Gijón, septiembre de 1936
Luego de la muerte de María Carmen Bruno no volvió a ser el mismo. Estaba rabioso y, para no tomárselas con Marcia, se iba de la casa durante todo el día, dejándola sola con la criatura, que no hacía más que llorar. Cumplía con su rol de mantener el hogar. Siempre traía comida, a veces de la que le daban según la cartilla, otras robada y las menos del estraperlo, porque no tenía dinero para comprar nada.
Como represalia por el bombardeo del mes anterior los republicanos habían asesinado a los presos que tenían alojados en la iglesia de San José, para luego prenderla fuego. La misma suerte habían corrido las de San Pedro y San Lorenzo.
La ciudad estaba dividida, eran hermanos peleando contra hermanos; todavía en manos de republicanos, resistía como podía. A los que se descubrían como nacionales se los detenía e interrogaba duramente para obtener información sobre los futuros movimientos de Franco. Nadie se sentía a salvo.
Las pocas veces que Bruno se dirigía a Marcia era para ordenarle que no se alejara de la casa.
—Quisiera ver a mi familia.
—Deberías irte con ellos.
—No quiero irme, este es mi hogar ahora. —Su voz sonó vacilante, ya no estaba tan segura.
—¿De qué hogar me hablas? ¡Por Dios, Marcia! Tu marido te abandonó hace tiempo y estás viviendo conmigo. ¿No te importa acaso el qué dirán? —A Marcia no le gustó que le levantara la voz.
—¡Pues no! No me importa el qué dirán, solo quiero cumplir con mi promesa de boda. —La muchacha se escudaba en sus votos matrimoniales, aunque en el fondo sabía que estaba engañándose. El amor que creía sentir por Marco se le había licuado en las esperas y de quien no quería alejarse era de su cuñado. Bruno salió dando un portazo y se perdió en la noche.
Ante las voces airadas de la discusión, María de la Paz empezó a llorar y la joven madre fue en su búsqueda. La niña estaba cada día más linda, la inflamación de los párpados, característica de los recién nacidos, había cedido y los rasgos iban tomando forma. Marcia la besó y apretó contra sí. Después descorrió el vestido y le dio de mamar. Tenía los pechos hinchados y necesitaba aliviarse.
A causa de la escasa dieta y del amamantamiento había recuperado su cintura en apenas unos días. Volvía a estar bella.
Cenó sola lo poco que había quedado del mediodía y se tiró sobre la cama. Todavía hacía calor y pensó que le gustaría meterse al mar que rugía cerca. ¡Qué lejos había quedado todo!
Evocó otros veranos, cuando iba con sus amigas a la playa y observaban a los muchachos. Recordó las verbenas y los bailes, y la noche en que por fin Marco Noriega le había prestado atención. ¿Qué hubiera pasado si en vez de irse de la mano con él se hubiera quedado conversando con Bruno? Ese pensamiento que le sabía a pecado la obligó a concentrarse en otra cosa. Mas no había otra cosa linda en la que pensar. Su suegra muerta, su marido peleando en la guerra, su amiga Silvia comprometida con la causa trabajando para la milicia y su familia acorazada en su casa con sótano. Y ella, dividida.
Era casi madrugada cuando un ruido la despertó. Aguzó el oído y supo que era Bruno. Se levantó, se cubrió con una bata y fue hacia la cocina, donde él bebía agua.
—Vete a la cama —ordenó por todo saludo.
—¿Qué ocurre, Bruno? ¿Por qué me tratas tan mal?
—Ya te dije, tienes que irte. —La miró y sus ojos albergaban muchas noches—. No puedes quedarte, Marcia, mi vida es un infierno contigo aquí.
—No te entiendo… —Se acercó, estaban a escasos centímetros—. No quiero irme, Bruno, no quiero dejarte.
—¿Qué dices?
—Que no quiero irme de tu lado… —Bajó la mirada, avergonzada—. Sé que está mal, pero te necesito.
