Gijón, agosto de 1936
Tras la sublevación militar Gijón se mantenía fiel a la República. Se había creado la Delegación de Movilización para organizar la defensa contra los militares rebeldes, además del Comité de Guerra.
El Ayuntamiento seguía funcionando en manos anarquistas, que propiciaban mejoras urbanísticas, aunque también tomaron decisiones controvertidas.
—Han usurpado la iglesia —dijo Bruno a su madre al regresar de la ciudad.
—¿Cómo dices? —se asombró María Carmen.
—Lo que oye. La de San José la han hecho cárcel de prisioneros rebeldes.
—Dios me libre y guarde —dijo la madre, santiguándose.
María de la Paz había colmado de alegría la casa donde el hambre era el rey. La comida que Bruno había conseguido en el mercado negro se había acabado y lo poco que les daban en la ciudad no alcanzaba para saciar el hambre.
Bruno hacía lo que podía intercambiando pequeños trabajos para lograr algo que llevar a la olla y en vista de que no alcanzaba decidió tomar otro tipo de medidas.
Salía de noche, se metía en las granjas vecinas donde los perros, flacos también, lo conocían, y robaba huevos y hortalizas. Hasta que intentó robar una gallina, las de ellos ya las habían comido, y el dueño de casa lo corrió a los tiros. Tuvo suerte de que ninguno de los disparos le diera de lleno, solo uno lo rozó en la pantorrilla y regresó a la casa con las manos vacías y la pierna sangrando.
—¿Qué te ocurrió? —exclamó la madre al verlo ingresar renqueando; ella estaba desvelada y cosía en la cocina a la luz de la vela.
—Nada.
Al oír las voces, Marcia se levantó. Cargaba a la niña en brazos. Al ver a su cuñado herido corrió a dejarla en la cuna, ocasionando su llanto.
—Ve por algo para limpiar la herida —ordenó María Carmen a la par que examinaba la lesión—. Ha sido una desgracia con suerte, es poco profunda. ¿Te han disparado?
Marcia se aproximó y se agachó a su lado. Traía trapos limpios humedecidos. Con delicadeza quitó la sangre seca y después presionó sobre el pequeño agujero.
—Gracias —murmuró Bruno; estaba dolorido.
—Te vendaré bien apretado para que deje de sangrar.
—¿Vas a contarnos por qué te han disparado? —insistió la madre.
—Me pillaron robando, madre.
—¿Robando?
—Hace días que vengo haciéndolo —se excusó—. ¿De dónde cree que sale la comida?
—Creímos que…
—No soy un ladrón, mamá, y usted lo sabe. Aquí hay un bebé recién nacido que necesita a una madre fuerte para amamantarlo.
A Marcia la conmovieron sus palabras y salió en su defensa.
—Gracias, Bruno, has arriesgado tu vida por nosotras, jamás lo olvidaré. —En ese instante la joven reflexionó que tenía mucho que agradecer a su cuñado.
—¡Hijo! —María Carmen le acarició la cabeza—. Deberías descansar ahora.
Ayudado por ambas fue hasta su cuarto, donde se acostó.
Al día siguiente se produjo sobre Gijón el ataque más feroz desde el inicio de la guerra. El 14 de agosto sería recordado como un viernes negro.
Era mediodía; María Carmen había ido a la ciudad, la herida de Bruno se estaba infectando y debía conseguir algo para curarlo. Cuando estaba por llegar al hospital aparecieron sobre el cielo varios aviones procedentes de La Virgen del Camino. Las sirenas llamaron al refugio, pero ya era tarde.
El bombardeo duró pocos minutos y alcanzó al centro de la villa. Los aeroplanos arrojaron bombas sobre la estación de ferrocarril, en El Humedal, en la calle de Pi y Margall, en la cuesta de Begoña, en la calle de Jovellanos y en las proximidades del hospital de la Caridad; allí cayó María Carmen, cuyo último pensamiento fue para sus hijos.
Recordó el día en que encontró a Bruno entre las rocas, casi muerto de frío, desnutrido y llagado; la desesperación por volverlo a la vida y hacerlo entrar en calor. Tanto le había pedido a Dios un hijo y este se lo había enviado. Esa jornada estaba cuidando al niño de su vecina, que había debido asistir a su padre enfermo. De repente en su casa había dos pequeños que necesitaban de su atención y ella se había sentido la mujer más feliz de la tierra. Evocó la cara de sorpresa de Francisco y tiempo después la felicidad de saber que estaba embarazada de Marco. Con el cuerpo destrozado por las esquirlas elevó una plegaria pidiendo que ambos fueran felices.
