Camposancos, octubre de 1937
Blanca continuaba viviendo en un ala destinada a los superiores del Colegio Apóstol Santiago de los Padres Jesuitas. Pasaba muchas horas sola, porque todo el tiempo arribaban prisioneros de todos lados, por lo cual su hermano y el coronel Plasencia tenían mucho de qué ocuparse.
La muchacha vivía en una contradicción constante. Sabía que estaba siendo desleal tanto consigo misma como con su gente. ¿Qué diría Fermín, su novio? Aunque hacía rato que había dejado de ser su novio. ¿Y Pedro, su gran amigo? Su padre y su madre habían sido asesinados por los falangistas, y allí estaba ella, disfrutando de su hospitalidad. Se daba asco, aun cuando sabía que era la única manera de salvar la vida.
Tampoco sabía qué había ocurrido con Diego y el resto de sus compañeros, se sentía una traidora. Los días se le hacían interminables y las noticias no llegaban. Le había pedido a su hermano Juan que rastreara a Marco Noriega. Necesitaba saber de él.
—¿Quién es?
—Un amigo… Alguien a quien conocí en el frente.
—¿Solo un amigo? —Blanca le había dado la espalda. Ni siquiera ella sabía lo que significaba Marco en su vida—. Vamos, mujer. Si voy a ayudarte, necesito al menos saber por quién voy a arriesgar el pellejo.
—¿Vas a ayudarme, entonces? —La muchacha le había tomado las manos e implorado con los ojos.
—¿Es importante para ti?
—Sí, lo último que supe es que fue tomado prisionero… Es un buen hombre, él se ocupó de mí allí.
—Está bien —había dicho Juan—, haré lo que esté a mi alcance.
—Gracias.
Desde esa conversación habían pasado algunos días y su hermano no tenía noticias. Ella tampoco se atrevía a preguntar. No quería estropear la situación. Todo el tiempo temía que un revés complicara las cosas, incluso para ella misma.
Por la noche solía cenar sola, a veces Juan se hacía unos minutos para visitarla. Otras, aparecía Isidro en su cuarto con la excusa de tomar una copa, y se quedaba un rato conversando con ella. Blanca se daba cuenta de la atracción que ejercía sobre el coronel y no quería alentar sus sutiles avances; tampoco podía repelerlo. El miedo regía su vida.
Rara vez se aventuraba fuera del ala que le habían asignado. Era como estar presa. Sin embargo, la curiosidad se impuso una tarde y fue más allá de lo permitido. Justo coincidió con la llegada de nuevos prisioneros. Desde lejos pudo ver cómo los hacían descender del camión a los gritos, cuando no a los golpes. Había hombres de todas las edades, todos estaban uniformados por el hambre y el dolor. Ropas sucias y ajadas, rostros desolados y barbas y pelos crecidos. Era imposible distinguir entre uno y otro.
La angustia le aflojó las lágrimas; sabía que esos hombres serían encerrados y sometidos a interrogatorios y torturas. No entendía el porqué de tanta saña.
Deshizo sus pasos a la carrera y se refugió en su cuarto. Se echó a llorar sobre la cama hasta que cayó en el sueño.
Unos golpes a la puerta la despertaron. Se acomodó la ropa y abrió; era Juan.
—¿Qué te pasa? —dijo el hombre al ver su rostro donde el llanto había dejado su huella.
—Solo un poco de tristeza. —Se abrazó a su hermano, sorprendiéndolo. Blanca no solía ser demostrativa.
—Vaya, vaya… —La separó y la llevó hasta la cama, sobre la que se sentaron—. Hoy ha llegado un nuevo contingente de prisioneros. —Blanca quiso decirle que los había visto, mas prefirió callar—. Y entre ellos está tu amigo, ese Marco Noriega.
—¿Marco está aquí? ¿Lo viste? ¡Dime que está bien! —La ansiedad de Blanca brotaba por sus poros.
—Está vivo, es lo que cuenta, ¿no?
—¿Qué quieres decir?
—Eso. Su situación no es la mejor, Blanca, escapó de un campo, en Miranda de Ebro.
—¿Está herido? Quiero verlo.
—¡Eso es una locura! ¿Quieres que mi cabeza ruede? No puedes verlo.
—¡Por favor!
—He dicho que no. —Juan se puso de pie y encendió un cigarro—. No me obligues a denunciarte, Blanca.
—¡Por favor, Juan! ¡Te lo ruego! —insistió.
—No puedo; es muy riesgoso, para ti y para mí.
Blanca caminaba por el reducido cuarto. Su cabeza funcionaba a mil.
—Dime que está bien…
—Está… como están todos. —No se animaba a decirle que había sido torturado y que había perdido la habilidad de una de sus manos—. Estará aquí por poco tiempo. Será conducido a Gijón, para ser juzgado por el Consejo de Guerra.
—Entiendo… —Blanca suspiró—. Dime, Juan, ¿estoy prisionera aquí?
—¿Qué dices? Tú eres libre. Es más: si te vas, me haces un favor. No quiero tener problemas por tu causa. —La miró. No quería ser duro con ella; sin embargo, vio un brillo especial en su mirada.
—Entonces me iré. Iré a Gijón.
—¿Vas a ir detrás de ese tipo?
Blanca asintió.
—¿Es tu amante, Blanca? ¿Y Fermín?
La muchacha bajó la cabeza, avergonzada. Habían pasado tantas cosas en ese tiempo… Sabía que su relación con Fermín había terminado, ninguno de los dos podría sobreponerse a la violación que ella había sufrido y que él había presenciado. Además, la guerra y sus miserias la habían cambiado. Ya no sentía nada por su primer amor, solo la pena de saberlo marcado de por vida. ¿Qué habría sido de él? Ni siquiera sabía si estaba vivo. No había vuelta atrás. En su norte ahora estaba Marco, por quien sus sentimientos eran confusos y a la vez poderosos, tanto como para arriesgar su vida por él.
—No, no es mi amante, es alguien importante para mí. ¿Puedes entender acaso que, excepto tú, no me queda nadie? ¡Esta maldita guerra se ha llevado a mis seres queridos! —Blanca estaba furiosa—. ¡Tuve que escapar de casa sabiendo que habían matado a papá, dejando a mamá sola en manos de esos desalmados!
—¡Cállate! ¿Quieres que nos escuchen? —Se acercó y la abrazó—. Cálmate. Veré qué puedo hacer.
Ella elevó el rostro, suplicante.
—¿Me ayudarás?
Juan la soltó y dio unas vueltas por el reducido cuarto.
—Es difícil lo que me pides… ¡Pueden matarme si descubren que estoy ayudando a un traidor!
—Yo te ayudaré, si es necesario, dime qué debo hacer.
—Déjame pensar. —La miró y ella vio la duda en sus ojos—. Volveré mañana.