Ayla no recordaba qué fue lo que había sucedido después de que había salido huyendo del hombre del pasamontañas. Estaba empeñada en escapar y evitar que le hiciese el daño que en sus ojos relucía, ya que de ninguna manera permitiría perder la guerra sin haber dado batalla, y a ciegas se había lanzado al otro lado de la calle, sin recapacitar en que cualquier vehículo podría atropellarla.
No había reparado en ello en ningún momento hasta que tuvo las cegadoras luces de unos faros delante de ella, barriéndola de pies a cabeza y paralizándola, porque ya no supo qué hacer cuando se encontró de pie en medio de la calle, y de repente la oscuridad se había apoderado de ella. Había visto como último destello la dolorosa luz en su cara.
Así que, una vez que abrió los ojos y vio dónde estaba, las alertas en su cabeza se le dispararon. Su mente procesó que se encontraban en la impoluta habitación blanca de un hospital, por si su cuerpo no reconocía la incómoda cama de duro colchón y de níveas sábanas tan delgadas que daban la sensación de ser de papel.
«¿Qué hago aquí? ¿Por qué me encuentro en un cuarto de hospital?», se cuestionó preocupada, mientras se incorporaba sobre sus codos, e hizo una mueca de dolor cuando su cabeza se fue hacia adelante, mareada, y una punzada de dolor atenazó sus sienes.
Con sumo cuidado se llevó una mano a la frente y tocó, con las yemas temblorosas, el parche que adornaba su piel. Durante unos segundos permaneció ausente, intentando recordar lo ocurrido después de su escapatoria de aquel tipo, pero no obtenía resultado alguno; a su mente solo acudían las imágenes de intensas luces que la encandilaban.
Apartó las cobijas de un manotazo, y vio que había sido despojada de toda su ropa y reemplazada por una fina bata de tela azul. Movió sus piernas, sus manos y cada una de sus extremidades que pudieron haber resultado heridas, pero todo marchaba a la perfección con ella; su cuerpo respondía de maravilla, sin embargo, su cabeza era la que sentía extraña.
Tenía que llamar a su familia cuanto antes y comunicarles dónde estaba, que alguien fuera a recogerla y llevarla a un sitio seguro, donde no volviese a ser molestada por un hombre con el espíritu tan perturbado como el que le había dado caza, durante varios minutos, a las afueras de su edificio.
Se arrastró hasta el borde de la cama, aturdida por la cabeza, que no cesaba de darle vueltas y la obligaba casi a volverse a recostar y cerrar los ojos. O quizás la habían medicado y por ello experimentaba dicha sensación.
Gimió con desesperación y dejó caer con pesadez su cabeza sobre la almohada; cerró con fuerza los ojos y se cubrió con un brazo el rostro, para evadir la blanca luz de la habitación que le hería la retina. Mejor le pediría a alguna de las enfermeras o médicos que la comunicaran con su padre o con Corey para que pasaran por ella, porque de momento le resultaba imposible mantenerse erguida por mucho rato.
El ruido de la puerta al abrirse la hizo apartar su brazo del rostro y girarlo en la misma dirección para comprobar que fuera personal médico quien acababa de llegar, y no el tipo del pasamontañas. Respiró aliviada al ver al hombre mayor vistiendo impecable bata blanca y llevando una tabla médica contra su pecho.
Al irrumpir en la habitación, el individuo sonrió y Ayla experimentó una agradable sensación de alivio; sin embargo, notó al instante que su pulso se disparó de manera ridícula al notar la presencia de un segundo tipo que entraba sin llevar ninguna caracterización de doctor. En definitiva, aquel no parecía ningún médico, y por un segundo temió que se tratara de su atacante.
—Ya veo que ha despertado, señora Russell.
Ayla arrugó la nariz porque el apellido no le sonaba, no le decía nada, y ella no podía ser la persona a quien hacía referencia.
—No, no soy...
—Mi vida, me has dado un susto de muerte.
El segundo hombre que entró después del médico canoso —un tipo alto, grande y fuerte, de cortos cabellos rubios y fleco echado a un lado— se acercó a su cama e hizo que la joven se quedara ahí, quieta, incapaz de mover un solo músculo y limitándose a fijar su mirada en aquellos claros ojos azules ligeramente caídos y adornados por arruguitas en sus comisuras.
«¿Quién rayos es este hombre?», se cuestionó Ayla, pestañeando un par de veces y reparando en la situación en que se hallaba: metida en aquella cama, cobijada por una fina y transparente tela que apenas la abrigaba y que —estaba segura— no disimulaba en absoluto los pezones, que se le habían puesto duros con tener a escasos centímetros de ella a aquel masculino y atractivo rostro broncíneo. Ridícula la reacción que presentaba su cuerpo, sin embargo, era evidente su respuesta positiva.
