Gijón, marzo de 1937
Gaia estaba triste. Hacía más de dos meses que no recibía carta ni noticias de Germinal, su novio por correspondencia. La última había sido para Año Nuevo; en ella le había declarado su amor y le había pedido que lo esperara para comenzar un noviazgo con todas las de la ley. Luego, el silencio se había interpuesto, apenas interrumpido por los disparos y las bombas.
La muchacha pasaba sus días entre el nuevo hospital y las demás obras de beneficencia. Sus padres la dejaban hacer sin quitarle ojo a sus actividades; no querían que Gaia cayera bajo el influjo de las anarquistas, que, además de luchar por la República, lo hacían, con verdadero fervor, por sus propias libertades e igualdad de género. Lo que no sabían Purita y Aitor era que, por mera curiosidad, Gaia había asistido a dos reuniones. Una de AMA, que correspondía a las mujeres antifascistas, y a otra de Mujeres Libres, las anarquistas.
Allí Gaia había podido apreciar las diferencias, y le había contado a su hermana:
—Las antifascistas surgieron en el Partido Comunista —explicó— aunque le dan poco espacio a la agenda feminista. Solo les preocupa que las mujeres asistan en la guerra, pero en beneficio de la situación global, ¿entiendes? No luchan por la emancipación.
—Veo que no te agradan —dijo Marcia con una media sonrisa.
—Ellas solo defienden la República. No digo que esté mal —continuó Gaia—, solo que siguen pensando en que su función es en la casa, detrás del marido, o en su caso, del padre. Debo reconocer que algunas también hablan de los derechos civiles, lo cual ya es mucho.
—¿Y las anarquistas?
—Ellas son de armas tomar. ¿Y sabes quién lidera uno de los grupos? Silvia, la que trabajaba contigo en la fábrica de sombreros.
—¡Cómo no imaginarlo! —sonrió Marcia—. Ella sí que tenía agallas… —agregó al recordar la última vez que la había visto en la calle, empuñando un arma.
—Si debo elegir, me gusta más la propuesta de Mujeres Libres —declaró Gaia—. Las anarquistas reivindican todo el tiempo sus derechos. ¿O debería decir nuestros derechos? Hablan de emancipación, de libertad. No obstante siempre hay alguna que no está del todo convencida y sigue atada al yugo masculino.
—¡Has cambiado tanto!
—Esta guerra nos ha cambiado a todos, Marcia.
—Me gusta oírte hablar así. Parece que esta guerra te hubiera revivido. Antes… antes eras una sombra, Gaia.
—Lo sé… Quizás era el miedo.
—¿Miedo? ¡Ahora es cuando deberías tener miedo! Y, sin embargo, estás todo el día fuera de casa.
Gaia se acercó y se sentó a su lado, sobre la cama.
—Mi miedo no era al afuera, Marcia, sino a mí misma. Siempre me sentí en desventaja, el patito feo de la familia.
—¿Qué dices?
—La verdad. Tú siempre brillabas, siempre fuiste hermosa, y a tu lado yo me sentía poca cosa. Y, aunque tu madre siempre me trató como a una hija, en el fondo yo siempre tuve temor.
—¡Gaia! —Marcia la abrazó con ternura—. Bien sabes que mamá nos ama a las dos por igual y que jamás ha hecho diferencia alguna.
—Lo sé, lo sé, y eso me da culpa a menudo. Siempre fui yo, que me sentí menos, era mi problema. Esta guerra me hizo ver que podía ser alguien más, ser útil, que alguien me necesitara.
—Todos en esta familia te necesitamos, Gaia.
—Para peor… me enamoré de un hombre que jamás me miró como si yo fuera una mujer…
—¿Un hombre? ¿Y Germinal?
—Antes de Germinal, que por cierto… me tiene preocupada.
—Ya llegarán noticias, ya verás que está bien y pronto vendrá a darte una sorpresa.
—Dios te oiga. —Gaia elevó los ojos al Cristo que tenía colgado sobre la cabecera de la cama—. No me refería a él. Cuando te diga… ¡no te rías!
—Cuéntame.
—Me enamoré como una boba de tu cuñado, de Bruno.
Al oír su nombre Marcia se tensó.
—¿Puedes creerlo? ¡Poner mis ojos en Bruno Noriega! Como si ese hombre me fuera a prestar atención a mí… —Al ver que su hermana no respondía la miró—. Estás pálida, ¿te sientes bien?
—Sí, sí, fue solo un sofoco.
—Marcia, a mí no me engañas… ¿Qué ocurre?
—Nada, nada, sigue contándome. —No podía decirle que ella también se había enamorado de su cuñado.