Sus palabras abrieron las compuertas al deseo de Bruno. No pudo seguir aguantando todo lo que le pasaba cuando la tenía cerca. La tomó por la nuca y la acercó a su boca. La besó como nunca la había besado Marco, como si quisiera comérsela.
A Marcia le temblaron las piernas y sintió que se mojaba por todo el cuerpo. Elevó los brazos y se aferró a su cuello. Él la apretó por la cintura y le hizo sentir su deseo. Marcia gimió. Sin separar su boca Bruno la alzó y caminó con ella hacia su habitación. Cayeron en la cama enredados, desesperados, buscándose la piel hasta quedar desnudos. Bruno la acarició y besó por todos lados; ella exhalaba suspiros y jadeos, nunca había experimentado algo así con Marco.
Cuando la sintió lista el hombre entró en ella; Marcia no pudo evitar comparar cuánta dulzura había en todo lo que su cuñado hacía. Era todo tan distinto a lo que había ocurrido con Marco que cuando llegó el orgasmo no pudo sofocar el aullido que salió de su garganta. Bruno sonrió de felicidad, con esa sonrisa plena, de niño grande, y buscó su propio placer. Después, se taparon con la sábana y se durmieron abrazados. Ambos tenían en su rostro las marcas del amor. Marcas que la mañana borró.
Al despertar con Marcia apretada a su costado Bruno recordó el error. Se levantó y se vistió deprisa. La muchacha abrió los ojos y vio su gesto serio otra vez.
—¿Pasa algo? —Se incorporó y sus senos quedaron al descubierto; él desvió la mirada, no deseaba sucumbir otra vez.
—He tomado una decisión —dijo sin mirarla—. Me ofreceré de voluntario.
Ante su declaración Marcia saltó del lecho y sin importarle su desnudez lo enfrentó haciendo que la mirara:
—¿Qué locura es esa? ¿Acaso no significó nada lo que hicimos juntos?
—Marcia, por el amor de Dios, ¡eres la mujer de mi hermano!
—¡Tu hermano nunca me hizo sentir lo que sentí anoche, Bruno! Tu hermano no me quiere y yo… yo tampoco lo quiero como creí.
—¡Basta! No hables más. Me iré, es una decisión tomada. Y tú volverás con tus padres.
—¡No quiero que te vayas, Bruno! —Lo agarró del brazo e intentó retenerlo—. ¡No me dejes!
—Vendrán a buscarme en cualquier momento, están reclutando a todos los hombres en edad. Debo ir.
—¡Tú no sabes lo que es la guerra! ¡Te matarán como a un perro!
—Quizás sea esa la solución. Desde que te vi aquella vez en la verbena mi vida ha sido un infierno —declaró para su sorpresa.
—¿Qué dices?
Tenía que confesarle lo que le pasaba, después de todo. Si perdía la vida en la guerra, al menos le habría dicho la verdad.
—Que debiste elegirme a mí y no a él. —Estaba frente a ella, los ojos más furiosos que nunca—. Yo te hubiera hecho mi esposa por voluntad, te hubiera cuidado como te mereces y jamás te habría faltado mi amor. —Marcia abrió los ojos, que empezaron a llenarse de lágrimas—. Te quise desde el primer instante en que posé mi mirada en ti.
—¡Oh! —La muchacha se llevó las manos a la boca mientras sus mejillas se mojaban de llanto—. Siempre pensé que me odiabas…
Bruno sonrió con pena. Marcia lo abrazó por la cintura y lloró sobre su pecho.
—Lo siento, lo siento —repetía sin cesar—. Yo… estoy confundida, no quiero que te vayas, por favor, no me dejes.
Bruno bajó la cabeza y la besó sorbiendo sus lágrimas. La apretó contra su cuerpo queriendo fundirla en él y ella supo que se estaba despidiendo.
Se besaron largamente hasta que los quejidos de María de la Paz los trajeron de vuelta a la realidad.
—Adiós, Marcia. —Tomó un morral donde había guardado algunas de sus pertenencias—. Cierra la casa y vete con tu familia.
La muchacha cayó sobre una silla y con lágrimas lo vio partir.