Gijón, octubre de 1936
La situación era cada vez peor, el hambre se hacía sentir así como la escalada de violencia en las calles y en las propias familias enemistadas por cuestiones ideológicas.
El gobernador general de Asturias y León declaró en el periódico La Prensa que estaba dispuesto a garantizar la seguridad personal de los presos dentro de las cárceles. “Se ha terminado eso de sacarlos de ellas cuando se quiera”, dijo.
En consonancia se llevó a cabo unos meses después, ante el Tribunal Popular de Gijón, una causa contra cuatro miembros de las Milicias de Retaguardia, por la comisión de actos de terrorismo.
—Están todos descontrolados —dijo Aitor a su esposa una noche—; las milicias han practicado detenciones ilegales y de los detenidos no se ha vuelto a saber.
—¿Cuándo acabará esta guerra? —Purita se acurrucó a su lado y lo abrazó.
—Quizás cuando acabe sea aun peor…
—¿Qué dices?
—Nada, mujer, nada. —La besó en la frente y se dispuso a dormir.
Purita se quedó despierta un buen rato. Eran muchas las preocupaciones que la desvelaban. Gaia, a quien amaba como una hija, de repente había salido del cascarón en que había habitado toda su vida y casi no le veían el pelo; dividida entre los hospitales y su participación en cuanto evento de ayuda hubiera.
Y Marcia, perdida en su melancolía y el aprendizaje a ser madre. Marco había vuelto al frente acabados sus días de licencia, y la hija había regresado al hogar. La presencia de María de la Paz era motivo de alegría, poco a poco la bebé comenzaba a identificar a cada uno y hacía muecas y gestos que ellos atribuían a risas, generándose una comunicación más fluida.
A Purita la apenaba enormemente la situación de sus amigos de Oviedo. Había recibido noticias de ellos y no eran las mejores. José Luis, a raíz de la toma de la ciudad y la violencia que se vivía en las calles, había sufrido un accidente cardíaco y había fallecido. Ángeles no la había pasado mejor. Sumida en una profunda melancolía, se había mudado a la casa de una de sus hijas, quien para su desgracia estaba casada con un fascista. Si bien el yerno se mostraba complaciente tanto con ella como con su hija, integraba las fuerzas que habían invadido la ciudad, algo que para Ángeles era imperdonable. Su marido había muerto por ello y, aunque ella no estaba en condiciones de discutir con nadie, sentía cierto resquemor hacia su hija, que había sido tan ciega como para enamorarse de un fanático.
Purita viajó hacia atrás en el tiempo, cuando había llegado a esas tierras hacía ya muchos años. Recordó la despedida en el puerto de Buenos Aires, junto a su hermana Prudencia. ¿Qué sería de ella y su familia? Hacía mucho que no recibía noticias, las cartas tardaban en llegar y con la guerra mucho más. Las promesas de viajar y visitarse se habían diluido. Por una cosa o por otra, ninguna había podido dar el paso y no habían vuelto a verse.
¿Por qué sus vidas eran tan difíciles? Desde su infancia de penurias hasta sus juventudes tormentosas. Y luego, cuando todo parecía haberse acomodado, la desgracia de la guerra.
Se durmió casi de madrugada y se levantó, cosa desacostumbrada en ella, cerca del mediodía.
En el comedor la esperaban su marido y su hija, la bebé dormía entre almohadones.
—Veo que fue una noche larga —dijo Aitor poniéndose de pie para saludarla. Miró su rostro donde las ojeras maquillaban sus ojos—. Deberías detener esa cabeza tuya… —Le acarició los cabellos y Purita sonrió ante ese gesto de cariño.
Durante la víspera se habían escuchado disparos y corridas, ya se habían acabado las horas de descanso en silencio.
—¿Y Gaia?
—Salió temprano —dijo Aitor—, ha cambiado tanto esta hija mía…
—La guerra cambia a las personas, padre —intervino Marcia.
De una existencia anodina Gaia había pasado a participar de todas las actividades que nucleaban a las mujeres. Por primera vez la muchacha se sentía feliz, completa, pese al horror de la guerra entre hermanos y vecinos.
Si bien Gaia no se había enlistado en ninguno de los movimientos de mujeres que habían proliferado, como la Asociación de Mujeres Antifascistas o Mujeres Libres, entre otras, colaboraba en todas las tareas que podía. Su mayor actuación era en el hospital, donde pasaba horas atendiendo heridos. En sus momentos de descanso escribía cartas a los soldados en el frente a las que añadía alguna estampita o dulce cuando podía conseguir algo en medio del racionamiento.
Había hecho contacto con soldados de distintos frentes con quienes se carteaba todas las semanas, pero solo a uno le había enviado una foto, luego de varias misivas de insistencia previa. Se llamaba Germinal, era original de Riaño, estaba en el frente de resistencia de la zona de La Robla. Era soldado de artillería del ejército republicano. En la foto en blanco y negro que él le había mandado se veía a un hombre alrededor de los treinta, de cabellos oscuros y ojos claros. Gaia la llevaba consigo en un bolsillo, junto con las estampitas que tenía para meter entre las ropas de los heridos y en las cartas que escribía como madrina de guerra.
