13
—Con ese escote corres el riego de que los barrenderos te arrojen ahí dentro la basura —dijo Karen apareciendo por el ángulo del espejo con su mirada más crítica.
Su vecina, Elissa, apenas sonrió. No la esperaba. De hecho era a la persona que menos le apetecía ver cuando salía de compras, aunque hacía años que sus críticas no le afectaban. Se giró de nuevo para verse mejor en la gran luna de cristal del probador. Aunque el vestido aún estaba en la percha, solo sobrepuesto sobre su cuerpo escultural, el espejo arrojaba una idea muy clara de cómo le sentaría. Era perfecto: rojo y bordado de strass, tan pegado como un guante y con un escote que apenas dejaba sitio a la imaginación. La dependienta se frotaba las manos y no dejaba de lanzarle halagos e indicaciones sobre cómo debía llevarlo. Si tenía comisión por aquella venta, esa chica iba a descorchar una botella de champán.
—Me lo quedo —le dijo Elissa entregándoselo sin apenas mirarla—. Y también el verde. Mándemelos a casa y apúntelos a mi cuenta.
A la chica se le iluminaron los ojos. Lo cogió como si se tratara de una reliquia sagrada y lo dejó con sumo cuidado sobre el mostrador junto al resto de prendas que se acababa de probar.
—¿Vas cerca? —le preguntó Elissa a Karen mientras se alisaba la ropa delante del espejo.
—Aquí al lado.
—Pues te acompaño un rato —le dijo enganchándose de su brazo—. Quiero visitar un par de tiendas más y necesito estar segura de que no aparecerás de nuevo como una vieja arpía.
Se dirigieron a la salida de la exclusiva boutique y la dependienta agradeció la visita con sonrisas, cumplidos y reverencias hasta que salieron por la puerta del establecimiento. Hacía un día agradable, aunque las nubes lo enturbiaban de vez en cuando.
—¿Qué haces tan temprano en la calle? —le preguntó a Karen cuando ambas caminaban en la dirección que ella misma había marcado.
—Roger solo tenía este hueco para darme color —contestó su amiga. Llevaba unas grandes gafas de sol, como si sus ojos pudieran fundirse al simple contacto con la luz—. No recuerdo desde cuándo no salía de casa antes de media mañana. Esta es la hora de los obreros, válgame Dios —Elissa saludó a un atractivo caballero que se cruzó con ellas inclinando la cabeza a su paso, pero a Karen no le pareció digno de corresponderle—. Te he visto desde el escaparate —le dijo de nuevo a su amiga— y me he encontrado en la necesidad de advertirte sobre esa compra. ¿Dónde diablos piensas ponerte algo así? Desde luego si apareces en mi casa con eso te cerraré la puerta en las narices.
Su amiga sonrió y se atusó el cabello. Estaba segura de que si se volvía aquel hombre desconocido seguiría allí, con los ojos encendidos y la entrepierna inflamada.
—Descuida que eso no sucederá —le dijo intentando ser lo más hiriente posible—. Tus fiestas son soporíferas, querida.
Sí, había dado donde más dolía. Una rara habilidad. Karen descompuso el rostro apenas un instante, pero al momento estaba de nuevo en guardia. Todo Londres sabía que sus fiestas eran de lo mejor… ¿o no?
—Pero siempre quieres venir —le atacó donde creía que podría pinchar en blando.
—Porque suele haber hombres guapos —repuso con indiferencia. La indiferencia y un sutil desprecio eran las mejores herramientas para tratar con aquella mujer.
Karen prefirió no seguir por ese camino. La frivolidad de Elissa la sacaba de quicio. Aún no sabía muy bien por qué la aceptaba. Bueno, sí lo sabía. Por sus relaciones, y porque cuando muriera su abuelo sería la flamante condesa de Ripon. Si necesitaba conocer a un nuevo político o a un marqués de moda, su vieja amiga era la persona indicada.
—Por cierto —terció un poco más adelante—, ¿quién era ese tipo?
—¿El caballero con el que nos hemos cruzado? —dijo Elissa, que aún no había conseguido sacárselo de la cabeza y aunque estaba segura de que aún estaría mirando cómo se alejaban.
—Desde luego que no —contestó Karen—. Me refería al hombre con el que viniste a la fiesta.
—¿Allen?
—Nos causó a todas una magnífica impresión.
Su amiga le quitó importancia con un gesto de la mano. No es que no quisiera decirle que era su gigoló, pero sabía que de una forma u otra lo utilizaría contra ella, así que mejor saber para qué necesitaba aquella información y la mejor manera era… no preguntando.
—Solo un viejo amigo —explicó con desgana.
—¿Te haces la misteriosa?
