Miranda de Ebro, octubre de 1937
Marco sudaba, pese al frío de esa oscura noche del primer día de octubre. El reloj que había escondido entre sus ropas marcaba la hora indicada. Aguzó el oído y esperó. En cualquier momento la puerta se abriría y se pondría en marcha el plan de Tom.
Cuando sintió el débil sonido de los goznes y una tenue luz se filtró por la hendidura, Marco se puso de pie y avanzó. El pasillo estaba desierto, aunque sabía que sería por pocos minutos, la ronda del carcelero de turno cumplía una frecuencia exacta. Se deslizó por la pared como una sombra. Cuando llegó a la bifurcación tan conocida, cuyo uno de los extremos conducía al pabellón de tortura, echó un vistazo de despedida con el firme convencimiento de que no volvería a pasar por allí. Después apresuró sus pasos en dirección contraria, en busca del escondite que Tom le había indicado en la nota, donde estaría el uniforme que usaría para disfrazar su condición y escapar.
Marco saboreaba de antemano la sensación de libertad, ya no tendría que escuchar nunca más la moralina falangista ni asistir a misa para oír al capellán intentar salvar sus almas. Además de la explotación laboral a que eran sometidos los prisioneros, los sublevados, convertidos en la verdadera nación, tenían como objetivo aniquilar a ese enemigo interno, someterlo y reeducarlo. Y en caso de no ser ello posible, exterminarlo.
Por ello los detenidos eran obligados a reeducarse políticamente, a la eucaristía y a la delación. Cuando no trabajaban, el personal encargado de los prisioneros velaba para que observaran un régimen interior de tratamiento moral, con lecturas, cantos, ejercicios, audiciones, todo ello con el fin de encauzarlos en el nuevo sentir de la patria. Una patria que lo único que hacía era esclavizarlos.
Sin bajar la guardia Marco soñaba con la libertad, al menos de ese campo de concentración. Todavía quedaba encontrar a su familia, saber qué había sido de ellos en la bombardeada ciudad de Gijón. Su paso por Miranda de Ebro lo dejaría marcado de por vida; el hambre, la mugre, el hacinamiento, el estreñimiento que obligaba a que muchos, desesperados, usaran las varillas para abrir las latas como doloroso “laxante”. Nunca más volvería a ser el mismo, ni él ni ninguno de ellos, pero debía sobrevivir.
Se fortalecía pensando en que ya no sufriría más “las parrillas”, cuadriláteros de alambre de espino al sol donde los prisioneros indisciplinados eran sometidos al ayuno, o a disparos nocturnos sobre los detenidos. Nunca más.
Cuando halló el paquete oculto en un hueco de la pared con el uniforme de falangista que le abriría las puertas a su libertad, vaciló apenas un instante. Después se vistió deprisa y disfrutó, mal que le pesare, de la textura de la ropa limpia. Ocultó sus trapos en el mismo agujero y caminó, con paso firme y espalda recta, hacia la salida.
La noche sin luna le era propicia; sin embargo, el miedo le corría por la columna como una araña venenosa. Cuando llegó a la puerta que conducía al patio aspiró profundo antes de asomarse. Sabía que ese era el momento crucial, debía atravesar esa larga extensión que conectaba con la última salida. Libertad o muerte.
Evocó el rostro de su madre y una lágrima se escapó de uno de sus ojos. Apretó fuerte los párpados, no debía perder la frialdad. Su último pensamiento antes de dar el primer paso fue para Bruno, su hermano, su único lazo de sangre además de su hija, esa niña a quien todavía no podía amar y a quien había visto solo durante horas.
Salió a la noche. Un paso, luego otro, la vista al frente, los hombros cuadrados. Aguardaba el disparo que, de un momento a otro, lo dejaría desangrándose en el suelo. Ya estaba a la mitad y todo seguía igual; el cielo oscuro, apenas unas estrellas. La garita de control a la derecha, la silueta del vigilante aparecía recostada sobre el asiento. Quizás estuviera durmiendo, era poco probable; parecían perros de presa.
Marco se había calzado la gorra casi hasta las cejas y avanzó como lo había visto hacer a sus carceleros. A medida que se acercaba a la cabina adoptaba una seguridad que no sentía. El miedo le chorreaba por el cuerpo en forma de sudor helado. Cuando estaba por alcanzar la salida hizo lo que le había escrito Tom y golpeó, apenas, el vidrio que lo separaba con el vigía, quien con una leve inclinación de cabeza lo saludó y le franqueó el paso.
Los segundos que la puerta tardó en abrirse fueron eternos. Cuando finalmente la libertad estuvo frente a sí la acarició con sus ojos. Se bebió el aire, y sin mirar hacia atrás movió un pie. Luego el otro y así continuó, paso tras paso, hasta alejarse de ese sitio de opresión y muerte.
Nunca sabría si el vigía había sido engañado o si era cómplice de Tom. Jamás olvidaría a ese hombre que había arriesgado su vida por él. Le debía todo a Tom Castro.
Pleno de una renovada energía, Marco se dirigió hacia lo que creía las afueras. Todavía no se ubicaba bien, solo sabía que quería volver a su ciudad y corroborar que su familia estuviera con vida. Después… no tenía planes para el después. Por su mente desfilaban los rostros de los seres queridos: Bruno, sus padres, Marcia, su hija… y Blanca, siempre Blanca cerraba la lista de sus anhelos, aunque fuera la primera en su corazón.
Los últimos días pasados en el frente la había sentido. Sabía que debajo de esa coraza ella también experimentaba algo por él. Quizás no fuera amor, ¿qué era el amor después de todo? Junto a ella había aprendido que era posible amar sin tener sexo, querer cuidar del otro, entrar en sus pensamientos y ser parte de sus sueños. Eso era Blanca para él. ¿Dónde estaría? ¿Habría podido salvarse?
Al oscuro de la noche caminó y caminó siguiendo su instinto. Cuando el hambre lo atacó, comió lo que le había dejado Tom en el bolsillo del uniforme y que venía reservando para cuando no aguantase más. Era un pedazo de queso duro que le supo a gloria.
Al alba ya se había alejado varios kilómetros. Estaba en un monte. El cansancio le dijo que era hora de detenerse y buscó refugio. Halló un hueco donde acomodarse y eligió ramas y hojas para cubrirse. No debía quedar expuesto a que una patrulla falangista lo descubriera.
Se camufló con la naturaleza y se echó a descansar. El sol otoñal calentó sus huesos y el canto de los pájaros fue su canción de cuna.