Cataluña triunfante
volverá a ser rica y llena
detrás de esta gente
tan ufana y tan soberbia.
Fragmento de “Los segadores”, canción catalana
Frente norte, abril de 1937
La línea de frente seguía moviéndose por las distintas ofensivas. A principio de año las fuerzas republicanas habían avanzado bastante sobre la zona de La Robla, llegando a escasos kilómetros de León. Sin embargo, la alegría duró poco y tuvieron que replegarse nuevamente.
—Han llegado órdenes de fortificar aún más —dijo Marco a sus compañeros—. Debemos reforzar con fortines y casamatas en los altos.
Todo esfuerzo era poco. La dureza del invierno, que había sorprendido a muchos con alpargatas en lugar de las botas de campaña, y el material viejo, de la gran guerra, en contraste con el de la zona franquista, que tenía fusiles alemanes nuevos, hacía predecir el final.
—Debemos prepararnos para tomar Tarna y San Isidro —continuó Marco, a quienes los superiores habían dotado de voz de mando—. No nos podemos dormir en el reciente triunfo. —Los republicanos habían tomado Montuerto, junto a las Caldas de Nocedo, y planificaban otro ataque.
Fue ese mismo día cuando trajeron a los prisioneros; venían con el desgaste de la guerra grabado en el rostro, sucios, maltrechos y algunos heridos. Era una fila de hombres entre los que alternaban soldados y oficiales, todos uniformados por la tragedia.
El capitán fue quien interrogó a los superiores, sin obtener información alguna. Esos hombres estaban entrenados y no soltarían prenda con facilidad. De nada valieron los golpes ni los simulacros de fusilamiento, no lograron arrancarles ni una palabra que delatara los planes de los nacionales.
Amarrados a la espera del camión que los trasladaría al campo de trabajo, los prisioneros pasaron la noche, hambrientos y doloridos. Algunos se quejaban. Tenían heridas de bala que se iban infectando, pero nadie hizo nada para aliviar sus quejas.
Cecilia ya se había ido. Finalmente, Blanca no había querido acompañarla; por más que la corresponsal había insistido, se había quedado. No se sentía capaz de alejarse quién sabe por dónde, necesitaba estar cerca por si llegaban noticias de su familia.
Blanca estaba alejada de la rueda de prisioneros, ocupada en alimentar el fuego donde se cocía un guiso, aunque visible a causa de la poca distancia.
—¡Blanca! —La voz de uno de los detenidos se elevó por entre las demás y la muchacha sintió un escalofrío recorriendo su cuerpo.
Miró en dirección a donde estaban los enemigos y algo en la fisonomía de uno de ellos captó su atención.
—¡Blanca! Soy yo, Luis.
La mujer se puso de pie y avanzó como una autómata hacia esa voz y ese nombre familiar. Le costó reconocer a su hermano, tenía la cara tiznada y los labios partidos. Uno de sus ojos parecía haber perdido la visión y el corazón de la chica se estrujó de dolor.
—¡Luis! —Se acercó rauda al grupo y se detuvo a unos centímetros: había miradas de asco y amenaza.
—¡Ayúdame, Blanca! —pidió su hermano—. No dejes que me lleven, me fusilarán.
Blanca quería decirle tantas cosas… Su garganta estaba cerrada. Quería saber de su madre, ¿qué había ocurrido con ella?
—Mamá… —alcanzó a balbucear, presa de la emoción.
Luis bajó el rostro, avergonzado.
—Madre murió. Se la llevaron y… murió en prisión.
El grito desgarrador de Blanca asustó a los prisioneros. Era un aullido, todas sus voces se habían unido para elevarse al viento clamando por su madre.
—¡No! —Fuera de sí Blanca arremetió a puños contra su hermano, lo golpeó con toda su furia y este lo permitió. El cuerpo ya no dolía, era carne muerta, como sus almas.
Marco se acercó y pensó que alguno de ellos la había atacado. Sacó su arma y apuntó al hermano de Blanca en la cabeza.
—¡Déjala en paz, malnacido!
Blanca cayó de rodillas y se aferró a las piernas de su hermano, quien se desplomó a su lado y, como pudo, dado que sus manos estaban atadas, la abrazó.
Marco no entendía qué estaba ocurriendo y permaneció expectante.
—Lo siento, Blanca, lo siento —dijo Luis.
—¿Por qué no la salvaste? ¿Por qué? ¿Por qué? —gritaba la joven, vencida ya.
