Gijón, septiembre de 1937
A medida que el automóvil, conducido por Bruno, se acercaba a la ciudad, podían ver los destrozos del bombardeo. La Legión Cóndor se había ensañado con Gijón, y el puerto lloraba su desgracia. Junto a los barcos mercantes averiados o hundidos se iba la esperanza del exilio. El aullido de las sirenas y el humo indicaban dónde había ocurrido el último ataque. La ciudad era un descontrol, patrullas por todos lados, gente llorando buscando desesperada entre los escombros.
Para alivio de Marcia las bombas no habían sido cerca de su casa, no pudo evitar sentirse egoísta ante tal sensación. Bruno detuvo el coche frente a la vivienda de Exilart y ayudó a bajar a la pequeña, que, ajena a lo que ocurría a su alrededor, seguía tendiéndole los brazos, fascinada con ese ser extraño que la miraba desde su único ojo. Marcia se proponía a entrar cuando él le entregó a la niña, inequívoca señal de que se iba.
—Acompáñame —pidió Marcia, los ojos implorantes. No quería que se fuera. Necesitaba tenerlo cerca un poco más, aunque no pudiera saciar su deseo de abrazarlo, al menos quería compartir unos minutos—. Mis padres querrán verte.
—Dales mis saludos. —Dio la vuelta para irse, pero ella no iba a dejarlo tan fácilmente.
Lo tomó del brazo en su afán de detenerlo y ese contacto fue como un fuego para él. Giró con violencia.
—No me toques, Marcia. No quiero verte.
—No me hagas esto, Bruno —rogó aun cuando no le gustaba ese papel—. Sabes que te amo…
—¡Nunca más vuelvas a decirlo! Ten respeto por mi hermano —lo dijo con tal furia que la muchacha se asustó. María de la Paz empezó a llorar al percibir la tensión de la madre y Bruno maldijo en voz baja. Le dio la espalda y se alejó. Sin embargo, alcanzó a escuchar la voz desgarrada de Marcia.
—¡No te librarás de lo que nos pasa!
Siguió caminando, los puños apretados, las mandíbulas tensas. La piedra en que había convertido su corazón empezó a resquebrajarse y se odió por eso.
Al llegar al sitio donde habían caído las bombas se mezcló entre los voluntarios y ayudó a rescatar heridos. Sucio y manchado con sangre se ofreció para asistir en el traslado; el ataque había sido feroz y había dejado un reguero de muertos y mutilados.
Cargando improvisadas camillas, porque las verdaderas no alcanzaban, realizó varios viajes hacia uno de los hospitales que se había instalado en una capilla cercana, compartiendo espacio con anarquistas, donde integrantes de Mujeres Libres oficiaban de enfermeras, a escasez de las profesionales.
Las horas que pasó ayudando al menos no pensó en Marcia. Aprovechó que estaba en la ciudad, o lo que quedaba de ella, y se acercó a un puesto a averiguar sobre su hermano. Quizás alguien supiera de él.
—Estaba en el frente norte —dijo al soldado que lo atendió.
Después de un rato de buscar en los listados, nadie supo darle información sobre su paradero.
Bruno emprendió el regreso a la casa pensando en que quizás hubiera sido mejor morir en combate. Maldecía su suerte, estaba enojado con el mundo. Nada había salido bien.
Cuando llegó vio sobre la mesa la mercadería que Marcia le había dejado. Todo le recordaba a ella. Ni siquiera se había atrevido a tirar el zapato, que, cual Cenicienta, ella había perdido. Lo guardaba cerca de sí, al lado de su cama, como si en algún momento la princesa pudiera reencontrarse con el príncipe para vivir el amor y ser felices por siempre.
Su reflejo en el espejo del baño le hizo pensar que él no era ningún príncipe, sino que se parecía más a la Bestia. ¿Qué extraño maleficio había caído sobre él? Irritado con su destino, dio un puñetazo y su imagen se multiplicó mientras algunos vidrios se estrellaban en el piso.