—Marciana Exilart —la conminó—, no me tomes por boba. Te pusiste así cuando nombré a Bruno. ¿Es que acaso… acaso es lo que estoy pensando? —Gaia se llevó las manos a la boca y contuvo el aliento—. ¡Es él! —Se puso de pie y caminó por la habitación, incapaz de permanecer quieta.
—Gaia, por favor, no vayas a decir nada. —Marcia corrió a su lado, la tomó por los hombros y la detuvo—. Por favor, no me juzgues. —Sus ojos brillaban a causa de las lágrimas que peleaban contra su entereza.
—¡Ay, Marcia! No soy quién para juzgarte… ¡Te entiendo, hermana mía! Convivir con ese hombre no debe haber sido fácil, ¿cómo no ibas a enamorarte de él? Él sí es un hombre con todas las de la ley… —suspiró.
—Yo…, yo no quise, Gaia, sucedió. Bruno siempre se ocupó de mí, de nosotras —señaló la cuna donde dormía María de la Paz—. Al principio creí que me odiaba, porque su trato era distante y seco, luego descubrí que debajo de esa coraza anidaba su amor, su amor por mí. —Marcia empezó a llorar—. Por eso se fue a la guerra, porque mientras estuvo su madre no había peligro… y… al quedar solos…
—Marcia, ¿ustedes acaso…? —Al ver la expresión en el rostro de su hermana volvió a taparse la boca para hablar—. ¡Madre del amor hermoso!
—Por favor, Gaia, no digas nada —suplicó.
—¡A quién voy a decir yo semejante cosa, Marcia, por Dios! Ahora entiendo todo… Sí que la tienes difícil, hermanita mía. —La abrazó para consolarla.
—Le escribí, ¿sabes? Y no respondió ninguna de mis cartas… Ni siquiera sé si está con vida.
—Estamos igual, yo tampoco sé si Germinal está vivo o si ya se olvidó de mí.
—No digas eso.
—Lo mejor que podemos hacer es estar ocupadas, así el tiempo no pasa tan lento.
—Tienes razón —dijo Marcia, aliviada al poder compartir su secreto. Ahora podría conversar con su hermana sobre Bruno y el corto amor que habían vivido—. Si quieres, mañana te acompañaré al hospital, quizás pueda servir de algo.
—Claro que sí. Además, las mujeres anarquistas están organizando talleres y charlas para que podamos acceder a la educación. Si quieres, puedes anotarte en algunas de las clases; hay de cultura general, puericultura, enfermería, formación social y hasta mecánica y electricidad.
—¿Te imaginas lo que diría papá? —Ambas empezaron a reír.
—Yo creo que padre ya está curado de espanto. La primera transgresora fue mamá, cuando se le instaló en la fábrica apenas ella vino para aquí. ¿Te han contado esa historia?
—Sí, la conozco. Madre también se enamoró de un hombre prohibido, el marido de su amiga.
—Pues viene de familia —rio Gaia—. Sigo contándote de los planes de Mujeres Libres. Emplean los “clubes de fábrica” para acercar sus proyectos al lugar de trabajo de las obreras, y también “bloques móviles”, para poder acceder a las campesinas.
Las organizaciones femeninas actuaban en todos los sectores. También participaban en tareas encaminadas a la ayuda al ejército y al gobierno, como la petición de donativos y la confección de ropa; celebraban homenajes a los soldados en batalla y de la retaguardia, se ocupaban de comedores sociales, lavanderías y toda la asistencia posible a los heridos y familiares de los combatientes.
—Germinal me dijo que hay mujeres en el frente también, mira que hay que ser valiente…
—¿Las enlistan? —Eso sí que era una sorpresa para Marcia.
—No, al menos de momento no existe una política de enlistamiento para mujeres —explicó Gaia, que sabía todo eso por el intercambio epistolar con Germinal y sus ahijados de guerra—. Ellas van voluntariamente, aunque son minoría. Una de ellas, de origen argentino, alcanzó el grado de capitana.
—¡Vaya! —dijo Marcia.
—Sí, todo un ejemplo Mika Etchebéhère. Por lo que sé, luchó a la par de su marido, a quien mataron en la toma de Atienza; ella ocupó su puesto.
—Estoy impresionada… Yo no me animaría a empuñar un arma.
—¿Sabías que también hay mujeres que conducen? —dijo Gaia—. Son las que llevan los camiones con suministro de productos a los soldados que están en el frente, como ropa, papel, jabón y tabaco.
—¿A dónde llegaremos? —respondió Marcia, entusiasmada.
—A donde queramos.