—No, yo no...
Las palabras se le atragantaron en la punta de lengua; se olvidó de cómo terminar la oración y se limitó a mirar sorprendida y, a la vez, alarmada el gesto que aquel desconocido tenía con ella.
Se sentó en el borde de la cama y cogió una de sus manos con la suya, lo que marcaba un contraste entre su pálida tez y el bonito bronceado de la masculina piel; de igual manera, la diferencia entre su delicadeza y fragilidad femenina, y fortaleza y grandeza masculina. La sensación que le generó su mano grande, fuerte y callosa al sostener la suya provocó en Ayla un delicioso cosquilleo que la recorrió de pies a cabeza.
—Tranquila, mi amor. Soy yo, Tyler. —Sonrió sin mostrar los dientes y entrecerrando los ojos—. Todo estará bien, nena. —Se llevó su mano a los labios y depositó un dulce beso en los nudillos de la joven—. Aquí estoy.
«¿Mi amor? No, en definitiva, yo no puedo ser esa mujer a la que él se refiere. No lo conozco, nunca antes en mi vida lo he visto y, si piensa que me confundirá, se equivoca sobremanera», se dijo, y le retiró la mano y se incorporó sobre los codos.
El movimiento ocasionó que la cobija resbalara hasta su torso y revelara la transparencia de la tela y, detrás de ella, su cuerpo, que respondía a la descarada mirada que el hombre le dedicó.
—Yo no soy ella —declaró con voz firme, alzando la barbilla—. No me llames así.
El desconocido frunció el ceño, curioso ante su aclaración. Alargó la mano hacia su rostro y tocó su mejilla con las yemas; tras su caricia, dejó la sensación de quemazón en la piel de la mujer.
—Al parecer, sufre de un lapso de amnesia, señora Russell —intervino el médico, lo que atrajo la atención de ambos—. Se ha dado un buen golpe en la cabeza, pero las tomografías no muestran nada anormal en el cerebro. Es posible que sea breve y que recobre la memoria en cuestión de un par de días. No hay que presionar a la paciente al respecto, sino más bien darle su espacio y ayudarla a recordar con suma delicadeza.
—Yo sé quién soy —insistió Ayla—, recuerdo a la perfección todo, pero no tengo ni la más remota idea de quién pueda ser este hombre.
—Soy tu marido.
Los grandes ojos de Ayla se abrieron como platos, asombrada. No estaba segura de qué juego macabro jugaba él, aunque de una cuestión sí estaba convencida: no sería partícipe si a costa de ella iba a divertirse.
Echó la cabeza atrás, apartándose de su caricia, aunque en el acto todo su mundo se meneó de lugar, y tuvo que cerrar los ojos unos segundos en un intento por recomponerse del movimiento.
—Es mentira —masculló mientras apretaba los puños con fuerza sobre su regazo. Abrió los ojos y vio el sereno rostro masculino a escasa distancia del suyo—. No te conozco, no me conoces, así que no entiendo por qué demonios pretendes que crea tus palabras.
—Porque somos esposos —insistió—. Estamos casados, Becca...
—¡No sigas llamándome así! —gritó y golpeó el colchón, lo que provocó que el hombre que se autonombraba su marido echara la cabeza hacia atrás.
Estaba a un paso de perder la paciencia y nadie ayudaba en nada. Por fortuna, el médico decidió intervenir y se aclaró la garganta, lo que llamó la atención de ambos jóvenes.
—Es normal que no recuerde algunos sucesos, se ha dado un golpe fuerte en la cabeza, pero le aseguro que recordará todo en breve. —Le infundió ánimos el hombre—. En estos momentos se encuentra un poco confundida y asustada, no es para menos, y le reitero que ya pasará.
Ayla negó energética con la cabeza y abrió la boca a punto de replicar, sin embargo, Tyler se apresuró a ser el primero en hablar.
—¿Puede suministrarle algunos calmantes?
—Ni se te ocurra —siseó la joven, mordaz.
Tyler arqueó una de las pobladas cejas castañas y se alejó de ella; y le indicó al médico, mediante una muda señal, que asistiera a su lado. En silencio el hombre se acercó a la cama, al tiempo que recibía la furiosa mirada que Ayla le dedicaba, y sin inmutarse por ella extrajo del bolsillo de su bata una inyección que ya llevaba preparada con calmantes y, pese a la oposición de la mujer, logró suministrársela.