En esos tiempos las mujeres adquirieron un enorme protagonismo político y social, y Gaia se vio seducida por todo ese movimiento. Cuando podía escapar del hospital, en momentos de calma, se acercaba a los comedores y ayudaba a servir las magras comidas. Poco a poco iba tomando conciencia de la situación por la que habían atravesado las de su género y reivindicaba el derecho a la educación y a la participación política. Llegaba por la noche, cansada y desaliñada luego de todo un día de trabajo; así y todo se sentía plena.
Pocas veces cenaba en familia, aunque ya no recibía las reprimendas de su madre, quien se había resignado a que esa hija había emprendido su propio vuelo. Purita solo rezaba para que no le ocurriera nada malo; el temor a los francotiradores y los fascistas camuflados flotaba en el aire.
Esa noche Gaia apareció a horario para comer en familia y disfrutó de la mesa y de la bebé, a quien pudo cobijar entre sus brazos dado que estaba despierta.
—¡Qué bella es! —dijo mirando a su hermana—. Tiene la misma mirada que papá. ¿Lo ha notado, padre?
Aitor sonrió y asintió en silencio.
—Con el sitio de Oviedo —comentó Gaia—, se ha demorado el inicio del curso, han depurado a los maestros apartando a quienes consideran simpatizantes del alzamiento. Con un grupo de mujeres estamos organizando clases en una de las fábricas abandonadas. ¿Cree, madre, que podría colaborar con su presencia?
Purita miró a Aitor, si bien la mujer tenía su independencia, anticipaba la opinión desfavorable de su esposo.
—Gaia, no comprometas a tu madre en tus actividades, y menos ahora que está la niña en la casa.
—Quizás yo podría colaborar —saltó Marcia—, no soy muy instruida, al menos en lo elemental…
—¿Qué dices, hija? —reprendió Purita—. Tu deber es hacerte cargo de María de la Paz, ¿o es que acaso piensas abandonarla?
—Pensaba llevarla… después de todo solo serían unas horas.
—¡Es una locura! —dijo Aitor en tono más alto—. ¿No eres consciente de los bombardeos y el peligro que implica estar fuera de casa? Ya demasiado tengo que soportar que tú, Gaia, estés todo el día por ahí. Aquí están protegidas, tenemos el sótano.
—¿Pretende, padre, que vivamos recluidas hasta que finalice la guerra? La vida sigue. Mal que nos pesen los bombardeos y ataques, la vida sigue. —Era la primera vez que Gaia se enfrentaba abiertamente a su padre con un parlamento de ese tenor—. El horario y el calendario de las clases se adecuarán a la frecuencia de los bombardeos —explicó—. Hemos analizado el tema. No queremos arriesgar la vida de nadie, tampoco detenerla como si estuviéramos muertos.
Aitor se levantó de la mesa y se retiró, molesto frente a las mujeres de su familia que de un día para el otro se le habían rebelado. Purita las miró y reprendió con la mirada, para ir tras él.
—Iré contigo —dijo Marcia—. Me ahogo dentro de la casa todo el día, necesito algo que me inyecte vida.
—No pensaba en ti… En eso tienen razón nuestros padres. Tú debes ocuparte de la bebé.
—Y me ocuparé, jamás pensé en separarme de ella, pero debo hacer algo… —Bajó la mirada para ocultar sus lágrimas.
Gaia se puso de pie y se acercó a ella. La abrazó y Marcia apoyó la cabeza en el vientre de su hermana.
—Dime qué pasa. ¿Extrañas a tu marido? Entiendo que debe ser difícil estar lejos de él…
—No, no es eso.
Gaia le separó el rostro y la miró, intrigada.
—¿Entonces?
Nerviosa, Marcia se incorporó y caminó, no sabía si confesarle a su hermana la verdad.
—Dime, Marcia, ¿qué te ocurre? ¿Puedo ayudarte?
—Me avergüenzo de mí misma, Gaia… —Marcia volvió hacia ella, se acercó y le tomó las manos—. Prométeme que no vas a decir nada, que será un secreto.
—Lo prometo.
—Me enamoré de otro hombre. —Elevó los ojos grises buscando una respuesta, algo que le quitara la culpa que cargaba como una pesada cruz.
—¡Madre del amor hermoso! ¡Ay, Marcia, no te entiendo! Tanto que buscaste a Marco y ahora…
—Eso mismo, Gaia, yo busqué a Marco, él nunca me quiso. —La tristeza opacó su mirada—. Solo se casó conmigo por obligación.
—¿Y…? ¿Y el otro hombre? ¿Él… él está enamorado de ti?
—Sí, lo está… Sin embargo, no puede ser, Gaia, lo nuestro no puede ser.
—¡Claro que puede ser, Marcia! —Gaia la tomó por los hombros. Amaba a su hermana y no quería verla tan triste—. ¿Te olvidas acaso de que ahora existe el divorcio? Cuando todo esto termine y tu esposo regrese de la guerra, podrán divorciarse… Si él tampoco te quiere, quizás…
—Quizás… —Marcia no podía decirle que el hombre de quien se había enamorado era su cuñado, era demasiada la vergüenza y la culpa como para poder confesarle tamaño pecado. Mejor que creyera que era alguien más.
—Ahora entiendo por qué quieres salir de la casa. —Gaia sonrió con picardía—. ¡Para encontrarte con él!
—No, Gaia. Él también se fue a la guerra.