Gijón, junio de 1937
La guerra avanzaba y Franco consolidaba posiciones. El devastador bombardeo sobre Guernica en abril había sido un duro golpe para la República, no solo porque había aterrorizado a toda una población, sino porque se habían vulnerado sus símbolos. Al enterarse, Aitor se había exaltado. Allí había pasado parte de su infancia, en casa de sus abuelos vascos.
—¡Atacar la Casa de Juntas, uno de los emblemas esenciales del nacionalismo vasco! ¡Vaya osadía! —había dicho.
—Lo lamento —respondió su esposa—. Habría que llamar y ver si tus primos están bien.
—Iré a la fábrica. —Aitor se puso de pie y se dispuso a partir, no tenían teléfono en la casa—. Vendré para la cena.
—¿Quieres que te acompañe?
—No, quédate mejor con la niña.
La ciudad seguía sufriendo ataques y transformaciones. Algunas de las demoliciones ordenadas a fin del año anterior habían sido paralizadas por el veto de la Consejería de Obras Públicas del órgano político regional, por estar en contra de la forma de realizar las ocupaciones de fincas urbanas, por no atenerse estas a la legalidad republicana anterior a la sublevación militar.
Aitor caminó sin dejar de observar cuánto había cambiado todo. Se había perdido la alegría y la espontaneidad, la poca gente civil que se cruzaba en la calle tenía miedo, la presencia militar por todos lados asustaba.
En la fábrica también los ánimos eran diversos. Los anarquistas compartían la dirección con Exilart quien a regañadientes permitía su presencia. En aquella oportunidad había llamado a su familia en Guernica y se tranquilizó al saber que estaban todos a salvo. Eso había ocurrido dos meses atrás, luego no había vuelto a tener contacto con sus primos. Durante la cena Aitor refirió a su esposa:
—Han lanzado un ambicioso Plan de Reformas, ¿puedes creer? En medio de esta guerra que no tiene fin pretenden una estación centralizada y única para trenes y autocares.
—Quizás sea bueno tener esperanzas y proyectar —dijo Purita.
—Vamos, mujer, si los nacionales avanzan devorando territorio. —Aitor meneó la cabeza—. Quieren demoler el Club de Regatas también, para hacer una vía costera.
—Aún recuerdo aquella vez, cuando fuimos juntos… —rememoró Purita evocando esos días de ensueño.
—Yo también lo recuerdo, en especial tu expresión cuando te dije que el rey daría un banquete. —Purita rio—. Ese día descollaste entre todos los hombres que había allí. Debo reconocer que me sentí un poco celoso.
—¡Y yo sufriendo por amarte en silencio!
Ambos sonrieron al evocar de qué manera finalmente habían terminado juntos.
Afuera, los disparos y corridas eran habituales. Ya se habían acostumbrado a las calles llenas de soldados, a las detenciones sin motivo, a las irrupciones en las casas buscando a algún sospechoso de pertenecer al bando nacional. No era la vida soñada, era la vida que les tocaba.
—Como te decía, el plan de reformas es bastante ambicioso —continuó Aitor—, quieren hacer una ronda de circunvalación para desviar el tránsito pesado de la ciudad, además de crear zonas verdes en los barrios obreros.
El llanto de María de la Paz interrumpió las conversaciones. Purita se puso de pie y la alzó.
—Iré a preparar su biberón.
—¿Y Marcia? —preguntó el padre, quien todavía no se acostumbraba a que sus hijas estuvieran todo el día fuera de la casa y su esposa tuviera que ocuparse de la bebé.
—En el comedor, ya sabes… Ayudando a los huérfanos.
—Es muy loable su tarea, aunque debería recordar que tiene una hija.
Gaia y Marcia se repartían las horas entre el hospital, los comedores y los asilos. Había días en que ninguna de las dos aparecía en la casa hasta la noche, lo cual generaba malestar en Aitor y era Purita quien debía poner paños fríos a la situación. Ella hubiera preferido que sus hijas pasaran más horas en la casa y que Marcia se hiciera cargo de María de la Paz, pero también sabía que ambas buscaban aturdirse para paliar sus cuitas de amor, y qué mejor que ayudando al prójimo. Ella también había sido joven y se ponía en su lugar. Gaia esperando esa carta de Germinal que no llegaba, y Marcia aguardando el regreso de su esposo, de quien recibían escasas noticias.
En el hospital, Gaia, convertida en una experta enfermera a fuerza de ver horrores, atendía a un soldado que habían mandado desde uno de los frentes. El hombre deliraba en sus fiebres. Tenía heridas en todo el cuerpo, le había estallado una granada a pocos metros. Gritaba el nombre de una mujer y no había manera de calmarlo. La sangre manaba de sus cortes y debieron llamar al médico porque la hemorragia era impresionante.
Con las manos y el delantal manchado de sangre Gaia se acercó a uno de los ventanales. La tarde moría así como sus esperanzas de ver a Germinal, ese novio de papel que se había desvanecido. Ni siquiera podría reconocerlo si alguna vez lo veía. La foto que le había mandado estaba borrosa de tanto que la había manipulado. Todo tipo de ideas se deslizaban por la mente de Gaia, quizás el hombre se había arrepentido al ver con detenimiento las imágenes que ella le había enviado, o tal vez tenía una esposa a la cual había regresado. Por momentos pensaba que Germinal había muerto en algún enfrentamiento y que ella no tendría manera de enterarse. ¿Quién le avisaría? Si no era más que otra madrina de guerra.
Triste y desconsolada salió al atardecer, aspiró el aire tibio y el olor de las flores que seguían naciendo pese al horror de esa guerra entre hermanos.
