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Todo un caballero
de Christine Cross
Londres. 1786
El griterío de los subastadores, las voces de los caballeros y el piafar inquieto de los caballos enrarecían el límpido ambiente de Tattersall’s en Hyde Park Corner, a las afueras de Londres. A Jimmy le encantaba.
Las subastas se realizaban dos días por semana, y él solía acudir cada vez que podía. Sentía una verdadera fascinación por esos nobles animales desde que James Marston lo había llevado a Tattersall’s por primera vez, cuando tenía doce años, para comprarle su primera montura. El recinto, con su patio empedrado en el que resonaban los cascos de los caballos, sus oficinas y el elegante comedor atrajeron su atención tanto o más que los refinados caballeros que conversaban en corrillos y elevaban sus voces para pujar por algún purasangre, pero fueron los grandes ojos negros y el brillante pelaje de los animales los que lo conquistaron. En ese momento, con veintiséis años, los caballos seguían ejerciendo una poderosa fascinación sobre su corazón, casi tanto como la mujer de la que estaba enamorado.
—Entonces, ¿estás seguro? —le preguntó Archibald.
—Por supuesto, Arch. Esta noche, en el baile de los Thurston, le preguntaré a Hester, y mañana hablaré con su padre —respondió con la mirada clavada sobre un tordo que sacaban en ese momento de uno de los establos.
Archibald frunció el ceño.
Conocía a Jimmy desde su época de estudiante en Eton. Cuando llegó al colegio, los demás chicos se burlaban de él por su condición de huérfano y por haber sido recogido en su casa por el marqués de Blackbourne. Archibald lo había admirado en ese entonces, porque jamás lo vio responder a los insultos; había en Jimmy una confianza tal en sí mismo que las burlas parecían no hacer mella en su espíritu. Todo lo contrario a él que, en esa época, era un niño delgado, pequeño y asustadizo.
La única vez que lo vio enfadarse de verdad y responder con los puños fue el día en que el repelente Alfred, cansado de la falta de respuesta de Jimmy a sus burlas, creyó que en Archibald, el pequeño vizconde tembloroso, encontraría una víctima mejor. Sin duda, no le costó demasiado hacerlo llorar. Con las primeras lágrimas que brotaron de sus ojos, algo estalló dentro del joven Marston, que se lanzó de cabeza contra Alfred para defenderlo a él. La pelea apenas duró unos minutos, y Jimmy se ganó el respeto de todos. Por su parte, le ofreció su amistad y su lealtad de por vida.
Por ese motivo, no le agradaba la idea de aquel compromiso. Lady Hester Redmond podía ser una mujer hermosa, pero poseía el corazón de una víbora —engañoso y maligno— y la virtud de una prostituta. No pensaba dejar que su amigo se atase de por vida a alguien como ella; no obstante, si quería hacer algo al respecto, tendría que hacerlo a sus espaldas, ya que Jimmy no escucharía sus razones.
—Pues, entonces, no me queda sino felicitarte, amigo mío —declaró con falsa alegría, mientras le palmeaba la espalda.
—Espero que seas el primero en estrechar mi mano cuando Hester me dé el «sí» —le dijo, volviéndose hacia él con una sonrisa—, pero en este momento prefiero que nos centremos en esta otra belleza.
—Vaya.
La exclamación admirada de Arch provocó otra sonrisa en Jimmy, pero sus ojos azules no se apartaron ni un instante del animal que mostraban en ese momento para la subasta. Negro como la pez, de gran alzada, cruz prominente y patas traseras grandes y largas, era un magnífico ejemplar de purasangre. Se removía inquieto, lo que arrancaba reflejos a su brillante pelaje. Pujó por el caballo, sin importarle el coste. Lo quería y lo conseguiría, como todo lo que se proponía.
—Puede llevarlo a las caballerizas del marqués de Blackbourne —le dijo al hombre después de cerrar el trato con un apretón de manos.
—¿Qué crees que dirá tu padre cuando vea tu nueva adquisición? —le preguntó Arch con una sonrisa burlona, al tiempo que abandonaban el recinto—. ¿Qué es? ¿El segundo este mes?
Jimmy se encogió de hombros.
—El tercero —respondió. Sus labios se curvaron en una mueca involuntaria al pensar en sus padres adoptivos—. No me preocupa tanto James, al fin y al cabo, a él también le gustan los caballos; pero Victoria…
—Lady Blackbourne…
—… tiene un genio vivo —completó él.
