Gijón, noviembre de 1937
La guerra civil había destruido la región y había enormes bolsas de pobreza. Asturias había recibido oleadas de inmigrantes, que llegaban cargando sus maletas de cartón atadas con cordeles y lo poco que podían cobijar en sus manos gastadas. Aunque se tuviera dinero, no había alimentos, y la familia Exilart empezó a sufrir el hambre.
Las hermanas se turnaban para ir a comprar lo poco que podían. Ese día le tocaba a Marcia enfrentar las largas colas que se hacían para conseguir apenas un pedazo de pan, un poco de azúcar o arroz.
—Fíjate que te den un pan más blanco —pidió Purita. El pan era gris, de mala calidad, y su sabor era a tono de su aspecto.
—“Menos Franco y más pan blanco” —dijo Marcia, haciendo alusión a los dichos que se susurraban en las calles—. La imagen de ese hombre está en todos lados, afiches, retratos… ¡Me da asco!
—Pues simula —ordenó su madre—, ahora solo queda fingir y callar. Sabes que estamos en la mira.
La fábrica de Exilart había sido requisada por haber estado al servicio de los republicanos. Purita aún recordaba ese día. Había acompañado a su esposo a las oficinas porque querían esconder todo tipo de documentación que significara riesgos. Pero no había sido posible, los soldados habían ingresado a punta de escopeta y tras gritar órdenes se hicieron con todo.
—No pueden hacer esto —había dicho Aitor.
—De ahora en más, todo pasará a manos del nuevo gobierno —dijo el que estaba a cargo—. Se lo acusa de traidor.
—Mi empresa es independiente y no tiene color político.
Una carcajada irónica sumó tensión al momento.
—El “rojo” se huele en el aire. —El militar empezó a sacar libros de los cajones y armarios y Aitor quiso detenerlo. Recibió por ello un escopetazo que lo dobló en dos.
—¡Déjelo! —Purita fue en su auxilio.
—Lléveselo, antes de que me arrepienta y vayan los dos detenidos.
Aitor no pudo explicar que su empresa había sido tomada por los sindicatos, su voz fue silenciada y el trabajo de años le fue robado. La fortaleza que lo sostenía empezó a desmoronarse y las mujeres de la casa veían que el patriarca se iba empequeñeciendo.
De un día para el otro no tenían nada. Ni siquiera el dinero les servía. El gobierno franquista, con sede en Burgos, había creado un sistema de moneda propio. Había estampillado en seco todos los billetes puestos en circulación antes del 18 de julio de 1936, dejando sin valor los emitidos luego.
Esa medida había aumentado la inflación, y los billetes inutilizados en zonas ocupadas viajaban a zonas todavía republicanas, donde sí valían.
Marcia salió a la calle y no sintió el frío a causa de la furia interior que llevaba desde que había caído la ciudad. Caminó por las aceras plagadas de soldados y llegó a la fila de mujeres que esperaban por un trozo de bacalao o un poco de aceite. “Cuando Negrín, billetes de mil, con Franco, ni cerillas en los estancos”, era el refrán que solía escucharse mientras esperaban. El aislamiento de España había llevado la hambruna. Había escasez de alimentos y floreció el mercado negro, que ya se había iniciado durante la guerra. Los estraperlistas vendían el aceite por cucharadas y todo a precios que pocos podían pagar.
—Mi hija se hizo amiga de un soldado —dijo una señora en la fila—, al menos ella se alimenta bien. —En otro momento hubiera recibido el reproche de sus congéneres, ante la miseria había mujeres que hasta se prostituían para llevar un trozo de pan a sus hijos.
—Tiene suerte, nosotros ya estamos hartos de comer cáscaras de naranja —respondió la que estaba delante de Marcia.
—Hay que andarse con cuidado —contó la primera bajando la voz—. Anoche han sacado una pareja de la cárcel y los han fusilado a ambos en la playa. Dejaron sus cuerpos ahí, a la vera de un pinar, donde han cavado una fosa en la cual acumulan cadáveres.
Marcia no quería oír más, aunque tampoco podía irse de la fila, necesitaban comer. Estaba preocupada por Bruno, temía que fuera delatado por algún fanático por haber luchado en el frente contra los nacionales. Muchos de sus vecinos habían salido a festejar cuando las tropas ingresaron a la ciudad. Sonaban las campanas y había alborotos. Después se había instalado un cuerpo de información de la Guardia Civil, al que acudían los nacionalistas para acusar a los republicanos, a los cuales se encarcelaba o fusilaba.
—Por eso hay que cumplir con todo lo que mandan —continuaba la mujer—, ir a misa todos los domingos y hacerse de la Falange.
—Todo sea por salvar el pellejo —acotó la otra.
Cuando llegó el turno de Marcia ya no había bacalao, menos carne. Recibió apenas unas judías, dos huevos y un pedazo de jabón.