Se deslizó por la pared y se sentó sobre una piedra. Cerró los ojos justo en el mismo momento en que la sirena de alerta empezó a sonar. Estuvo tentada de quedarse allí y que el bombardeo la sorprendiera. Quizás fuera mejor morir, estaba cansada.
Permaneció tiesa, con la espalda apoyada en el muro que empezaba a temblar cuando sintió que la tomaban del brazo y la obligaban a ponerse de pie.
—¡Vamos! —dijo una voz desconocida.
No prestó atención al hombre que la llevaba casi corriendo en busca de un refugio, solo se limitó a sentir su mano firme apretando sus dedos.
Cuando llegaron a uno de los abrigos que ofrecía la ciudad, se metieron en él. Estaba lleno de gente: madres con sus hijos que lloraban, hombres y ancianos. Todos habían sido sorprendidos en la calle, la tarde estival invitaba a estar afuera.
Se apretujaron como pudieron en la oscuridad de ese sótano, donde se mezclaban olores y miedo. Desde arriba se sentían los bombardeos, gritos de quienes no habían hallado resguardo, golpes y destrucción.
Gaia miró a su salvador, en la penumbra no pudo distinguir sus facciones; solo presentía que el hombre tenía clavados sus ojos en ella.
—¿Pretendía quedarse allí? ¿En medio del bombardeo? —dijo la misma voz desconocida. Había un tono de reproche que disgustó a Gaia. ¿Quién era él para reprender sus acciones?
—Eso a usted no le importa.
—Vaya, vaya… Después de todo no es usted tan dulce como se mostraba en sus cartas.
—¿Cartas? —Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad del sótano, volvió a observar a ese hombre, no lo conocía.
—Las que me escribió.
—Escribí muchas cartas —dijo, airada—, soy madrina de guerra.
—Pues yo creí que era especial para usted.
Un nuevo estruendo sacudió el suelo y los gritos se hicieron sentir. Un bebé lloraba y un niño gemía. Gaia sintió que el calor subía por su espalda, ¿quién era ese sujeto? No osó a emitir sonido, aguardaba que el bombardeo finalizase para salir y correr de nuevo al hospital, a donde seguramente llevarían más heridos.
Alguien avisó que ya había pasado el peligro y, paso a paso, todos salieron a la noche. Una vez en el exterior el hombre se puso frente a Gaia y ella pudo verlo. Llevaba ropas de civil, era alto y delgado. Su rostro era atractivo y una sombra de dolor opacaba sus ojos claros. En su observación descubrió que le faltaba un brazo, la manga vacía de la camisa terminaba en un nudo. “Otro mutilado de guerra”, pensó.
Gaia elevó los ojos de nuevo hacia su rostro y él sonrió.
—¿No me reconoce? Quizás me imaginaba de otra manera. Soy yo, Germinal.
Ante su declaración ella se llevó las manos a la boca y reprimió un gemido.
—Dije que vendría a buscarla, y aquí estoy. —El hombre dio un paso y la tomó por la cintura con su única mano—. ¿Puedo besarla?
Recuperada de la emoción, Gaia asintió y dejó que los labios masculinos se apoderaran de los suyos. Ese primer beso le supo a gloria y, sin importarle lo que pensaran las personas que había a su alrededor, se colgó de su cuello y se apretó contra él.
Cuando se separaron Gaia sentía la boca roja y dolorida por su incipiente barba.
—Vino… —atinó a decir.
—Soy un hombre de palabra, Gaia, y aquí me tiene, aunque me falte un pedazo mi corazón es suyo.
—Creí que… Nunca más me escribió… Ahora entiendo.
Se habían sentado en un banco de piedra.
—Fui herido en un ataque y ya ve… Intenté escribirle con la otra mano, fue imposible. —Germinal sonrió con pesar—. Mis compañeros en su mayoría fueron lacerados, algunos ni siquiera se recuperaron… —Esquivó la mirada, no quería que ella lo viera lagrimear, el horror de la guerra aún lo abofeteaba—. La recuperación llevó su tiempo, me trasladaron a una ciudad cercana… —Como ella lo observaba con pena en los ojos Germinal dijo—: No hablemos de tristezas, estoy aquí ahora.
—¡Oh, Germinal! ¡Lamento tanto todo lo que le ocurrió!
—No lo lamente, Gaia, de no ser así tendría que haber esperado a que la guerra terminara para venir… Vea el lado bueno.
Ella sonrió.
—¿Siempre es tan optimista?
—Solo cuando estoy con una bella mujer. —El sonrojo femenino lo devoró la noche.
—¿Dónde se está hospedando? ¿Tiene familia aquí? ¿Alguien…?
—Solo la tengo a usted. —Germinal le tomó el rostro y besó su frente—. Usted, mi ángel guardián. De no haber sido por sus cartas… no sé si hubiera resistido. No me gusta la violencia, Gaia, y el saber que usted me esperaba fue lo mejor que me pudo pasar para poder resistir.
Las lágrimas caían por el rostro de la mujer, que se desbordaba en felicidad. Por más que Germinal estuviera lisiado, ella lo amaba y lo cuidaría.
—Estoy en una pensión, acabo de llegar.
—¿Le gustaría venir a mi casa a cenar?
—Quizás debería consultar con sus padres primero…
—No hará falta, lo esperamos… ¡En un rato! Debo ir a cambiarme, mire, si estoy llena de sangre.
—La acompañaré y contaré los minutos para volver a verla.
Del brazo, Germinal la acompañó hasta su casa.