Una indignada exclamación brotó de sus labios, y dirigió una acusadora mirada hacia el grandulón que permanecía a los pies de la cama, con los brazos cruzados sobre el amplio pecho, estudiándola en total silencio.
Quizás necesitaba descansar, dejarse llevar por la oscuridad e inconciencia que la arrastraban con sus gentiles garras y la transportaban a un sitio agradable, en donde no había miedo ni desesperación, ni tampoco encontraba aquellos azules ojos, que fueron lo último que había visto antes de caer rendida en un profundo sueño.
***
Tyler no pudo evitar hacer una mueca de desagrado al ver a aquella desconocida ceder a los efectos de los medicamentos. Experimentaba cierto regusto de culpabilidad, pero no había podido hacer nada más al respecto que mentir sobre su parentesco cuando la había llevado al hospital y le habían pedido algunos datos.
Acababa de llegar a la ciudad y su primera acción fue atropellar a una mujer, aunque no la había atropellado; ella se había desmayado delante de él y, por ende, no había podido dejarla tirada a su suerte. Había actuado por mero instinto, porque había sido entrenado para hacer su trabajo de modo mecánico, sin mezclar emociones, y de igual manera se había hecho pasar por su marido porque no tenía ni puta idea de quién era ella.
—Durará así buen rato, señor Russell —oyó decir al médico una vez que se apartó del lado de la joven—. Me retiro, pues todavía me quedan más rondas por delante. Puede llevarse a su esposa al día siguiente; no requiere atención médica, ya que se le hicieron los exámenes necesarios para descartar fracturas o golpes internos.
Tyler le dedicó una veloz sonrisa y asintió con la cabeza, cuestionándose si sería buena idea pasar una noche, su primera noche, en el hospital.
—Se lo agradezco —murmuró clavando su mirada en la inerte figura en la cama.
Deseaba que despertara pronto, que le revelase su identidad, y poderse largar del lugar cuanto antes y no volver a tener nada que ver con ella. No le apetecía continuar tratando con aquella mujer porque, nada más tocarla, nada más aspirar su costoso perfume y rozar su tersa piel, el pulso se le había disparado por encima del nivel normal, lo que no le ocurría desde hacía demasiado tiempo. Ya se había olvidado de esa sensación.
Se pasó una mano por el rostro, frustrado por no tener idea de qué podía hacer. No debía tomarla como su responsabilidad, pero tampoco tenía los medios de contactar a su familia.
Cuando la habían desnudado, guardaba la esperanza de encontrar su cartera o alguna pertenencia que lo ayudara a buscar a alguien y ponerlo al margen de la situación de aquella mujer. Ella no cargaba nada consigo cuando la había atropellado, y se había dado cuenta de que estaba en lo cierto una vez que la habían llevado a la habitación y le habían entregado su ropa. A fin de cuentas, había tenido que prestarle su apellido y hacerse pasar por su esposo para estar al margen de su estado.
Experimentaba culpa por atropellarla, y hacerse responsable de ella mientras estaba en el hospital lo consideraba como medio de pago.
Fue a tomar asiento en la silla que había al lado de la cama, entretanto aguardaba que ella despertara. No había nadie que lo esperara en casa, estaba él solo en aquella ciudad, y nadie se preocuparía por su ausencia.
Le daba lo mismo pasar la noche en una habitación de hospital, deseando poder hablar con la mujer a la que había atropellado; pero, pasados varios minutos y sentado en una posición incómoda, Tyler comenzó a experimentar que el cansancio lo vencía. Se inclinó hacia adelante, apoyó los brazos sobre el duro colchón, enterró el rostro en sus brazos, y cerró los ojos durante un rato.
Juraría que apenas había reposado cuando experimentó la curiosa sensación de ser observado. Podía enfrentar a quien se le pusiera delante, conocía a la perfección cada una de las técnicas de defensa personal y no temía noquear a nadie, ni mucho menos mancharse las manos con sangre, ya que bastante acostumbrado estaba a ello.
Abrió los ojos y poco a poco fue incorporándose para enfrentarse con su oponente; mas, al reparar en la persona que lo vigilaba en total silencio, frunció el ceño y se irguió de golpe en su asiento.
—Veo que ya has despertado —comentó aclarándose la garganta y fingiendo una sonrisa de completa despreocupación—. ¿Cómo te sientes?
Ayla se encogió de hombros, cruzando los brazos sobre su pecho, para ocultar su desnudez bajo aquella fina tela. Él siguió cada uno de sus movimientos sin disimular su entera atención en ella.
—Tú no eres mi marido. —Fue lo que primero salió de su boca—. No estamos casados, así que ¿por qué carajos has mentido?