En la casa de las afueras, Bruno se levantó al escuchar el estallido de las bombas y halló a Marcia asomada a la puerta. La muchacha miraba el camino y las columnas de humo que se elevaban desde el centro. Tenía a la pequeña en brazos, que no cesaba de llorar.
—¿A dónde vas? —Él no respondió y pasó a su lado, alejándose por el sendero—. No puedes ir en ese estado, tienes la herida infectada.
—Mi madre está ahí. —Había desesperación en su voz.
—Iré contigo.
—¿Acaso estás loca? ¡No puedes arriesgar a la niña!
—¡Y tú no puedes ir solo!
—Escucha, Marcia: si hay alguien a quien debemos proteger es a la criatura, ¿lo entiendes? —La tomó por los hombros y vio el pánico en su mirada—. No temas, volveré con mi madre.
—¡Regresa pronto! —pidió. Y en un impulso se apretó contra su torso, abrazándolo con una mano; la otra sostenía a María de la Paz—. Si no regresas iré a buscarte.
Bruno apretó los puños y permaneció inmóvil frente a su demostración de cariño.
—No salgas de la casa —ordenó antes de salir, arrastrando su pierna.
A medida que Bruno se adentraba en la ciudad, advertía la magnitud del bombardeo. El miedo se hizo carne en él, veía cuerpos mutilados por doquier, heridos y desolación. Milicianos, voluntarios, Damas Enfermeras y mujeres de la caridad se afanaban para socorrer a quienes aún tenían una posibilidad.
Bruno preguntaba a todos por su madre, nadie sabía nada, no estaba entre los heridos. Alguien le dijo:
—Busque en la morgue del hospital de la Caridad, allí llevaron a varios. —La crudeza de sus palabras lo golpeó en el pecho y sintió ganas de matar.
Con una furia ciega corrió hacia el nosocomio olvidando el dolor de su pierna y dejando a su paso el rastro de su sangre en el suelo. Al llegar no le permitieron el ingreso a la morgue; eran muchas las personas que buscaban a familiares desaparecidos, y debió esperar su turno. El médico forense contaría el ingreso de noventa y un cadáveres al depósito en aquel día, en el que, como represalia por el raid aéreo, fueron fusilados decenas de prisioneros nacionalistas que estaban retenidos en la iglesia de San José, en El Humedal. Cuando finalmente lo hicieron desfilar entre las hileras de cadáveres su ánimo estaba devastado, producto de la certeza de que su madre estaba ahí, además de la debilidad por la sangre que había perdido. Al verla reducida a un guiñapo atravesado por las esquirlas se dobló en dos y lloró sobre ese cuerpo destrozado por la guerra, esa guerra entre hermanos tan injusta como incomprensible.
Después de un rato de respetar su tristeza el encargado del sector le pidió que se retirase, a lo cual Bruno se negó.
—Quiero dar a mi madre cristiana sepultura.
—Todos quieren lo mismo, señor, sin embargo, hasta mañana no podremos entregar el cuerpo.
—Me quedaré aquí hasta mañana entonces.
—Señor, no ponga las cosas peor de lo que están —pidió el sujeto—. Toda esa gente de ahí afuera está por lo mismo que usted. Hágame el favor y vuelva mañana.
Bruno se puso de pie y su mirada otrora oscura era como dos carbones encendidos.
—¡No me iré sin mi madre! —Elevó los puños para pelear cuando una voz lo detuvo:
—¡Bruno! —Marcia corría hacia él. Al ver a su suegra en el suelo, apenas cubierta por un trapo, cayó de rodillas y rompió en llanto—. ¡No! ¡No! —gritó fuera de sí.
Al reconocerla, la cordura volvió a Bruno, quien se inclinó y la obligó a levantarse.
—¿Dónde está la niña? —Era su mayor preocupación en ese momento—. ¡Marcia! ¿Qué hiciste con la niña?
Marcia se puso de pie y lo miró, sus ojos estaban idos.
—Vamos. —Tomándola por los hombros salieron del recinto.
Una vez en la calle se sentaron sobre una piedra.
—Lo siento —sollozó Marcia—. Lo siento… tu madre… era como una madre para mí.
—Marcia, dime qué hiciste con María de la Paz.
—¡Oh! Ella está bien, la dejé en mi casa. Estaba asustada, tú no volvías… temí que te hubiera pasado algo. No pensé que…
Bruno bajó la cabeza, incapaz de articular palabra. Por primera vez se sentía huérfano, solo.