Arch sacudió la cabeza.
—Iba a decir que te consiente demasiado, dudo que pueda mantenerse enfadada contigo mucho tiempo.
Jimmy sonrió. Sabía que su amigo tenía razón. Había conocido a Victoria en el Hogar de los Ángeles, el orfanato en cuya puerta lo habían dejado abandonado apenas recién nacido, y había sido amor mutuo a primera vista. Nunca dejaría de agradecerles que hubiesen decidido adoptarlo como hijo. No podía desear mejor familia que los Marston, donde se sentía querido por todos los miembros por igual. El hecho de que Victoria y James tuviesen tres hijos propios no había restado un ápice al amor que sentían por él, y los pequeños lo adoraban. Charles, el primogénito, tenía catorce años y estaba estudiando en Eton; Matthew, tenía doce y era el más tranquilo de los tres hermanos; y la pequeña Victoria, una copia en miniatura de su madre, con su cabello rojizo y su sonrisa pícara, a sus ocho años había decidido que se casaría con él.
Sí, pensó, tenía todo lo que necesitaba. El amor de Hester, teniéndola a su lado como esposa, completaría su vida, rica en felicidad. Se consideraba afortunado. No todos los niños de Angels House tenían la suerte que él, aunque a Peter, su mejor amigo durante su infancia, no le había ido tan mal. Se había convertido en aprendiz de herrero, como deseaba, y había heredado la fragua a la muerte de su dueño. Además, según sabía, se había casado y tenía dos hijos. Mary…
Detuvo su pensamiento. No quería pensar en ella. La última vez que la había visto, antes de marcharse a estudiar a Eton, habían discutido. Mary contaba entonces siete años, y aunque Jimmy sabía que era una tontería que siguiera molesto por lo que pasó entonces, no podía evitarlo. Su recuerdo, diciéndole que ya no quería casarse con él porque, al marcharse a la escuela, se convertiría en uno de esos chicos ricos que querían que todo se lo hiciesen los demás, todavía le dolía. Sacudió la cabeza para alejar aquel pensamiento que le producía malestar y se centró en Archibald.
—Victoria me perdonará en cuanto le diga que se trata de su regalo de cumpleaños —respondió al comentario anterior de su amigo.
—¿Lo has comprado para ella? —le preguntó, Arch, sorprendido.
Jimmy asintió.
—James no podía venir a causa de las sesiones del Parlamento. Además, le resulta imposible ocultarle nada a Victoria, así que me lo encargó a mí.
—Estoy convencido de que a lady Blackbourne le encantará.
—Ya lo creo. ¿Vienes al club?
Arch negó con la cabeza al tiempo que detenía su montura en la calle St. James, en la que se hallaban ubicados la mayoría de los clubes de caballeros. Aunque le hubiese gustado tomarse una copa con Jimmy, tenía algo más urgente que hacer si deseaba ayudar a su amigo aquella noche.
—Lo siento, esta vez no puede ser. He quedado con Caroline que pasaría a visitarla.
—Salúdala de mi parte, y dile que espero que esta noche me reserve un baile. —Esbozó una sonrisa pícara antes de añadir—: Tal vez pueda convencerla de que estará mejor casándose conmigo que contigo.
Arch sacudió la cabeza con una sonrisa.
—¡Ja! No lo conseguirás, no eres su tipo. Ya sabes, prefiere a los caballeros rudos y de aspecto oscuro —replicó, guiñándole un ojo al recordarle una conversación que habían mantenido con la joven Caroline West, hija del conde de Alleston, después de conocerse.
Archibald se enamoró de ella a primera vista, pero estaba convencido de que la joven no se fijaría en él teniendo a Jimmy a su lado. Su cabello rubio, sus chispeantes ojos azules y su musculoso cuerpo de considerable envergadura contrastaban demasiado con su propia figura, más baja y corpulenta, sus ojos castaños y su pelo oscuro. Sin embargo, Caroline lo sorprendió cuando aceptó su cortejo. Más tarde le confesaría que no se había fijado en Jimmy porque su aspecto le recordaba demasiado al de una muñeca de porcelana, mientras que los ojos oscuros le parecían más misteriosos y exóticos. Él no llegó a comprender del todo el comentario, aunque no le importó si con eso conseguía a la mujer que amaba y con la que, en ese momento, se hallaba felizmente comprometido.
—Esta noche, en el baile de los Thurston, te lo demostraré —afirmó.