Tyler arqueó una ceja; no imaginaba ningún agradecimiento, pero tampoco esperaba que sonara como una ofensa haber fingido un matrimonio con aquella mujer.
—Tuve que hacerme pasar por tu marido porque no llevabas ninguna identificación encima, y hubiera sido poco creíble que hoy en día alguien cometiese un acto heroico ya que siempre tendemos a malinterpretar las buenas acciones.
—Pudiste decir la verdad. —Lo cuestionó—. No creo que fueses encarcelado por traer a una persona herida al hospital.
—Te atropellé —admitió Tyler—, no quería encima de mí a la policía o algo por el estilo, ¿entiendes? Prefiero mentir que soportar un interminable interrogatorio.
—¿Temes los interrogatorios de la policía? —Lo picó—. ¿Por qué?
Frustrado se llevó las manos a la cabeza y se pasó los dedos entre los cabellos, mientras resoplaba con fuerza.
—No temo ninguna interpelación, te lo aclaro porque pareces bastante interesada. —Se acomodó en la silla, cruzando una pierna encima de la otra, mostrando una postura interesada en escucharla hablar—. Eres tú quien debería ser investigada. —Se inclinó hacia ella sin perder detalle de sus gestos. Ayla frunció la frente y apretó los labios en una fina línea—. Así que dime qué hacías cruzando la calle como loca.
La mujer soltó un siseo, maldiciendo en silencio su cercanía y el mero hecho de sentirse a merced de un hombre como ese.
—No cruzaba la calle como loca —se defendió Ayla.
Desvió la mirada porque, en efecto, sí había echado a correr como tal, presa de la desesperación porque alguien pudiese dañarla.
Tyler asintió en silencio, sin dejar de observarla con atención. No lo convencía, pero deseaba otorgarle el beneficio de la duda y decidió pasarlo por alto, creerle.
—¿Te sientes mejor?
Ayla se sintió un poco aliviada por el cambio de tema.
—Un poco, ya no me mata la cabeza como hacía rato —respondió tras pensar unos segundos—. Al parecer, el médico me ha dado una maravillosa droga.
—Te suministró calmantes —la corrigió.
—Casi es lo mismo —insistió ella y se llevó una mano a la frente—. No recuerdo nada de lo que ocurrió después, salvo que unas cegadoras luces me iluminaron.
—Te desmayaste.
—Entonces, no me atropellaste —murmuró reflexiva.
Hasta ese momento Tyler no había pensado con claridad lo ocurrido; la camioneta no la había tocado siquiera, sino que ella se había desvanecido justo en el momento en que había frenado.
—Creo que no lo hice —admitió—, lo cual me deja con la misma incógnita que al comienzo: ¿qué hacías cruzando la calle como posesa?
Ayla se lo pensó dos veces antes de responder. De ninguna manera iba a confesar que alguien la había acorralado y advertido de un asunto que no podía incumbir a más personas, en especial a alguien que no conocía de nada.
—Llevaba prisa y no me fijé —mintió clavando sus ojos en los de él, tan claros y suspicaces que temió que fuese a darse cuenta de su engaño—. No soy la única persona imprudente en el mundo.
—Pero sí la única imprudente que se cruzó en mi camino y a la cual estuve a punto de arrollar —respondió con un deje de ironía en la voz—. Pudo haber sido más grave, y no le das la importancia que deberías.
—E insisto: no pasó a mayores. Ya mejor céntrate en el presente, ¿vale? —Le puso los ojos en blanco—. ¿Tu nombre de verdad es Tyler Russell?
Tyler asintió con la cabeza en total silencio, cruzando los brazos sobre su pecho y frunciendo los labios, pensativo.
Observó a la mujer metida bajo aquellas sábanas, que a duras penas cubrían su delgado cuerpo; le resultaba difícil mantener los ojos apartados de la redondez de la silueta de sus senos, que se advertía con descaro.
Por irónico que resultara, su rostro le sonaba de algún lado; nunca se la había topado en su vida, y aquella mujer no se olvidaba tan fácil, pero no lograba identificarla. Su instinto le decía que no podía ser cualquier mujer, sino alguien importante.
—¿Quién eres?
Soltó la pregunta con más dureza de la que pretendió.
—Ayla Walsh —respondió orgullosa, mientras aferraba la cobija contra su pecho—. Mi padre es alcalde de la ciudad, además de uno de los mejores abogados.
Tyler arqueó las cejas con sorpresa, no se esperaba que en su estadía en Providence fuera a toparse con la hija del alcalde: una mujer irreflexiva por andarse arrojando a la vía pública, sin ser consciente del peligro que le implicaba no solo a ella, sino a los terceros.
