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La recepcionista del hotel había sido encantadora desde el primer instante. Más que eso. Después de registrarlo le había dado su número de teléfono personal y había insistido en que estaría disponible para lo que necesitara a cualquier hora del día o de la noche. Edward había oído decir que las parisinas siempre consiguen con un hombre aquello que se proponen, pero no esperaba experimentarlo tan pronto. Sonrió al recordarlo.
La habitación era perfecta. Cara, confortable y a un tiro de piedra del hospital. Con todo el ajetreo de la llegada aún no le había dado tiempo a deshacer la maleta, así que había llegado el momento. Se tomaría una copa del minibar y se daría una larga ducha. Después iría a dar una vuelta por el entorno, que tampoco conocía. Le daba seguridad tantear el terreno cuando empezaba una nueva experiencia. En cirugía hacía lo mismo, y por eso había alcanzado el éxito: nunca daba un paso sin conocer qué se cocía en las proximidades.
En unos minutos su ropa colgaba impecable del ropero. La había ordenado por colores. Las camisas del blanco al azul con todas sus tonalidades, los pantalones en dos grupos; los de vestir y los de diario. Las chaquetas de la más clara a la más oscura. No entendía a la gente desordenada o impuntual. El mundo tenía un orden predeterminado y las cosas solo funcionaban si se seguía a rajatabla. Suspiró y miró alrededor. Todo estaba perfecto. Prescindiría de la copa porque, si no, tendría dolor de cabeza al día siguiente. Con cuidado se descalzó y dejó los zapatos uno al lado del otro al pie de la cama. Se fue quitando el resto de la ropa, doblándola con cuidado para meterla después en la bolsa de plástico de la lavandería. Junto a la puerta, pegado a la pared, había un espejo de cuerpo entero y dedicó unos segundos a observarse. Nunca había sido un tipo atlético, pero estaba en forma. Eso y una alimentación sana hacían que no hubiera ni una gota de grasa en su figura. No es que fuera el cuerpo de un adolescente, pero sí el de un adulto llegado a la treintena bien formado y con las proporciones correctas. Tampoco era mal parecido. María lo llamaba «guapo», en español. Karen decía que era el hombre más irresistible de Londres. Él sabía que era un tipo atractivo y que tenía éxito con las mujeres. Lo notaba en la forma en que lo miraban y por cómo se giraban cuando él aparecía. Eso le producía una oculta satisfacción. No, él no era de esos que necesitaban un amor en cada puerto, pero tenía que reconocer que ver el deseo en los ojos de una mujer le provocaba cierto placer. Pensó en la recepcionista de ese hotel y vio en el espejo cómo su miembro reaccionaba al instante; aquel viejo amigo era un sinvergüenza. Sonrió para sí. Era una chica bonita. Muy bonita. Le había llamado la atención su perfume, una mezcla de sándalo e incienso tan inusual como turbadora. Después, toda ella. Debía ser hispana por aquella sugestiva melena oscura, la piel tostada y los cálidos ojos negros. Y solo tenía que marcar aquel número de teléfono… Decidió darse una ducha y dejar de pensar en ella. Se casaría en unos meses con la mujer de su vida. No era plan hacer locuras de colegial. Rió solo de pensarlo.
Se metió en la ducha y abrió el grifo de agua caliente. Esta salió con la temperatura y la presión perfecta; otro beneficio de haber pagado un poco más por aquella habitación. Mientras el líquido cálido desentumecía sus músculos, pensó en lo que le depararía la vida. Aquella era la última prueba. Una vez superada, regresaría a Londres y formalizaría su relación con María… Entonces llegaría el momento de reclamar su fortuna, de buscar una casa más grande y con jardín, de plantearse tener un par de retoños, a ser posible niño y niña, y a partir de ahí todo sería perfecto. María tendría que dejar el trabajo. No quería que sus hijos se criaran rodeados de desconocidos; quería que fuera su madre quien los levantara, los llevara al colegio y repasara a la vuelta la lección del día. Ella era su mayor pilar. Siempre estaba ahí cuando la necesitaba, siempre estaba a la altura de las circunstancias, siempre… Sin embargo, debía reconocer que en los últimos días se había comportado de manera extraña. Más nerviosa y distraída. ¿Fue un par de días antes cuando había olvidado calentar la leche antes de echarla en el café? Aquello era impensable en una mujer como ella. No estaba muy seguro de a qué podía deberse este retraimiento. Quizá porque él estaba demasiado atareado preparando aquel viaje y en el fondo ella no quería que se marchara. La escena en el aeropuerto… Ellos no eran así. Ellos no eran de los que se echaban a llorar en público ni montaban escenas de reality show delante de los demás. Tendrían que hablarlo a su regreso, dejar claras las pequeñas cosas que en resumidas cuentas eran las que conformaban una vida. Pero en el fondo quizá la quería por cosas como aquella, por sus retazos de espontaneidad, de frescura, de improvisación. Siempre dentro de un límite, claro.
Salió de la ducha y se secó con la esponjosa toalla. Sí, valía la pena pagar más por detalles como aquel: el grado justo de suavidad y resistencia. Quitó el vapor que enturbiaba el espejo y se miró de nuevo. Definitivamente era un tipo muy atractivo: cabello rubio, ojos verdes, rasgos perfectos. Se peinó hacia detrás, marcando una raya al lado. Su pelo ya haría lo que quisiera cuando se secara. Al día siguiente debía causar una buena impresión y estaba seguro de que así sería.
Oyó que llamaban a la puerta. Sería el servicio de lavandería. Había dado instrucciones de que retiraran su ropa sucia todos los días a las ocho en punto, así que se ató la toalla a la cintura y acudió a abrir. Al otro lado había una mujer despampanante, la misma que lo había registrado hacía un par de días en recepción. A pesar del discreto uniforme, todo en ella era sensualidad: desde el cabello oscuro y alborotado, hasta el color de sus labios rojos y apetitosos. Se había abierto un par de botones de la sobria blusa azul y a través del escote se veía el nacimiento de sus deliciosos senos y el perfil de un sujetador de encaje negro. Un triángulo perfecto y seductor. Miraba a Edward de arriba abajo, deteniéndose un poco más en su torso desnudo para volver a sus ojos.
—No sabía si el señor tendría suficientes —le dijo mientras le tendía un par de mullidas toallas blancas.
Edward tragó saliva y notó cómo empezaba a escocerle la entrepierna.
—Gracias —contestó un poco aturdido—. Creo que con estas será suficiente.
Como no la invitaba a pasar, la mujer fue un paso más allá.
—¿Quiere que le prepare la cama? —le dijo mientras intentaba transmitir una inocencia que todo su cuerpo desmentía.
De nuevo Edward tragó saliva. Y supo lo que tenía que hacer.
—No, gracias. Ha sido usted muy amable.
Cerró la puerta sin esperar su reacción. Era un hombre prometido, que amaba a su chica y se iba a casar en unos meses.