Volvió a su casa con el alma por el suelo, intentando no llamar la atención de los soldados, enfundada en su mantón oscuro. ¡Cómo había cambiado tanto la vida! Todo estaba controlado, y la mujer, sometida.
Necesitaba saber de Bruno, si estaba bien, hacía días que no tenía noticias y empezaba a preocuparse. Pensaba en Marco con pena, si estaba detenido no llevaría mejor suerte. Las noticias que llegaban sobre los presos no eran las mejores.
En el refugio del hogar ayudó a su madre con la comida, y reunidos alrededor de la mesa comieron lo poco que había.
—¿Dónde está Germinal? —preguntó Purita—. Hace días que no lo vemos.
—Escondido, madre —respondió Gaia—, está en una casa de las afueras, a la espera de ayuda del partido para escapar a Francia.
—¿Francia? —intervino Aitor—. Creí que irían a la Argentina, con tu tía.
—Será difícil salir por el puerto ahora, padre. Por eso estamos pensando en cruzar los Pirineos… —Su madre la interrumpió:
—¿Estamos? ¡No estarás pensando cometer esa locura!
—Madre, tranquilícese —pidió Gaia—; ya varios compañeros han llegado a Francia, hay una ruta trazada y…
—¡No puedes hacernos esto, Gaia! —Purita se había convencido de que sus hijas irían a la Argentina y se quedarían bajo la protección de Prudencia y su esposo. Los nuevos planes no le gustaban.
—Madre, usted no entiende, ¡estamos en peligro! —Su voz estaba casi al borde del llanto—. ¡Han fusilado a Anita!
—¿Anita Orejas? —Se interesó Marcia.
—La misma, la que vivía al final de la calle Ferrer y Guardia. Trabajaba conmigo en el hospital. Se había afiliado al Partido Socialista.
—¿Por qué la detuvieron? —preguntó Purita, visiblemente conmovida.
—Fue a los pocos días de la entrada de las tropas franquistas en Gijón; se la llevaron al cuartel. Por lo que pude averiguar, la denuncia partió de una mujer que estaba casada con uno de los guardias civiles.
—¿Y tú cómo sabes todo eso?
—Eso no importa, madre. La cuestión es que a Anita la acusaron de haberla visto dentro del cuartel de la Guardia Civil de Los Campos, a los tres días de que los guardias se hubieran rendido, con una pistola al cinto y un pañuelo rojo al cuello. La condenaron sin más, y la fusilaron frente al paredón del cementerio de Ceares. ¡Ni siquiera esperaron el “enterado” del Cuartel del Generalísimo! Por eso debemos irnos, ¿lo entiende, madre?
Purita bajó la cabeza en señal de asentimiento.
—La ruta es segura —continuó Gaia—, hay miembros de la resistencia que conocen los pasos y prestan su auxilio. En cuestión de días nos iremos.
Aitor vio el brillo en los ojos de su hija mayor y se sintió orgulloso de ella. Gaia había cambiado, esa guerra la había convertido en otra mujer, y él no le cortaría las alas. Sabía que lo que vendría de la mano del dictador no sería bueno para ellos; mejor que ellas se pusieran a salvo.
—¿Conoces el camino, Gaia? —quiso saber.
—Solo sé que la ruta comienza en el pueblo de La Vajol y sube por el macizo de las Salines, donde cruza la frontera con el Vallespir, para llegar al pueblo francés de Les Illes.
—Tienes mi aprobación, hija —dijo para sobresalto de su esposa. Aitor quiso tranquilizar a Purita con su mirada—. Estoy seguro de que Germinal cuidará de ti.
—Claro que sí, padre, él y todos los miembros del maquis.
—¿Qué es el maquis? —Aun sin estar convencida, Purita quería saber.
—Son los miembros de la resistencia. —No quería preocuparla contándole que en realidad eran un grupo de guerrilleros antifascistas formado por los huidos, como se llamaba a todos los que se habían echado al monte tras la persecución por las tropas franquistas, ya fueran republicanos, comunistas o meros simpatizantes—. Hay toda una red que opera desde la clandestinidad, refugiándose en las casas de familiares primero, en las montañas después. Hay también desertores y evadidos penales y de campos de concentración.
—¡Que Dios te ampare, hija! —dijo Purita con temblor en la voz.
Después de la cena, Gaia se acercó a quien amaba como a una madre y la abrazó.
—No tema, mamá, estaré bien. ¡Seremos libres!
—¿Y la niña? Mara no puede sufrir otro desarraigo, debe recuperarse.
—Irá con nosotros.
—¿Lo has hablado con Germinal?
—Él está de acuerdo, será la hija que no pudimos tener.
Marcia se les unió. Había acostado a María de la Paz.
—Te extrañaré —dijo apoyando la cabeza en el hombro de su hermana.
—Y yo a ustedes.
Las tres se fueron a dormir maldiciendo las desgracias que la guerra había traído a sus vidas.