La sangre corriendo por sus nudillos y el ardor a causa de un trozo que se le quedó clavado le hicieron tomar conciencia de lo que había hecho. Se quitó el fragmento y fue a buscar agua para limpiarse. Mientras la sangre aguada corría por sus dedos se preguntó dónde estaría su origen. ¿Quién sería su verdadera madre? No tenía vínculos sanguíneos, estaba solo. Ni siquiera podría plantar su propia semilla porque se había propuesto no volver a traicionar a su hermano. Y, después de Marcia, no habría mujer en la tierra en la que posaría los ojos y menos el corazón. Con la mano vendada se tiró sobre la cama que una vez había compartido con ella y lloró su desazón hasta que el sueño fue su alivio.
En la ciudad, Marcia disimulaba frente a su madre. Purita quería saber cómo estaba Bruno y cuándo iba a ir a visitarlos.
—No es el mismo de antes, madre —explicó Marcia—. La guerra cambia a los hombres… Está extraño.
—¿Quieres decir que… tiene alguna secuela además del ojo?
—Espero que no —lo dijo con tal angustia que Purita se puso de pie y se sentó a su lado. María de la Paz dormía en uno de los sillones.
—Hija… ¿Qué ocurre? ¿Te sientes bien?
—Sí, madre, es esta guerra que no entiendo, que nos hace tanto daño a todos los españoles. —Sabía que si dejaba entrever sus verdaderos sentimientos debería llegar hasta el final. Y nadie debía saber lo que había nacido entre ella y su cuñado.
—Pronto va a terminar —murmuró Purita como si hablara para sí.
—Lo dice con pena, madre…
—El fin de la guerra implica otro comienzo, hija, y no será mucho mejor, te lo aseguro.
—¿Es lo que dice papá?
—Es lo que se siente en el aire. Los nacionales nos están cercando, en breve estaremos bajo su mando.
—¿Y qué vamos a hacer? —Había temor en su voz.
—Quizás debieran irse…
—¿Debieran? ¿Quiénes? ¿A dónde?
—Ustedes, tú y Gaia… —Purita hizo una pausa y miró a la niña que dormía su inocencia—. A la Argentina, con mi hermana Prudencia.
Marcia conocía la historia de su tía, un personaje que despertaba su curiosidad y admiración, una mujer que en su juventud se había hecho llamar Victoria y se había inventado un pasado para ocultar un asesinato por el cual había estado presa. Prudencia había protagonizado una gran historia de amor y le hubiera gustado conocerla.
—¿Y ustedes? —Marcia abrió los ojos, no era capaz de irse tan lejos sin sus padres.
—Tu padre no va a dejar la fábrica, hija… sabes que es su vida. —Miró el reloj y añadió—: Mira la hora que es. Y todavía no ha vuelto… Ni siquiera el bombardeo lo trae a la casa.
—Teme que le quiten lo que tanto esfuerzo le ha costado —reflexionó la hija.
—Lo sé, estuve a su lado en tiempos difíciles, pero esto se salió de cauce. Detrás de los sindicatos vendrá el nuevo gobierno para adueñarse del acero.
—¡Madre! Lo dice como si fuera un hecho.
Purita se acercó a su hija y la miró a los ojos.
—Sabes cuánto te amo, a ti y a Gaia. —Le acarició el rostro y le quitó un mechón que se le había ido a la cara—. Temo por su seguridad si se quedan acá. Es inminente la toma de la ciudad por los nacionales… ¡y Dios sabe lo que va a ocurrir con todos nosotros!
—¡No sea fatalista, madre!
—Marcia, tenemos puesto el sambenito de “rojos”. Cuando caiga la ciudad, no tendrán contemplación con nosotros. —Pensó en lo que había ocurrido en Oviedo y en el resto de la República, donde familias enteras había sido víctimas por su condición de republicanas—. Y ni tu padre ni yo consentiremos ser lo que no somos.
—No entiendo, mamá.
—Pues que no nos convertiremos, no pagaremos ese precio para sobrevivir.
Marcia se conmovió por su madre, tan fiel a su padre y a sus convicciones.
—Quizás no sea tan así, esperemos…
La semilla de la duda ya había sido plantada.
—Hablaré con Gaia cuando regrese —continuó Purita—, seguramente Germinal estará de acuerdo en partir.