Adelante, pueblo, a la revolución,
bandera roja, bandera roja.
Adelante, pueblo, a la revolución.
Fragmento de “Avanti popolo”, Brigada Roja
Frente norte, agosto de 1937
Todos recibían cartas, aunque más no fuera de madrinas de guerra, y a Marco empezaba a afectarle la parquedad por parte de su esposa, que era la única que podía decirle dónde estaba Bruno. Había intentado averiguar en el pueblo de retaguardia, en el Ayuntamiento; eran tantos los destinos y los listines que había sido imposible dar con su hermano.
Marcia le escribía muy de vez en cuando, las últimas cartas solo se limitaban a contarle de María de la Paz: que ya se mantenía sentada y empezaba a querer gatear. Imaginó a la pequeña, incapaz de sentir algo por ella, si apenas la había visto una vez.
Se sentía tan extraño y ajeno a esa hija… ¿Qué haría cuando acabara la guerra? Para peor, cada día que pasaba se sentía más ligado a Blanca, a quien deseaba demasiado, sorprendiéndose por respetarla.
Blanca seguía durmiendo con él, pese a que no le permitía ni siquiera un beso. La joven era esquiva cuando de intimidad se trataba y él no podía entender qué era lo que le ocurría. Decidido a tomar al toro por los cuernos una noche la encaró:
—Escucha, Blanca, tú bien sabes lo que siento por ti. ¿O necesitas una declaración formal?
Ella lo miró, estaban ambos en la trinchera que habían compartido toda esa tarde.
—Debo recordarte que tienes esposa, y una hija —respondió.
—Ya te he dicho… no siento nada por ella. Cuando esta guerra termine arreglaré la situación.
—¿Vas a divorciarte?
—Sí, lo haré. No sé cómo será eso, existe el divorcio y lo voy a obtener. —Marco se mostraba seguro y Blanca sintió que una pequeña hendija se abría en su corazón—. ¿Vas a darme la oportunidad?
—Quisiera hacerlo —dijo en voz baja, rendida—, esta guerra me ha cambiado tanto… Ya no soy aquella muchachita inocente de meses atrás, ahora soy una mujer con cicatrices.
Blanca pensó en Fermín, su primer amor, y la imposibilidad de estar juntos. La última mirada que él le había dirigido era de odio, odio por haber sido violada frente a sus ojos, odio por haber permitido que le cortaran la pierna. Ni siquiera sabía si él estaba vivo.
—¿Por qué no me dejas curar esas cicatrices? —Se acercó a ella y la tomó por los hombros—. Yo tampoco soy el mismo… pero qué mejor que yo para entender por todo lo que pasaste.
—Es que… —El recuerdo de la violación la atosigaba—. Hay cosas que… Me han hecho cosas feas.
Marco tragó saliva, siempre había imaginado que había algo más que su esposa y su hija detrás de sus excusas.
—Tú no tienes la culpa de nada, Blanca, nada de lo que haya pasado es tu responsabilidad, ¿entiendes eso?
Ella bajó la cabeza y cerró los ojos, no deseaba que las imágenes de José Serrano mientras la violaba se interpusieran entre ellos.
—Ven, déjame abrazarte. —Al ver que ella no ofrecía resistencia Marco la atrajo hacia él y la apretó contra su cuerpo—. Yo te cuidaré, nunca nadie más te hará daño.
Marco no pudo cumplir su promesa porque esa madrugada fueron atacados por una columna nacional. Fue sorprendido en el campo de batalla, en la lucha cuerpo a cuerpo fue vencido a punta de cuchillo y cayó, herido en el costado. Cuando creyó que sería asesinado, sintió que alguien lo levantaba y lo llevaba a la rastra hacia donde estaban sus compañeros, sentados, con los brazos atados. Desesperado buscó a Blanca entre los detenidos y al no hallarla tuvo la esperanza de que se hubiera puesto a salvo.
Los dejaron todo un día al rayo del sol, que caía perpendicular sobre sus cabezas. Algunos se desplomaban, deshidratados; otros se hacían sus necesidades encima. Por más que se quejaron, nadie les brindó atención ni consuelo.
Su herida no era de gravedad y había dejado de sangrar, aunque dolía. La posición en que había quedado dejaba la lesión expuesta y en cada roce involuntario con su compañero le quemaba.
Por la noche les dieron agua, que bebieron como pudieron ya que continuaban atados. Un soldado nacional era quien les ponía el pico de la botella en la boca y decía cuánto podían tomar. Al día siguiente los subieron a un camión. Iban apretados unos contra otros, eran alrededor de treinta los capturados. Marco se adormeció y soñó que estaba en la playa junto a su madre y su hermano. Ellos eran niños y mojaban los pies en el agua bajo la mirada atenta de María Carmen. Hacía calor, mucho calor, y los pequeños se metieron más adentro, riendo y saltando. De repente, una ola gigante se levantó para engullirlos y Bruno desapareció debajo del agua. Marco nadó para ayudarlo, desoyendo los gritos de la madre, y también fue devorado. Voces de mando y un brazo zamarreándolo; abrió los ojos, estaba en el camión. Sus compañeros ya habían descendido, era el único que faltaba. El soldado que lo había despertado lo apuntaba con un arma.
Marco bajó del vehículo y miró a su alrededor, estaban en una ciudad, no sabía cuál, había un ferrocarril cerca.