El sonido estridente de las sirenas los alertó: un nuevo bombardeo se cernía sobre la ciudad. Desesperados, siguieron a la gente que buscaba los refugios y se metieron en uno de ellos. Apretados unos con otros, mujeres, ancianos y niños buscaban salvar sus vidas.
Marcia rezó para que su hija estuviera bien, sabía que en la casa paterna había un sótano donde esconderse durante los bombardeos y confiaba en que hubieran puesto a salvo a la niña.
Bruno estaba ausente y ella se conmovió. Lo tomó del brazo y trató de infundirle ánimo; él ni siquiera la miró.
Cuando las bombas cesaron salieron del escondite.
—Vamos a mi casa, Bruno, allí seguro hay algo para curarte. —Su cuñado no puso objeciones, Marcia ni siquiera supo si la había escuchado.
Del brazo avanzaron entre las ruinas de los sectores bombardeados y llegaron hasta la residencia de Exilart.
Al ver a su hija, Purita abrió enseguida y la abrazó. Después posó sus ojos en Bruno, el hombre estaba abatido.
—¿Qué ocurre? —Enseguida vio la herida sangrante y llamó—: ¡Aitor!
El aludido hizo su aparición. Traía en brazos a la pequeña, que emitía sollozos de hambre.
—Aitor, ayúdanos, el señor Noriega está herido.
Exilart entregó la chiquilla a la muchacha y ayudó a Bruno, que se sentía débil a causa del esfuerzo y el golpe que significaba la muerte de su madre. Mientras el matrimonio se ocupaba del herido Marcia se alejó hacia uno de los sillones para amamantar a su hija. Después relataron lo ocurrido y Bruno recibió las condolencias de rigor.
—Gracias por todo. —Se puso de pie, tambaleante, y anunció que se iba. Marcia se situó a su lado.
—Hija, quédate en casa —dijo Purita.
—Madre, ya hemos hablado de esto.
—Al menos quédense a cenar. —Purita quería ganar tiempo para convencerla—. Gaia llegará en un rato.
—¿Dónde está Gaia? —quiso saber Exilart, quien al parecer no había reparado en la ausencia de su hija mayor.
—¿Acaso lo olvidaste? Se anotó como voluntaria entre las damas de la caridad. Fue al hospital a ayudar con los heridos.
—Esa sí que es una sorpresa —dijo Marcia, que no imaginaba a su hermana cambiando vendajes ni curando heridos; era una persona impresionable.
Pese a que Bruno no tenía ánimos de hacer sociales, aceptó quedarse a comer porque llevaban días sin ingerir alimentos como la gente. En un aparte la madre quiso convencer a su hija para que desistiera de irse.
—No puedo dejar a Bruno solo, ¡acaba de perder a su madre!
—Por esa misma razón… ¿cómo vas a quedarte sola con él?
—Mi lugar está allí. Bruno ha hecho mucho por mí y por mi hija, no puedo abandonarlo ahora. Además, sé que Marco volverá cuando se entere de lo ocurrido.
Purita lo dudaba, ¡si ni siquiera había escrito para preguntar si su hijo había nacido!
—Aquí estarán seguras; tenemos refugio propio, comida…
—Madre, respete mi decisión —Marcia se mostró inflexible.
—Diré a tu padre que los lleve en el coche.
—Gracias, madre. No se preocupe, estaremos bien.
El viaje fue silencioso, apenas interrumpido por los quejidos de la pequeña, ajena a toda la desgracia que se cernía a su alrededor.
Aitor Exilart había depuesto su actitud hostil. Después de todo, Bruno Noriega no había hecho nada reprochable. Por el contrario, se había ocupado de cuidar de su hija y de su nieta. Pensó que quizás hubiera resultado un mejor yerno que su hermano. Tal vez, cuando la situación se normalizara, le ofreciera trabajo en la fábrica; confiaba en que la guerra terminaría y recuperaría el total control de sus negocios.
Al quedar solos en la casa Bruno se sentó y se llevó las manos a la cabeza. Marcia se ocupó de la niña y después la acostó. La casa se percibía extraña, vacía sin la presencia de María Carmen. Ambos lo sentían, y ninguno se atrevió a hablar.
La medianoche estaba encima y Bruno seguía allí, tieso en la silla.
—Bruno, deberías acostarte y descansar la pierna —intentó.
El hombre la miró y recién en ese momento pareció salir del letargo.
—Tienes razón.
Se puso de pie con dificultad y se encaminó hacia su habitación sin siquiera despedirse.