En pie, camaradas, y siempre adelante
cantemos el himno de la juventud.
El himno que canta la España gigante
que sacude el yugo de la esclavitud.
Fragmento de “Isabel y Fernando”, canción falangista
Frente río Nalón, 1936
Ambos frentes de batalla estaban apenas distanciados por pocos metros. De trinchera a trinchera podían escucharse y más de una vez se hablaban a los gritos, desafiándose o argumentando los motivos de la rendición que se pretendía y no llegaba. Los enfrentamientos durante el día hacían impensables las negociaciones que se daban durante la noche.
—Hoy te toca a ti —dijo un miliciano anarquista mirando fijo al joven Mateo, mientras comían el magro guiso de papas que las mujeres de la retaguardia habían preparado. Desconcertado, el muchacho preguntó:
—¿De qué habla?
—Del tabaco.
—Yo no fumo —se excusó el jovencito recibiendo por parte del resto una sonora carcajada.
—Pues irás igual.
Bruno estuvo tentado de salir en su auxilio, pero era mejor que se hiciera hombre.
Les estaba totalmente prohibido interactuar con el enemigo de otro modo que no fuera la ofensiva, pese a ello, de ambos lados se saltaban la regla para hacer intercambios. Los rebeldes tenían tabaco de la zona de Canarias, aunque no tenían el papel de liar, que se fabricaba en Alcoy. Por el contrario, los republicanos tenían el papel, y necesitaban el tabaco.
Era durante la noche cuando se producía el trueque, y al que le tocaba la pasaba fatal, dado que sabía que había más de cien fusiles apuntándole ante la menor anomalía o sospecha.
Mateo asumió su responsabilidad, no sin temor. Ya no quería morir; la esperanza de conocer a María, su madrina de guerra, era su norte.
Ese día no hubo enfrentamientos y la noche cayó con su rotundidad. Llegada la hora Bruno, quien ya había participado de una entrega, le dio algunos consejos.
—Muéstrate tranquilo, ellos quieren lo mismo que tú: fumar en paz. —Sonrió ante la mirada de sorpresa del joven—. Vamos, ve a cumplir con tu deber, esta será una buena anécdota para tus hijos. —Al decirlo una sombra barrió con su sonrisa. Los hijos que él no tendría con Marcia le recordaron su destino.
Dueño de una valentía prestada Mateo se alejó del campamento llevando consigo la cantidad de papel acordada. Con la luna como guía, descendió la pendiente hasta la zona de olivos, a donde solían buscar leña, que estaba entre las dos líneas enemigas. Sin sucumbir al temblor del cuerpo, esperó la presencia de su contrincante.
El ruido de ramas al quebrarse le anunció su llegada. Mateo sudaba y sus ojos buscaban en la inmensidad de la noche. Temía que fuera algún moro que le arrancara el corazón. Su espanto se evaporó al ver frente a sí a un jovencito tan inexperto y asustado como él.
Se miraron y se descubrieron en la mirada del otro, ninguno de los dos quería ni debía estar allí. En silencio extendieron las manos y realizaron el trueque. Sin palabras y confiando en el otro, se dieron la espalda y cada uno regresó a su campamento.
Esa noche, Mateo fumó su primer cigarro, armado por él mismo. Sus compañeros lo vivaron y palmearon su espalda. Para el día siguiente tenían prevista una ofensiva, debían derribar esa línea de frente y avanzar.
La luz del amanecer barrió de los jergones a los hombres que no montaban guardia y los posicionó a todos en la trinchera. A la orden de “fuego” empezaron a disparar, mientras una columna avanzaba hacia el enemigo. Los ruidos de los disparos se mezclaban con las explosiones; el humo y el fuego impedían ver qué estaba pasando del otro lado.
Bruno había permanecido en la barricada, fusil en mano, disparando sin ver; la orden había sido esa. A su lado, Mateo lo imitaba sin convencimiento. Esa guerra no era la suya, ni siquiera la entendía. Detrás, las mujeres se ocupaban de los heridos que iban llegando, arrastrándose por sus propios medios o rescatados por sus compañeros.