—Me gustará verte intentarlo. —Si de algo estaba seguro Archibald era de la lealtad de su amigo y del amor de Caroline—. Espero que seas capaz de soportar la lengua mordaz de mi prometida.
Jimmy se sacudió con un estremecimiento fingido, y sonrió al escuchar las carcajadas de su amigo mientras lo veía alejarse, sorteando con su montura el inclemente tráfico de St. James.
La mansión de los Thurston en Mayfair se hallaba abarrotada de invitados que se movían cómodos por el imponente salón de baile que ocupaba gran parte de la planta baja del hermoso edificio de estilo palladiano. La música de la orquesta flotaba en el ambiente junto con el aturdidor aroma de los diferentes perfumes que envolvían a las damas como una nube.
—¿Has comprendido lo que tienes que hacer?
Caroline asintió, aunque no le gustaba nada el asunto.
—¿Estás seguro, Arch? Si Jimmy se entera de que has tenido algo que ver, no te lo perdonará —le aseguró.
—Prefiero perder su amistad a verlo casado con esa arpía que lo hará infeliz. —Apretó los labios con rabia. Se había cruzado con lady Hester unos minutos antes y, como siempre, se le había insinuado, aún a sabiendas de su compromiso y de que era el mejor amigo de Jimmy.
—Está bien —aceptó Caroline, dejando escapar un leve suspiro—. Haré lo que me pides.
—Entonces, lo haremos al inicio del próximo baile. Déjame tu guante, será el pretexto que usaré para ir a buscarte con Jimmy. —Aprovechó la intimidad que les proporcionaba la inmensa columna de mármol y las sombras del rincón para besar con suavidad sus labios—. Todo saldrá bien.
La joven asintió, con gesto serio. No tenía la misma confianza que Archibald, aunque comprendía por qué hacía aquello su prometido. Le entregó su guante y se fue en busca de lady Hester.
Archibald la observó alejarse, luego buscó a su amigo por el salón. Lo encontró charlando con un grupo de caballeros y se dirigió hacia él. Jimmy se disculpó con los demás y se acercó a su encuentro.
—¿Dónde estabas?
Arch sintió un nudo en el estómago ante la traición que iba a llevar a cabo. «Espero que puedas perdonarme, amigo, pero es por tu bien», se repitió a sí mismo. Apretó los puños con fuerza y sonrió con una confianza que no sentía.
—He pasado un rato con Caroline —respondió en voz baja al tiempo que le guiñaba un ojo, sabiendo que Jimmy comprendería. Las estrictas normas sociales les imponían una distancia que a Arch le resultaba cada vez más difícil de mantener; deseaba que se convirtiese ya en su esposa, para no tener que ir robando tiempos a escondidas bajo la vigilante mirada de su guardiana.
—No sé cómo has podido burlar a lady Feston, pero acabas de convertirte en mi héroe, amigo —repuso Jimmy, acompañando sus palabras con unas palmadas en la espalda.
—Tengo mis métodos, si necesitas algunas lecciones. —Alzó las cejas con comicidad, y Jimmy soltó una carcajada.
—No tengo ese problema con Hester —le aseguró.
«No, desde luego», pensó Arch. La desatención de los padres de la joven había propiciado que se convirtiese en una casquivana que aprovechaba su libertad para hacer cosas que una joven de su edad ni siquiera debería conocer.
—Bien por ti —repuso, aunque no había ni una pizca de convencimiento en sus palabras. Los músicos comenzaron a hacer sonar los primeros acordes del siguiente baile de la noche, y Arch se preparó para hacer su jugada—. Tengo un problema.
Sabía que con esas palabras se aseguraría la ayuda de su amigo. Tenía un corazón noble y leal, y jamás lo dejaría en la estacada.
—¿Qué necesitas? —le preguntó de inmediato.
—Caroline olvidó uno de sus guantes —comentó, mostrándoselo—, y tengo que entregárselo antes de que su tía o alguien más se percate de que no lo lleva. Voy a reunirme con ella en la terraza, pero necesito que me acompañes y vigiles, por si alguien se acerca.
—Cuenta con ello.
Se encaminaron hacia las grandes puertas afrancesadas que daban paso a la terraza y al hermoso jardín. Jimmy distinguió la falda del vestido de seda azulada que llevaba Caroline esa noche, pero detuvo a su amigo cuando escuchó otra voz. Caroline no se encontraba sola, aunque, desde su posición, no podía ver de quién se trataba. Se acercaron con precaución.