—No pude, no estaba allí cuando ocurrió… Lo siento.
—¿Dónde está Juan? —Se refería a su otro hermano.
—Está en el frente, iba para Madrid.
—No es justo, no es justo, Luis…, madre era inocente. Todos somos inocentes.
Luis no respondió, él tenía sus ideales, distintos a los de su hermana; no por eso dejaba de dolerle la muerte de sus padres.
—Vamos —dijo Marco al verla en ese estado.
La tomó de la cintura y la hizo poner de pie. La alejó de allí y la llevó a un aparte. Sentados entre las rocas Marco la abrazó. La joven no dejaba de gemir y sollozar.
—Mi madre… han matado a mi madre.
Marco pensó en la suya y en tantas otras madres que habían corrido igual suerte. Quizás era lo mejor, que no presenciaran esa guerra entre hermanos, entre primos y vecinos, unos matándose a otros.
—Y mi hermano… del otro bando. No puedo sentir odio por él, ¡es mi hermano!
—Entiendo, Blanca, no tienes que explicar nada.
—Esta guerra nos está quitando lo poco que teníamos. —Pensó en su novio, en su padre, en sus amigos, entre ellos, Pedro, y en su propio cuerpo ultrajado—. Ni siquiera la dignidad nos ha dejado.
Marco la apretó contra su pecho. No tenía palabras de consuelo, ¿qué decirle? Si tenía razón en todo lo que sentía. Él también era un huérfano, y todavía le pesaban en la conciencia los hombres que había matado.
—¿Qué pasará con él? ¿Lo mataran también? —dijo mirando en dirección a donde estaban los prisioneros.
—No somos asesinos, Blanca —lo dijo sin certezas—. Los llevarán a un campo de prisioneros.
Blanca elevó los ojos y leyó su duda.
—No me mientas.
—Es lo que escuché.
—Ayúdame a darle algo de comer —pidió—, se nota que ha pasado hambre, quien sabe desde dónde viene andando.
—Haré lo que pueda, tampoco podemos exponernos nosotros.
—Por favor.
Cuando cayó la noche, Marco hizo llegar a Luis una barra de chocolate. No había podido conseguir otra cosa sin llamar la atención. Además temía que los mismos prisioneros fueran los que lo delataran.
Después Marco buscó a Blanca, hacía varias lunas que dormían juntos aunque entre ellos no hubiera ni siquiera un beso; solo se abrazaban para espantar el frío y las pesadillas.
Al amanecer el camión se llevó a los prisioneros, Blanca dijo adiós a su hermano y se despidieron entre lágrimas. Nunca más volverían a verse.
En enero el ministro de Justicia de Largo Caballero había declarado que resolverían el gran problema de la delincuencia políticofascista con campos de trabajo. “No hay razón humana por la que soldados, sacerdotes e hijos de millonarios no trabajen como el resto”, había dicho. La idea era transformar a España en un frondoso vergel por medio del trabajo de los prisioneros, y así se abrió el primer campo de trabajo republicano en Totana, Murcia, sobre cuyas puertas un cartel anunciaba: “Trabaja y no pierdas la esperanza”.
Luego de la partida de los prisioneros el frente volvió a la normalidad y no faltaron las discusiones sobre el destino de los mismos. Los anarquistas propiciaban el fusilamiento de los nacionales bajo la voz de ser traidores a la República. En cambio, los republicanos izquierdistas, partidarios de Manuel Azaña, propiciaban su ingreso en los campos de trabajo.
—El servicio los va a rehabilitar —dijo uno de ellos—, tal como lo propuso Manuel Azaña con la Ley de Vagos y Maleantes de 1933.
—¿Dices que los campos son una prolongación de aquella? —intervino otro.
—Pues claro que sí. Hay que aprovechar esa fuerza laboral y ponerla a disposición de la República.
—Si los llevan a Totana los pondrán a drenar marjales —rio uno de ellos.
—Los campos son para la redención y el castigo —intervino un capitán que había escuchado las conversaciones—. No pretendemos exterminarlos, solo volver al rebaño a las ovejas descarriadas.
Lo cierto fue que, más allá de los buenos propósitos, los prisioneros vivían hacinados, sin las mínimas condiciones de higiene, malnutridos. Eran sometidos a un fatigoso ritmo de trabajo, por lo cual muchos enfermaban y luego morían.