Al mediodía cesó el fuego. No habían logrado vencer la resistencia del contrario, apenas habían podido diezmar su tropa, el costo había sido alto: más de veinte muertos y unos cuantos heridos, muchos de gravedad. Los ánimos habían decaído, se acabaron los fogones entre barajas y cigarros. Había que ocuparse de los caídos y procurar la curación de los que podían salvarse para continuar en el frente.
El cielo era surcado por la aviación italiana. Mussolini había enviado a Franco más de cien bombarderos Savoia Marchetti SM79 y alrededor de quinientos cazas Fiat CR32, comúnmente conocidos como “chirris”, que quebraban la paz del aire. Iban rumbo a las ciudades republicanas a sembrar terror. También Hitler apoyaba con el envío de aviones y barcos.
Bruno debió asistir al médico que había llegado del pueblo para atender a los heridos de mayor gravedad. Trasladarlos en tal estado sería acelerar su muerte, no podían perder más sangre. Entre ellos había un soldado de artillería del ejército republicano, a quien le había explotado una granada en la mano. Era necesario amputar lo que había quedado para evitar una infección que ocasionaría un desastre mayor.
Después de la operación, llevada a cabo con lo mínimo en cuanto a instrumental y asepsia, Bruno se alejó de ese campamento sangriento. Necesitaba vomitar. Los cuerpos destrozados, los gritos y aullidos de dolor lo habían vencido.
Frente a la arboleda vació su estómago y lloró. No entendía esa guerra entre hermanos. Muchos de los que estaban allí ni siquiera sentían odio hacia los que estaban en la trinchera de enfrente, estaban ahí porque los habían reclutado. Otros, en cambio, eran fanáticos y estaban dispuestos a pelear hasta el final.
Se sentó y recostó su cuerpo cansado y cubierto de sangre ajena, cerró los ojos y meditó qué hacía él allí. De una u otra manera lo habrían convocado al frente; ahora, al ver el rostro de la guerra, quería regresar. Aun si eso implicaba enfrentarse a Marcia y a ese amor prohibido. A su hermano y su traición. A esa niña que hubiera querido haber engendrado y que jamás lo llamaría padre.
Las horas pasaron y la noche trajo un nuevo día, que esparció su luz sobre el campamento de retaguardia.
Regresó a donde estaban sus compañeros. Mateo se estaba cambiando los zapatos por unos que estaban en mejor estado.
—¿Y eso? ¿De dónde han salido? —preguntó Bruno fingiendo naturalidad. Necesitaba recuperar la normalidad que la guerra le había arrebatado.
Mateo vaciló antes de responder, bajó su mirada de ojos grandes y asustados:
—Se los quité a uno de los caídos —murmuró.
Para Bruno su respuesta fue una sorpresa. Después de todo, el muchacho se estaba haciendo hombre.
—Los míos estaban agujereados —se excusó.
—Ya.
Los heridos fueron evacuados, la tropa diezmada temía un ataque y no poder hacerle frente. Hasta las mujeres estaban silenciosas, ya no discutían sobre los distintos objetivos de cada facción política ni cantaban canciones de aliento. Ni siquiera Sonia, la prostituta, tenía ganas de ofrecer su cuerpo.
La noche formó parejas que buscaban calor y así fue como Pilar se metió en la trinchera que Bruno compartía con Mateo y un anarquista. La mujer se aproximó a él y le ofreció un trozo de chocolate que le habían regalado en el pueblo. Noriega saboreó ese manjar que hacía tanto no llegaba a su boca y Pilar agradeció esa media sonrisa que lo volvía tan atractivo.
—Ven —le dijo tomándolo de la mano, alejándolo del agujero.
—Tenemos que vigilar —intentó Bruno, sin convicción.
—¡Eh, tú! —ordenó Pilar a Mateo—. Cualquier cosa nos avisas, estaremos cerca.
Pilar lo condujo detrás de una de las casamatas, donde le ofreció su cuerpo.