Con el rumor de la faena
ritmo febril de mi taller
formó el latido de la vida
a una nación que vuelve a ser.
Fragmento de “Himno del trabajo”
Frente norte, diciembre de 1936
Nadie quería pasar Navidad y fin de año en el frente y la guerra no daba respiro. Los permisos para volver a casa eran escasos, solo cuando había motivos valederos: una muerte, un nacimiento o similar.
Cecilia, quien había cumplido con la mayor parte de su trabajo, se iría después de Navidad; quería reportar cómo serían los festejos en el frente, si es que se podía hablar de festejos.
—Vente conmigo —propuso a Blanca—. Este no es sitio para ti.
—¿Y a dónde iríamos?
—A donde el trabajo me lleve, no creo que vuelva al frente.
Blanca dudó. Quería volver a su pueblo y averiguar qué había ocurrido con su madre, pero sabía que allí no tendría escapatoria: caería en las garras de José Serrano. Tampoco sabía nada de Fermín, su novio, ni de Pedro, recientemente herido.
—Cuando todo esto acabe podrás volver a tu pueblo —insistió Cecilia.
—Lo pensaré.
Los soldados, con la cercanía de las fiestas, tenían poco ánimo bélico. Algunos habían descubierto algún vecino o amigo de la infancia en la trinchera de enfrente y el resentimiento por esa guerra que a muchos les era impuesta se iba licuando. La lejanía de los seres queridos, las pérdidas, la soledad y el hambre los volvían débiles.
Entre ambos frentes enemigos había una explanada circundada por árboles. De un lado estaban los defensores de la República y del otro se parapetaban los franquistas.
La víspera de Nochebuena, los soldados, desobedeciendo a sus mandos que los habían amenazado con castigo de deserción, lo cual podría acarrear la pena de muerte, decidieron “hacer una paella”, como se llamaba en el lenguaje de las trincheras al confraternizar. Uno a uno, de ambos bandos, se fueron acercando a la explanada. Decenas de soldados salían de sus posiciones, aprovisionados con periódicos, tabaco y botellas de licor, para dirigirse al encuentro de sus enemigos sin la más mínima actitud combativa, sino todo lo contrario: bajo la mirada atónita de sus respectivos mandos.
La iniciativa había partido la noche anterior por parte de tres dinamiteros, dos cabos y un soldado, quienes habían hecho correr la voz entre ambos frentes y habían propuesto un intercambio a los franquistas. El primero en saltar el parapeto en dirección al campo enemigo había sido el cabo, quien sacando un pañuelo blanco hizo señales al adversario, el que le contestó de igual forma, saliendo ambos al centro del campo, donde el cabo clavó su cuchillo y el contrario su machete. Luego se pusieron a conversar.
Uno a uno fueron apareciendo soldados de un lado y de otro. Empezaron a formarse los grupos, había vecinos, conocidos y hasta parientes.
En el corro en que había quedado Marco el capitán de su unidad se abrazó a un capitán del bando contrario al advertir que habían sido compañeros en África, en la guarnición de Larache, antes de la guerra.
Actos de confraternización como ese se repetirían en varios frentes, llegándose a jugar hasta partidos de fútbol.
—Beba —ofreció un rebelde a Marco extendiendo una botella de coñac.
Marco en agradecimiento le obsequió un cigarro.
—Prefiero los puros —sonrió el enemigo al tomarlo—. Es una pena que siendo todos españoles nos estemos matando, ¿no cree?
Conversaciones de ese tenor discurrían en todos los grupos. La emoción estaba a flor de piel y al caer la noche todos seguían allí, comiendo lo que cada uno había llevado y brindando por la Navidad lejos de casa.
Marco se reencontró con un muchacho que había trabajado a su lado en la fábrica de aceros de Exilart, un joven callado que luego se había ido a vivir a León.
—¿Seguiste trabajando en la fábrica? —quiso saber el falangista.
—No, Exilart me echó…
—Creí que tendrías futuro allí.
—¿Y a ti cómo te ha ido?
—Hasta que estalló la guerra me iba bien… trabajaba en un banco.
—¿Por qué te enlistaste?
—Me obligaron, Marco, no tuve opción. —El joven hizo un gesto de pesar—. Cuéntame algo lindo. ¿Qué pasó con la hija de Exilart? Recuerdo que te rondaba como mosca a la miel.
—Pues… me casé con ella.
—¡Vaya! ¡Esa sí que es noticia! De modo que Exilart es… ¡tu suegro! No comprendo por qué te echó si eres familia…
—Esa es otra historia. La cuestión es que tengo una hija… tiene apenas unos meses.
—¡Joder, tío! Demasiados cambios en poco tiempo… Dios quiera que esta tonta guerra termine pronto y podamos volver todos a casa.
—Que así sea.
—¿Podrías hacerme un favor? —pidió el falangista.
—Dime.
