El desierto
Marzo, 1871
Farid rio con el resto de los hombres mientras veía como su tío se esforzaba por embriagar al arqueólogo británico. Solo que, en vez de haber caído inconsciente, el hombre aún seguía en pie bebiendo y compartiendo bromas con todos los presentes.
—Él no es como el resto de los ingleses —le comentó uno de los hombres mientras se detenía a su lado y le ofrecía un odre con alcohol fermentado—. Nos respeta. Respeta nuestras costumbres.
—Eso es algo positivo—comentó no muy confiado al respecto.
El príncipe reconoció que sentía un cierto rencor hacia los británicos porque uno fue el responsable de haberle arrebatado a su madre. Si ella no se hubiese enamorado de él, aún seguiría a su lado y no cuidando a las dos pequeñas medio salvajes.
—Está muy interesado en los túmulos que se hallan en la isla.
—¿Los enterramientos de Dilmún? —preguntó Farid un tanto sorprendido. No recordaba haber escuchado que su padre mencionase intención alguna de que alguien fuese a perturbar el descanso de los muertos.
—Así es. Busca uno en particular. De un antiguo mercader mesopotámico.
—Al jeque no le gustará mucho eso. Nadie debe perturbar la paz de la Isla de los Muertos —declaro Farid con cierta preocupación.
Luego de haber pasado unos días en el desierto con el hombre, este se había ganado su simpatía pese a la desconfianza que los de su clase le generaban. Le resultó un hombre decente y luego de lo que le estaba diciendo uno de los beduinos, todo indicaba que así era.
—Por eso espera que tu tío abogue a su favor.
—¿Y yo también?
—Él ignora tu identidad. Aunque preguntó por tus ojos. —El hombre le dio un ligero choque con el hombro—. Debo decir que Saif fue bastante creativo en su explicación.
—¿Qué le dijo?
—Que eres el hijo bastardo de una concubina. Luego de eso el hombre no preguntó más nada y no es que lo vaya a culpar.
Farid asintió comprendiendo la reacción del hombre. Aunque que una concubina le diera hijos a su esposo era algo de lo más normal considerando que sus ojos traslúcidos no eran algo que se viera a menudo en un rostro dorado como el suyo, todo indicaba que dicha mujer probablemente le hubiese sido infiel a su esposo lo que lo convertía a él en un bastardo. Y eso era algo que lo británicos no veían con buenos ojos, en especial desde que su nueva reina asumiera el trono.
—Ven, únetenos. El hombre es muy divertido… Ha viajado mucho y vivido con otras tribus.
—Yo… —Pero su voz fue interrumpida por el sonido de unos zaggats.
Aunque usualmente las mujeres de la tribu utilizaban túnicas que las cubrían por completo, parecía que esa era una ocasión especial porque vestían sus trajes de dos piezas, cubiertas de pulseras y collares, además de los caderines de bronce.
—Hoy es el cumpleaños de la joven hija del arqueólogo.
Sorprendido, Farid no supo qué decir cuando una joven con piel pálida como la más bella perla se exhibió ante sus ojos enfundada en un traje de tonalidad verde que se destacaba con sus largos cabellos color bronce.
Siempre le fue dicho que las damas inglesas no exhibían su piel ante nadie. Ni siquiera para bañarse y, sin embargo, ahí de pie frente a él se hallaba la evidencia de todo lo contrario.
No fue consciente de estar acercándose a las bailarinas hasta que una ligera presión en su hombro lo detuvo. Hipnotizado, ni siquiera giró a mirar a su tío.
—Trátala con respeto, Farid. Ella no es como las mujeres del harem de tu padre —le susurró el hombre y luego lo liberó.
Apenas asintió, se encontró guiado por dos de las mujeres hasta que estuvo de pie frente a la joven inglesa, quien, pese al obvio sonrojo que él podía vislumbrar a través del tul que cubría la mitad de su rostro, no pudo más que dejarse llevar por la situación.
Pronto se encontró sentado y permitiendo que ella bailase para él y cada vez que ella inclinaba la cadera a su lado, él le obsequiaba una moneda. Si le sorprendió que las restantes mujeres no estuvieran celosas, no le dio importancia alguna a ello.
Estaba demasiado fascinado por la joven bailarina como para ser consciente de algo más que no fuese el hechizo que ella estaba tejiendo a su alrededor. Incluso cuando el baile concluyó y ella se dejó caer de rodillas frente a él con un grito sagrit, él continuó contemplándola como embobado.
Probablemente por eso, en el instante en que una mano masculina se cerró en torno al delicado brazo femenino, él estuvo de pie, cimitarra en mano, apuntando al cuello del maldito atrevido.
—Farid, yo no…
No hizo falta ni una sola palabra de su parte porque la joven de inmediato se encontró liberada pero antes de que él pudiera asegurarse de que ella se hallaba bien y no había sufrido daño alguno, el resto de las mujeres se la llevaron a una de las tiendas más alejadas. La que el suponía que debía compartir con su padre.