Perfecto. La tenía justo donde la necesitaba.
—Bueno —dijo con la misma indiferencia, celosa de su amistad—. Aún no sé por qué te interesas por él.
En ese momento la curiosidad de Karen era realmente viva.
—No lo había visto antes. ¿Lo conoces desde hace tiempo?
Elissa tardó en contestar. Disfrutaba con aquello. Pocas veces tenía la oportunidad de estar por encima de la vieja bruja. Hoy era una de esas.
—Podríamos decir que nos hemos visto de forma esporádica… —Sonrió de placer solo de recordar la forma en que se habían encontrado, y volvió a pensar en el tipo anónimo con el que acababan de cruzarse—, pero intensa.
Karen soltó un bufido de disgusto.
—¿Por qué lo haces todo tan misterioso?
A ella le sonó delicioso.
—Porque sé que no lo soportas.
Aquello duró solo un instante porque Karen cargó inmediatamente los cartuchos.
—¿Sabes que volví a encontrármelo en casa de Edward y María? —dijo con calculada inocencia—. En aquella barbacoa terrible de la que te hablé. Me cogió por sorpresa; ignoraba que estuviera invitado.
La noticia también cogió a Elissa por sorpresa. Karen lo vio en la confusión de sus ojos y sintió un innegable placer.
—¿A Allen? —preguntó su amiga un tanto incrédula—. Seguro que te has confundido.
La otra sonrió. Sí, aquellas pequeñas victorias eran las que endulzaban la vida, y la guerra estaba compuesta precisamente de ellas.
—Estuve hablando con él y aún no tengo alzhéimer —dijo para rematar su argumento.
A Elissa aquello le extrañó. No es que siguiera la agenda de Allen, pero si lo que decía Karen era verdad… ¿Por qué ella no se había enterado?
—¿Y qué diablos hacía allí? —preguntó con la misma disimulada indiferencia que había usado su amiga.
Desde luego habían quedado en tablas. Se encontraban en el mismo punto de partida.
—Esperaba que tú me lo dijeras —respondió Karen sin disimular su frustración.
De pronto Elissa solo tuvo que atar cabos; unir lo que le contaba Karen con aquella extraña llamada de Allen solicitándole el teléfono de María. No le había dado la menor importancia… hasta ahora. Se le ocurrió que quizá aquel encuentro en la boutique no era tan casual como parecía.
—¿Él no se marchaba fuera? —le preguntó—. ¿Edward?
«¿Y qué tiene que ver?», pensó su amiga. No era eso lo que estaba preguntando.
—Sí —contestó sin ganas—, durante todo un mes.
Y entonces Elissa lo comprendió todo. Su rostro se iluminó en una pícara sonrisa. Con pocas cosas disfrutaba más que con una victoria completa sobre Karen. Bueno, sí, el sexo con desconocidos. Se volvió un instante y comprobó que aquel tipo seguía allí plantado, sin dejar de mirarla y con aquel brillo lujurioso en los ojos que tanto la excitaba.
—¿Qué te está pasando por la cabeza? —le preguntó Karen, que acababa de comprender que había algo que ella no sabía.
Lo que pasaba por la cabeza de Elissa en aquel momento era el sexo. Una mañana de sexo antes de almorzar. Aquella pequeña anécdota con la señorita perfecta que se casaría en unos meses solo era un cartucho más que usaría en el futuro, cuando fuera necesario. Se habían detenido en medio de la calle, aunque nadie se atrevería a indicarles a aquellas dos elegantes damas que obstaculizaban el paso.
—Me pasa por la cabeza que quizá la mosquita muerta de tu amiga —dijo Elissa dándole con el dedo un ligero golpecito en el hombro— sea más lista de lo que pensaba.
Karen frunció la frente a pesar de que el bótox se lo impedía.
—¿A qué diablos te refieres?
El caballero del fondo se había dado cuenta de que la mujer escultural lo miraba de reojo. Ya sabía qué pasaría a continuación; había códigos sociales que unos pocos manejaban bien. Ella se acercaría como por casualidad, intercambiarían un par de frases de cortesía para después buscar un hotel en las inmediaciones. Si todo salía como esperaba, practicarían sexo de forma brutal sin apenas hablarse, solo pendientes de sacar cada uno el máximo partido y después, de la misma manera que se habían encontrado, se despedirían como dos desconocidos, por siempre jamás.
—Te dejo aquí —le dijo a Karen humedeciéndose los labios de placer anticipado—. Ya seguiremos hablando en otra ocasión. Le diré a Allen, si lo veo, que has preguntado por él.
Su amiga la vio alejarse por el mismo camino que habían seguido mientras su cabeza no dejaba de preguntarse qué diablos había querido decir.