por la cintura y la sentó sobre sus piernas, quería tenerla cerca, muy cerca.
Se besaron con urgencia. Purita aún no podía creer que eso con lo que tanto había soñado estaba ocurriendo. Se había enamorado de Aitor Exilart casi instantáneamente, y había echado al fondo de su corazón ese sentimiento que la quemaba por dentro por lealtad a su amiga. Luego había sido la misma Olvido la que le había pedido que lo hiciera feliz.
Era tanta la pasión contenida por parte de ambos que ninguno se dio cuenta de que habían empezado a aflojarse la ropa. Aitor tenía la camisa abierta y ella tenía los lazos que cruzaban su espalda desprendidos.
—Te deseo, Purita, te necesito —dijo con voz ronca.
—Y yo a ti —murmuró ella.
Aitor la levantó en brazos y caminó hasta el dormitorio. Sobre la cama terminó de desvestirla y se despojó de sus vestimentas. Las caricias fueron en ascenso hasta que Aitor estuvo dentro de ella. La sintió contorsionarse por el dolor, y la sorpresa se manifestó en su rostro, mas ya no podía parar. Estaba al borde del placer.
Pasado el instante del desgarro Purita continuó disfrutando de todo lo que estaban haciendo, de sus besos y caricias que la llevaron a su primer orgasmo.
Cuando finalizó, Aitor se acostó a su lado y la abrazó sobre su pecho.
—Perdona, no quise hacerte daño, no sabía que…
—Que era virgen —continuó ella, de repente se sentía una mujer nueva, liberada.
—Así es. Lo siento.
—No lo sientas —musitó—, me reservaba para ti, Aitor. Quería que tú fueras mi primer hombre.
Él se incorporó y la miró. Parecía un chico con un dulce, la felicidad le había rejuvenecido el rostro y le había borrados las finas arrugas de sus ojos.
—¿Lo dices en serio? ¿Y eso?
Purita ya no tenía miedos, se sentía fuerte y dichosa. Quería gritar a los cuatro vientos todo lo que sentía.
—Porque te amo, Aitor, te amo desde el día en que te conocí, amor que viví con mucha culpa. Porque Olvido fue una gran amiga para mí y no quería traicionarla. —Bajó la vista, evocando—. Ella lo supo, por mucho que intenté ocultarlo.
Aitor la miraba como si todo eso fuera nuevo para él, nunca se había dado cuenta de los sentimientos de Purita.
—¿Lo supo? ¿Es que acaso el único que no lo sabía era yo?
Ella sonrió.
—Al parecer, sí. —Aitor se recostó nuevamente y la abrazó, acariciando su costado y dominando la erección que se hacía presente otra vez.
—He sido un necio… Todo el tiempo estabas ahí, y yo sin verte… Hasta ahora, hasta este último tiempo en que me desvelaba pensando en ti, imaginándote… —Se colocó de costado y la besó en los labios—. Me estaba volviendo loco al no poder acercarme a ti, al no saber si sentías la misma urgencia por estar conmigo. Verte todos los días, en la fábrica, con Gaia… y que fueras intocable por ser la mejor amiga de mi difunta esposa. Me enamoré como un tonto… como nunca me había pasado. Dime, Purita, ¿hice mal? ¿Crees que a ella le molestaría que estemos juntos?
Ella elevó la mano y le acarició el rostro con ternura.
—Al contrario, ella misma me pidió que no te dejara solo, sabía de mi amor por ti —repitió—. ¿Recuerdas aquella vez que quiso hablar conmigo?
—Cómo no recordarlo.
—Fue allí cuando me lo dijo, me pidió que los cuidara, a ti y a Gaia. No quería que nadie más ocupara su lugar.
—Mi bella Purita… Olvido fue una gran mujer, mas nunca pude amarla, y ella lo sabía.
—Ella lo aceptó, Aitor, ella te amaba —lo dijo con lágrimas en los ojos ante el recuerdo de su amiga.
—Purita, sé que quizás pueda parecer apresurado pero… ¿te casarías conmigo?
Purita se abrazó a su cuello y se echó a llorar.
—¿Eso es un sí?
Ella asintió entre llantos y risas.