—Vamos, en marcha —gritó un nacional, y la fila de hombres empezó a caminar en la dirección indicada.
Los prisioneros percibían los ojos curiosos que los miraban desde las ventanas de las casas. El sol estaba cayendo, debían haber viajado bastante. Marco sentía que las fuerzas lo abandonaban, su andar era lento y pesado.
Los metieron a todos en un edificio que parecía un colegio y los encerraron junto a otros detenidos. No todos eran soldados: había civiles también, mujeres y niños. Permanecieron hacinados, compartiendo miseria y piojos. Pasadas unas horas les dieron una magra comida consistente en berzas con patatas, nada de líquido, por lo cual muchos empezaron a manifestar malestar. La herida había comenzado a doler y Marco temió que se infectara.
Los gemidos y las quejas iban en aumento. Enseguida fueron reprimidos por la guardia interior, formada por falangistas reclutados entre la gente de los pueblos vecinos; la exterior la hacían los soldados.
Marco perdió la noción del tiempo y cayó en un sueño liviano, apoyada su espalda sobre la de otro prisionero. Después, aún sin identificar, los detenidos fueron organizados por centurias al frente de las cuales se puso a un responsable encargado del recuento. La suya estaba a cargo de Tom, un campesino de Covarrubias, quien había sido tomado prisionero mientras asistía a los heridos del bando republicano.
A partir de ese momento empezó una rutina de formar dos o tres veces al día en el patio para efectuar el control.
Los reclusos provenían de todos los sectores. Había soldados, voluntarios, jefes anarquistas y miembros de las Brigadas Internacionales. También había mujeres y algunos niños que no habían sido separados de sus madres.
A los pocos días empezó a funcionar la Comisión Clasificadora de Prisioneros y Presentados, encargada de identificarlos y clasificarlos. Primero se tomó declaración a los que acudían de forma voluntaria, que eran los que no estaban comprometidos; luego serían liberados al corroborarse que no habían prestado ningún servicio de armas ni ocupado puestos, habiendo además recibido dos avales de las autoridades de su lugar de residencia.
Marco, por su pertenencia al comunismo, no estaba en ese grupo. Cuando llegó su turno, fue conducido al pabellón de tortura, donde fue interrogado. Querían sacarle información sobre su batallón y demás movimientos de las tropas a las que pertenecía. Pese a los golpes y suplicios Marco no abrió la boca, hasta que cayó en el desmayo. Inerte, fue arrojado junto a los otros.
Allí pasó varios días recuperándose de los golpes, hacinado y en condiciones infrahumanas. El calor no ayudaba, algunos sufrían vahídos a causa de la falta de aire y el amontonamiento. Hubo soldados que habían llegado con heridas de gravedad que terminaron muriendo ante la desatención de sus lesiones.
Marco resistía, comía lo poco que le daban y trataba de reunir fuerzas para cuando las necesitara. Pensaba en Blanca, ¿qué habría sido de ella? ¿Estaría todavía peleando en el frente? Se consolaba imaginando que la posición había aguantado y que los únicos detenidos eran los que habían ido a luchar cuerpo a cuerpo, como él.
Después de unos días alojados en el colegio, fue trasladado junto con algunos prisioneros a la plaza de toros, donde las condiciones eran las mismas solo que debían aguantar también el rayo implacable del sol.
—Van a matarnos —dijo uno de los milicianos que había sido detenido con Marco—. Van a matarnos —repitió presa del miedo.
—Calla, será mejor no llamar la atención.
En la plaza de toros había miles de soldados y cientos de detenidos civiles y huidos, a quienes al principio de la guerra se fusilaba; luego se decidió usarlos como mano de obra para levantar los campos de trabajo.
Tras elegir a los hombres que parecían más fuertes dentro de ese amasijo de seres sin sombra, un comandante los hizo formar cerca de una de las puertas de salida.
—¡Estos, a levantar muros! —ordenó a un subalterno.
Marco iba entre los elegidos y fue conducido hacia el exterior de la plaza y subido a otro camión.
Después de tanto tiempo en el frente, Marco había aprendido a distinguir a los militares de carrera de aquellos que solo se habían sumado a las filas por apoyo a un proyecto político. Así, el ejército de Franco estaba compuesto por tres estamentos diferenciados: los militares que se habían sublevado contra la República, los que habían entrado como voluntarios al ejército durante la guerra civil y los provenientes de las academias militares.
En el primer grupo estaban los tenientes generales y generales de división, fuertemente politizados; en el segundo estaban aquellos civiles que se habían incorporado como voluntarios al bando rebelde, donde había algunos generales, coroneles y comandantes; eran el grupo más numeroso, muchos jóvenes lo conformaban, y estaban al corriente, aún antes de su alistamiento, de la conspiración contra la República; eran falangistas, requetés o personas muy politizadas cuyo fin único era derrocar al gobierno legalmente constituido e instaurar la dictadura. No eran militares profesionales, eran verdaderos milicianos, pero se quedaron en el ejército. Su nivel cultural y profesional era bajo y eran los peores a la hora de la violencia. A su vez, este ejército no profesional, aunque numeroso, impedía el ascenso del tercer grupo que integraba el ejército de Franco, los procedentes de las academias militares, causando frustración y caldo de cultivo.
El viaje fue corto, Marco pudo leer algunos carteles y supo que se hallaba en Miranda de Ebro, un municipio de la provincia de Burgos, en la comunidad de Castilla y León.