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Dos años después.

María se observó otra vez en el espejo del cuarto de baño. No estaba segura de si le faltaba colorete o le sobraba carmín. Se decidió por esto último, así que se desmaquilló los labios con una toallita de papel para volver a retocárselos con un tono más pálido. Tampoco estaba segura del vestido elegido. Se lo había cambiado dos veces y aun así no creía que fuera la mejor elección.

—Cariño, ¿sabes dónde está mi blazer azul? El que me regalaste para mi cumpleaños —preguntó Edward desde el dormitorio.

Sonrió sin darse cuenta. Era una pregunta muy similar a la que le hacía todas las mañanas.

—Mira en el ropero. La puerta de la derecha.

Permaneció un instante expectante, hasta oír cómo se abrían y cerraban una a una todas las puertas del armario, de izquierda a derecha, hasta que Edward suspiraba y salía de la habitación seguramente con la prenda en la mano. Esperaba que se diera prisa porque ya llegaban tarde. Volvió a concentrarse en su maquillaje. Cajetines y utensilios estaban desperdigados por todo el tocador, y no porque ella fuera una forofa del color, sino porque en la empresa donde trabajaba era habitual probar todo lo que sacaban al mercado. Un poco de brillo en los labios y ya estaba. Miró otra vez el resultado. Siempre le parecía excesivo, pero en esta ocasión no podía entretenerse más.

Se separó un poco del espejo y observó el conjunto de aquel vestido blanco y ajustado con su cabello rubio y suelto sobre la espalda. No, no estaba segura de haber acertado. ¿Se veía demasiado pálida, demasiado insípida?

Suspiró apoyada en la piedra de mármol amarillo que hacía de lavabo. Algo no marchaba bien. Era como una sensación extraña en el estómago. Un negro augurio que no le había abandonado durante todo el día. Ni siquiera ahora, cuando en breve disfrutaría quizá de una de las veladas más hermosas de su vida, había logrado alejarla de su cabeza. No, algo no iba como debería, y era incapaz de descubrir de qué se trataba.

—Tenemos que irnos —anunció la voz de Edward desde el otro lado de la puerta—. Y se ha puesto a llover a cántaros.

María suspiró de nuevo. Vestida de blanco y bajo un aguacero… ¿Se podía ir peor? Ya no le daba tiempo a cambiarse. Tendría que conformarse con ir a casa de Karen tal y como estaba.

Se echó una última ojeada.

—Adelante —se dijo en voz baja, solo para ella—. Nuestros amigos y un futuro perfecto nos esperan.