Campo de trabajo Miranda de Ebro, agosto de 1937
Marco ya se había habituado a la vida en el campo de trabajo, que los mismos prisioneros habían ayudado a levantar, junto con los mirandeses, cuya ciudad había caído bajo el mando nacional. Se había recuperado de su herida e intentaba tener la moral en alza. Cuando la nostalgia lo invadía, buscaba en sus recuerdos momentos de bonanza y seguía adelante con la ilusión de revivirlos.
Pensaba en Blanca con asiduidad y lamentaba no haber tenido más tiempo para enamorarla y quitarle la pena de los ojos. También pensaba en Marcia y su hija, que ya tendría un año. ¿Caminaría? ¿Qué habría pasado con ellos? ¿Y Bruno? Tantas preguntas y ninguna respuesta.
El campo de concentración de Miranda de Ebro estaba muy bien comunicado tanto por caminos como por el nudo ferroviario; se había convertido en el más importante centro de detención, por su volumen y también como centro clasificador de prisioneros.
De un lado estaban las vías del tren Castejón-Bilbao, y del otro el río Bayas. Se había situado en los terrenos de la fábrica Sulfatos Españoles S.A. y, como también se habían requisado otros terrenos de cultivos, tenía una superficie total de unos cuarenta y dos mil metros cuadrados.
Los mismos presos habían debido alambrar el contorno e instalar las garitas de vigilancia. La dirección se había instalado en las oficinas de la antigua fábrica. Entre el material requisado para levantar el centro figuraban los carromatos de un circo, el American Circus, que se había parado por la guerra. Con ellos los presos hicieron los primitivos barracones y edificios del campo. Había también barracones auxiliares y lavaderos. La vida allí no era fácil, no faltaban los castigos ni los fusilamientos sin motivo.
Marco había trabado amistad con Tom, el encargado de su centuria, quien lo puso al tanto de las clasificaciones.
—No tengo afiliación política —le contó el hombre— ni entiendo esta guerra, mi vida es el campo. Me uní a las milicias populares porque veía que llevábamos las de perder.
—Como decía mi madre —respondió Marco—, a veces pagan justos por pecadores.
—Dicen que estos campos se crearon por la crítica internacional, eso es lo que oí.
—¿Crítica internacional?
—Sí, por el fusilamiento de tantos “rojos” en la plaza de toros de Badajoz, el año pasado.
—No lo sabía —concluyó Marco.
—¿A ti te han clasificado? —quiso saber Tom.
—No, tampoco sé en qué consiste bien eso —dijo Marco.
—Escuché que clasifican a los presos por sus delitos —explicó—. Están los criminales comunes, los no hostiles al Movimiento Nacional, que son los que luchan en el bando republicano por hallarse allí cuando explotó la guerra; los desafectos sin responsabilidades, que vendrían a ser los voluntarios republicanos, y los desafectos con responsabilidades, es decir, los voluntarios con mando.
—Pues no sabía todo eso…
—Cuando se enteren de mi condición —continuó Tom—, me harán formar filas para ellos.
Sin embargo, pasaron algunas jornadas y Marco no volvió a ser llamado para prestar declaración, pasando a formar parte de los obligados al trabajo, que a su vez eran sometidos a las más crueles humillaciones y castigos. Dormían en el suelo y convivían hacinados y en condiciones de salubridad pésimas, contrayendo enfermedades como sarna, tifus y contagio de piojos. A veces, como escarmiento, eran atados a las alambradas o junto al mástil de la bandera fascista, además de las constantes amenazas de muerte y falsos fusilamientos.
Con el correr de los días Marco perdió la noción del tiempo, solo sabía cuándo era día y cuándo noche. Aprendió a diferenciar el trato que les prodigaban y así asistió a la liberación de una de las categorías de presos: los criminales comunes. Como el sitio estaba saturado, a ellos se les otorgaba la libertad. En cambio, a los desafectos se los obligaba a trabajos forzados.
Tom, como había predicho, fue reclutado por el bando nacional y de un día para el otro lo vieron dando órdenes. El hombre cumplía a rajatabla lo que a su vez le ordenaban a él y todos comprendían que le costase impartir penitencias a quienes habían sido sus compañeros hasta hacía poco. Pero había que salvar la vida y cada cual tenía que cumplir con su misión.
Los prisioneros eran también obligados a cantar y alabar a Franco mientras que las creencias republicanas eran ridiculizadas. No solo había republicanos sino también integrantes de las Brigadas Internacionales.
Una noche tuvieron que presenciar un horrendo castigo a un par de sacerdotes vascos. Después de haberlos tenido todo el día sin comer y tirando del rodillo durante horas, los hicieron desnudar frente a todos, incluso frente a las mujeres. Bajo amenazas e insultos los obligaron a bailar en un tablado, coreados con gritos de “bailen, curas rojos”. Luego, les afeitaron los genitales, sin importarles los cortes y heridas que provocaron infecciones. Una de las mujeres acabó vomitando y uno de los sacerdotes se desmayó mientras lo rasuraban. Nadie osó intervenir, lo que vendría podría ser incluso peor. Los presos vivían atemorizados y algunos empezaron a planear cómo salir de allí.
Un día los hicieron formar filas y un médico los revisó. Luego, un oficial decidió quiénes eran los más fuertes para salir a trabajar a las obras públicas. Así, munidos de ropa militar usada y botas, los subieron a un camión y los llevaron a hacer túneles.
Marco ya se había habituado a la rutina de trabajar de sol a sol a pico y pala, casi sin alimentación y recibiendo palizas constantes. La represión no era solo física sino también psicológica. Parecía haber envejecido diez años, su piel estaba arrugada y el rubio de su cabello había sido invadido por unas canas prematuras.
Con materiales muy rudimentarios, los presos eran obligados a excavar y remover toneladas de tierra para obras públicas. Cuando esa obra se acababa, los llevaban para realizar tareas similares con fines de agricultura. Muchos morían de hambre, pese a ello había que seguir y Marco solo pensaba en una cosa: escapar.