El corazón de Archibald comenzó a latir con fuerza cuando vio que su amigo fruncía el ceño al reconocer la voz de lady Hester.
—Confieso que le tengo envidia, lady West, su prometido es un hombre muy atractivo.
Caroline apretó los puños con fuerza y compuso una sonrisa insulsa, conteniendo las ganas de abofetear a la joven. Se recordó que lo hacía todo por Jimmy.
—No creo que haya nada que envidiar cuando cuenta usted con las atenciones del señor Marston. Lo cierto es que hay muchas jóvenes que la envidian a usted —respondió, a la espera de que la dama desvelase su verdadera naturaleza lo antes posible. Seguía sin gustarle lo que estaba haciendo.
Lady Hester dejó escapar una carcajada musical llena de notas falsas.
—Bueno, es cierto que posee un cuerpo delicioso —repuso con un brillo de lujuria en sus ojos verdes que hizo que Caroline se sonrojase—, pero es un don nadie.
—Eso no es cierto, además, su padre es marqués —objetó, ofendida.
—Querida, Jimmy jamás heredará ni un solo título, y no hay nada más espantoso que convertirse en la señora de tal, ¿no cree?
—Si se ama de verdad a una persona, no creo que importe demasiado el título que ostente —replicó entre dientes.
—¿Amor? ¿Quién habla de amor? Es usted muy ingenua, lady West.
—Pero, yo creía…
—¿Que lo amaba? ¿Que me casaría con alguien como Jimmy Marston, un bastardo salido de un orfanato? —La carcajada que acompañó a sus palabras sonó hueca y cargada de desdén—. Solo me estoy divirtiendo, ¿qué mal hay en ello?
—Pues te aconsejo que busques otro idiota con el que divertirte —espetó Jimmy, con un tono cargado de dureza, entrando en ese momento en la terraza—, porque yo ya he terminado de cumplir con ese papel.
Caroline se encogió al ver su rostro sombrío y la frialdad en el azul de su mirada, y dio un involuntario paso atrás.
Lady Hester se sorprendió por la interrupción, pero enseguida se repuso, adoptando su papel de seductora. El vestido dorado que llevaba resaltaba su voluptuosa figura, y el escote profundo revelaba demasiado de sus encantos. Jimmy se preguntó en ese momento cómo no se había dado cuenta antes de la vulgaridad de la dama, sobre todo al compararla con el recato y la elegancia de Caroline.
—Vamos, Jim. —Sus labios carnosos, coloreados de un tono rojizo poco natural, se curvaron en un mohín que, en otro tiempo, había considerado delicioso. En ese instante, sin embargo, le pareció un gesto ordinario—. Tú me amas, me lo has dicho muchas veces.
—Siento haber estado tan ciego —la cortó con frialdad—. De ahora en adelante no quiero que te acerques a mí ni a ningún miembro de mi familia, ¿me has entendido?
La actitud de lady Hester cambió de forma tan repentina que hasta la misma Caroline dio un respingo.
—¿Quién te has creído tú que eres para rechazarme a mí, hija de un conde? No eres más que basura recogida de un inmundo hospicio —escupió con rabia, su hermoso rostro desfigurado en un rictus de odio y desprecio—. Me entretenía contigo, sí, porque no sirves para otra cosa.
—¡Lady Hester! —La voz de Arch restalló como un látigo, a pesar de que no había alzado el tono—. Ya es suficiente.
Jimmy tenía los puños apretados. La piel blanquecina de los nudillos indicaba el esfuerzo al que se estaba sometiendo para contenerse. A pesar de todo, no apartó los ojos de la mujer que acababa de atravesarle el corazón con una puñalada certera. El odio que vio en estos no le dolió tanto como la sonrisa desdeñosa que le dirigió antes de abandonar la terraza.
—Nunca fuiste suficiente, James Marston —le dijo al pasar junto a él—. Un apellido postizo no elimina el olor hediondo de tus orígenes, y lamentarás esta noche, te lo juro.
—Ya la lamento —musitó para sí cuando escuchó los pasos de Hester perderse en el salón de baile.
Arch se acercó a él, pero Jimmy lo detuvo. Necesitaba estar solo. Todo aquello en lo que siempre había creído, que el mundo de la alta sociedad en la que vivía lo aceptaba como a un igual, acababa de derrumbarse a sus pies.