Con razón le sonaba el níveo rostro de aquella mujer: su padre era una figura pública y ella también, ya que había salido en ocasiones a su lado.
—Para ser hija de un hombre con un cargo tan importante para la ciudadanía, deberías poner el ejemplo de la prudencia —le soltó sin reparar en la violencia del tono—. Sin embargo, te lanzas sin contar con el peligro que corres o con el daño a terceros que pudieras ocasionar. —Le lanzó una mirada de fastidio—. Ten más cuidado en el futuro, ¿quieres?
Ayla arrugó la nariz, ofendida por su regaño. Comprendía que había cometido un error y también que no solo ella pudo haber resultado dañada, sin embargo, tampoco juzgaba necesario que la reprendiera como si fuese una niña de dos años que todavía no comprendía la gravedad de la situación.
—¿Quieres ser más claro?
—¿Más claro sobre qué?
Tyler se vio en la forzosa necesidad de preguntar, pues no comprendía lo que quería decir.
Ayla se encogió de hombros, fijó sus oscuros ojos en su clara mirada y la sostuvo; lo que le demostró lo difícil que resultaba que ella se apabullara ante su irritación, ya que el hombre estaba iracundo y desde luego ella estaba siendo la causante.
—¿Acaso quieres una disculpa?
Tyler entrecerró el cejo y la estudió en silencio durante una brevedad. Podía ser lo mínimo para ofrecerle a aquella irritante mujer, pero no iba a ser sincera. Y no es que le importara su sinceridad, solo que anhelaba desembarazarse de ella de una bendita vez. Ponía a prueba sus límites de paciencia; carecía de entereza, y ella lo estaba colmando.
—No.
Se encogió de hombros y apartó su mirada.
—Entonces, ¿espera un agradecimiento, señor Russell? —insistió agobiada por su actitud indiferente.
Ayla era juiciosa y comprendía cuando una persona mostraba una displicencia como la que Tyler tenía en aquellos momentos, y delante de sus narices había algo más detrás de toda la buena actuación: una furia contenida que en cualquier instante podría explotar.
Parecía la viva imagen de la calma antes de la tormenta, o quizás ella todavía estaba bajo los efectos de los calmantes que él había pedido que le suministraran, alegando que los necesitaba.
—En realidad, señorita Walsh... —Sonrió y aquella fue una sonrisa tan fingida que le dolieron las mejillas al sentir el estiramiento de la piel con tanto esfuerzo—... no espero nada por parte de usted. Puede ahorrarse tanto las disculpas como los agradecimientos. —Volvió a encogerse de hombros, restándole importancia—. Solo mire en ambas direcciones cada vez que cruce la calle, ¿de acuerdo?
Ayla permaneció en silencio, observando a aquel grandulón de cambiante actitud, y deseó sentirse molesta con él; sin embargo le resultaba imposible porque, si lo miraba a los ojos y se demoraba más de lo oportuno, se extraviaba en ese claror azul.
Siempre había sido consciente de que los ojos eran ventanas al alma, y ella evitaba conocer el alma de Tyler Russell cuando no planeaba volverlo a ver.
—Tomaré sus consejos y los aplicaré una vez que abandone el hospital —admitió. Lo cual los llevaba a otro aprieto, ya que él había firmado como su marido a su ingreso al hospital—. Necesito comunicarme con mi familia.
—Perfecto. —Tyler sacó su móvil del bolsillo trasero de sus desgastados vaqueros—. ¿A qué número debo comunicarme?
Al parecer, Tyler tampoco reparaba todavía en que se había hecho pasar por su marido. Pero no solo tenían ese problema, sino que Ayla no quería que su padre o cualquier familiar se presentara en el hospital porque conocía que, siempre que un miembro de su familia iba a cualquier lugar, un paparazi acudía tras él, y la joven se rehusaba a ser encabezado de cualquier noticia.
Por esa misma razón, Ayla tomó una inesperada decisión.
—Prefiero continuar con el montaje de nuestro matrimonio y evitar involucrar a mi familia —confesó, lo que atrajo de inmediato la atención del hombre—. Sé que ya es mucho lo que estoy abusando de usted, señor Russell, pero créame que se lo recompensaré.
Él no esperaba que Ayla deseara continuar mintiendo acerca de un inexistente matrimonio pero, si lo hacía porque no quería tener a su padre ahí, él podía seguir actuando como el perfecto marido por un rato más. A fin de cuentas, ella prometía una recompensa, y él se cobraría dicha paga.
Sería tan sencillo como nunca antes lo había sido ningún trabajo. Aunque no se trataba de ningún trabajo, sino de un mero pasatiempo.