Camposancos, noviembre de 1937
Blanca estaba cada vez más nerviosa, los días pasaban y no había novedades. Apenas veía a su hermano y suponía que su ausencia era para evitar que ella lo atosigara respecto de Marco Noriega.
Isidro la visitaba todas las noches y ella se había acostumbrado a esperarlo. Él siempre aparecía con una botella de vino, era un hombre de conversación interesante. Pese a la amistad que compartían Blanca no se animaba a sincerarse con él y hablarle del prisionero. Además, de saberla interesada en otro, seguramente se ofendería, y no sabía qué tipo de reacción podría desencadenar. De modo que debía seguir esperando.
Hasta que una tarde Juan se acercó a ella mientras estaba leyendo en uno de los salones, cerca de un hogar, dado que el frío era cada vez más intenso. Su hermano se sentó a su lado y estiró las piernas.
—Solo se me ocurre una cosa, Blanca —dijo sin introducción.
Ella era toda ojos y oídos.
—Cambiar su expediente —susurró.
—¿Y cómo harías eso?
—Tendrás que hacerlo tú.
—¿Yo? Yo no tengo acceso a esos sectores.
—Yo tampoco, Blanca. Los archivos están en el dormitorio del coronel Plasencia. —Su mirada fue más que insinuante.
—¿Qué estás… —Blanca se puso de pie y caminó, nerviosa—. No, no puedo hacer eso… —Volvió a su lado y se sentó—. ¿Estás diciendo que debo… ir a su cuarto y… —No pudo continuar.
—No se me ocurre otra cosa, Blanca. Él es quien maneja todos esos expedientes. Yo solo puedo darte un nombre. Ayer murió uno de los detenidos, un muchacho de Gijón…
—¿Murió? ¿Cómo? —Blanca suponía que lo habían torturado.
—No, no es lo que piensas… Estaba enfermo, de los pulmones… El chico no tenía filiación política, su expediente es de los más limpios. Seguramente el Consejo de Guerra lo hubiera dejado en libertad, o a lo sumo lo mandarían a trabajos forzados un tiempo.
—Entiendo…
—Solo tienes que cambiar su foto. Luego yo personalmente me ocuparé de que sea trasladado cuanto antes.
Blanca bajó la cabeza. Era un manojo de nervios y dudas. Sabía que para poder hacer eso tenía que neutralizar al coronel de alguna manera, y solo había una forma.
—Juan, yo… No sé si pueda hacerlo.
—Blanca, llevo días pensando en cómo ayudarte. Tu amigo no tiene demasiadas posibilidades, su expediente es negativo. Solo se me ocurre darle una nueva identidad, para que su condena sea de las más leves.
—Está bien.
Juan le dio las indicaciones necesarias para que, una vez en la habitación del coronel, hallara los expedientes.
—Plasencia es un hombre ordenado, hallarás todo lo que te haga falta en su escritorio. Solo asegúrate de que beba lo suficiente para que por la mañana no recuerde nada.
Blanca pasó el resto del día preocupada. Había tomado la decisión de hacerlo y los nervios no la dejaban en paz. Tenía poco tiempo; Juan le había dicho que Marco sería trasladado de manera inminente, debía apresurarse.
Esa noche puso especial cuidado en su aspecto, aunque no tenía con qué arreglarse. Lejos en el tiempo habían quedado los días en que se sentía mujer. Carecía de ropa interior adecuada, ni siquiera tenía agua de colonia. Debía conformarse con el jabón blanco que le habían dado y ropas que no eran de su talla. Su cabello había crecido y lo llevaba a la altura de los hombros. Se miró en el pequeño espejo y no se reconoció. El gesto era sombrío y los ojos no tenían brillo alguno.
—Vamos, Blanca —se dio ánimos—. Debes hacerlo.
Con resolución salió del cuarto y se aventuró al ala donde dormían los oficiales. Solo una vez había seguido a Isidro por ese largo pasillo, porque él mismo la había invitado a recorrer el lugar. Por eso, sabía cuál era su puerta. Una vez frente a ella suspiró y llamó. Al cabo de unos instantes Isidro apareció en el umbral. Su gesto fue de confusión, también de gusto.
—Pase, Blanca, qué grata sorpresa.