—Necesito que le hagas llegar esta carta a mi novia, ella vive en el pueblo que está en tu retaguardia… Quisiera tener los cojones para pasar, pero… me matarían. —Sacó del bolsillo de su chaqueta un papel doblado—. Se llama Rosa Gómez, trabaja en un almacén, seguramente darás con ella.
Marco tomó la nota y la guardó.
—Se la haré llegar, lo prometo.
Incrédulo ante lo que estaba viendo, un sargento de batería antitanque, republicano, preguntó a su capitán si aquello era un complot.
—Tranquilo —respondió el capitán—, todos somos españoles.
Advertidos los superiores de ambos bandos por medio de mensajes, un comandante franquista y un teniente coronel republicano dieron órdenes de volver a sus puestos de combate, sin resultado.
Tiempo después, en sus declaraciones, el teniente coronel diría: “Rápidamente llegamos allá y pudimos comprobar el caso bochornoso de que ambos bandos se abrazaban y se besaban. Lo sorprendente es que las mismas fuerzas se habían tiroteado con saña días atrás. Durante la confraternización, unos y otros se hicieron promesas de no tirar más”.
Cuando dieron las doce unos cuatrocientos combatientes se abrazaron y besaron olvidándose de la guerra, en la que estaban obligados a matarse. En ese momento, hasta las mujeres se acercaron a brindar, recibiendo silbidos de admiración e invitaciones de todo tipo.
Cecilia se dejó abrazar por todos. Recibió besos y también algunas caricias que iban más allá de un festejo navideño. Después se fue de la mano de un miliciano de su bando y se perdió entre los árboles.
Blanca quedó en medio de esa muchedumbre emocionada, que lo único que quería era volver a casa para recibir el nuevo año en familia. La joven sintió el peso de la tristeza doblándole la espalda y sus ojos se llenaron de estrellas. Marco captó su desolación y se acercó.
—Toma —le ofreció un pedazo de chocolate que le habían regalado—. Es lo mejor para levantar el ánimo.
Ella elevó la mirada y sin decir palabra se lo llevó a la boca.
—Ven —Marco la tomó de la mano.
La muchacha se dejó conducir hasta unas rocas desde donde podía verse el cielo estrellado y la noche de luna creciente. Se sentaron y se dedicaron a observar el firmamento. Hacía frío y soplaba un leve viento que mecía las copas de los árboles. Blanca levantó el cuello de su chaqueta, que no era muy abrigada. Marco sacó de uno de sus bolsillos una petaca y le dio de beber.
—Te aliviará el frío. Ten cuidado, que es fuerte.
Blanca bebió y el alcohol le quemó la garganta, tosió apenas y le devolvió la bebida.
—Sé que no es la mejor Navidad y me alegra celebrarla contigo —dijo Marco—. Me gustaría besarte.
Ella lo miró, nunca antes se había dirigido a ella de esa manera; la fecha los volvía especiales a todos.
—Hazlo.
Marco la tomó de la nuca y la acercó a sus labios. La besó suave, dispuesto a sentir. Hacía tanto que no sentía nada con ninguna mujer… Todas habían sido caprichos para él y ninguna se había resistido a su atractivo. Blanca era la única que no había caído a sus pies y por eso era para él un desafío.
Ella abrió la boca y lo recibió. Era tal su congoja que todo lo que tuviera olor a cariño, aun si era falso, serviría para aliviar el momento. Para Marco ese beso fue un antes y un después. Todo lo que había a su alrededor quedó reducido a esa boca, que al principio se le ofreció vacilante, luego sin barreras.
A Blanca también la sorprendió la profundidad de ese encuentro, que iba más allá del deseo. Parecía como si ambos quisieran sustraerse del mundo y esa unión fuera la única vía de escape.
Marco apretó el abrazo y ella lo acarició a su vez. Ya no sentían frío, todo era liviano y tibio. Se deslizaron por la roca y se recostaron sobre la hierba, donde había anidado el invierno y que sus cuerpos convirtieron en primavera.
Cuando Marco deslizó una mano debajo de su camisa y rozó su piel, ella se estremeció y gimió. Los dedos fueron más allá y tocaron sus pechos acariciando sus pezones.
—Lo siento, no puedo. —Blanca se sentó de repente y se apretó la ropa contra el cuerpo—. Vete.
—No, no me iré. Me quedaré contigo. —Pasó un brazo por sus hombros y la apretó contra él—. Perdona, no quise asustarte. Creí que tú también lo querías, está bien así. —La recostó contra su pecho y se acostó de nuevo, sin dejar de acariciar sus cabellos—. Solo quiero dormir contigo, así, abrazados. No quiero estar solo.
Blanca notó la sinceridad de sus palabras. Nadie quería estar solo esa noche, ni siquiera ella. Aflojó sus músculos en tensión y se dejó abrazar. Cerró los ojos y la respiración de Marco la arrulló, mientras a lo lejos los oficiales republicanos salían a la explanada en vanos intentos de hacer regresar a sus tropas a las trincheras.