—¿Puedo? No quisiera incomodarlo, pensé que sería interesante cambiar de ambiente. —Avanzó y sintió la puerta cerrarse detrás de ella—. Además, en mi cuarto hace mucho frío —añadió insinuante.
El coronel tomó el guante y sonrió. Sus ojos la devoraron y ella fingió timidez ante la muda propuesta.
—Póngase cómoda —dijo—. Iré a buscar la botella y las copas. Me toma usted por asalto.
—De vez en cuando hay que sorprender, ¿no lo cree? —respondió con voz melosa.
Plasencia dominó su excitación y antes de salir de la habitación le acarició el rostro, cosa que nunca había hecho.
Al quedar sola, Blanca calculó que tendría unos minutos para cumplir con su cometido. Fue hasta el mueble que Juan le había descripto y buscó los expedientes. El de Marco lo halló enseguida, el otro le dio un poco más de trabajo. Los colocó a ambos sobre el escritorio y despegó las fotos. El corazón le latía desbocado y sentía el sudor escurriéndose entre sus pechos pese al frío de esa noche otoñal. Encontró el pegamento entre las cosas de Isidro y pegó las imágenes. Ahora Marco se llamaba Jerónimo Basante.
Con premura guardó todo en su sitio y alcanzó a sentarse sobre la cama justo cuando Isidro ingresaba a la habitación. Había sido más fácil de lo que había pensado, ni siquiera se había tenido que sacar la ropa. Sonrió. Ahora solo faltaba deshacerse del coronel.
Plasencia sirvió dos copas y le ofreció una.
—Por las sorpresas —dijo al momento del brindis. Chocaron cristales y bebieron.
Blanca empezó a hablar. Si bien no era una gran conversadora ya había aprendido cuáles eran los temas de preferencia de su interlocutor. A Isidro solo hacía falta tirarle algunas líneas para que empezara a parlotear sin parar. Esa noche fue diferente, el hombre tenía otra cosa en mente y fue por ella.
Terminada la primera copa, las tomó y las dejó sobre la mesa de luz. Se acercó a la cama donde ella estaba y se sentó a su lado. Sin preámbulos la besó. Blanca se sintió extraña y con culpa: le gustaba ese beso. El perfume de Isidro la envolvió y se dejó llevar cuando él la recostó y empezó a acariciarla. Hacía tanto tiempo que nadie la mimaba… Cerró los ojos y sintió las manos recorriéndole la cintura y ascendiendo a sus pechos. Cuando él la cubrió con su cuerpo, fue como si un incendio la habitara. La boca de Isidro buscaba sus pezones luego de desprenderle el saco y la blusa. Aun con ropa él empezó a moverse, restregándose contra ella, arrastrándola en un camino sin retorno. Él advirtió que ella estaba al borde de su resistencia y se detuvo, dejándola ardiente. Se incorporó y se abrió los pantalones; ella lo miraba, atónita por lo que estaba permitiendo que pasara. Isidro le separó las piernas y le subió la falda. Cuando halló su centro con los dedos, sonrió al palpar su humedad. Se introdujo en ella y la hizo explotar de placer. Después, se dedicó a su propia satisfacción.
Al finalizar, Isidro la abrazó. Blanca se acurrucó contra él y cerró los ojos. “¿Qué he hecho?”, se reprochó. Sin embargo, no era capaz de sentir rechazo: lo había disfrutado. Isidro era un hombre atento y había sabido esperarla.
El frío se hizo sentir al bajar la temperatura de sus cuerpos.
—Entremos a la cama —dijo Plasencia.
—Será mejor que vuelva a mi dormitorio.
—Quédate y pasa la noche conmigo —pidió—. Deseo que esta maldita guerra acabe cuanto antes así podemos tener una vida normal. Te quiero en ella, Blanca.
Ella bajó la mirada, avergonzada. No estaba preparada para esa velada confesión, estaba segura de que ella la había provocado con su actitud.
—Isidro, yo… —No sabía qué decir—. Quizás debería irme.
—Está bien —concedió—. Ve a dormir a tu cuarto frío y solitario —bromeó—. Aunque estoy seguro de que aquí estarás mejor.
—Lo sé… —Se levantó y empezó a vestirse—. Otro día, quizás.
Isidro la observó dejar la habitación sin saber que nunca más volvería a verla.