19
Cuando entró en casa, el dolor en el pecho era insoportable. María había mantenido el tipo en el ascensor a pesar de que no había nadie, incluso cuando trasteó con la cerradura, que como siempre se resistió a sus esfuerzos. Las llaves cayeron al suelo, las cogió y volvieron a caer. Pero una vez al amparo de su intimidad, cuando cerró la puerta tras de sí, no pudo aguantar más y su pecho se rompió en sollozos. Era la única forma de que tanta angustia abandonara su cuerpo. Cayó de rodillas, sin poder contener el llanto que se desató como una tempestad. Desmadejada. Rota.
Todo era culpa suya. Ella le había dado pie a Allen, aliento para que hiciera algo como aquello. Había sido un beso, se repetía una y otra vez, solo un beso y había podido contenerlo. Pero también sabía que había traspasado la barrera que ella misma se había impuesto, porque al fin había comprendido que tenerlo cerca solo podía terminar de aquella manera. Hoy había sido él. Mañana podía ser ella misma. Porque lo deseaba y no podía negarlo. Tenía tanta necesidad de su piel, de su cuerpo. Estaba segura de que Allen había sido consciente de esa necesidad, que había notado cómo su piel se incendiaba con su tacto. ¿Cómo iba a verlo a partir de entonces si ya estaban las cartas boca arriba?
Se sentía mal, muy mal. Y confusa. Quería pensar en Edward. Lo necesitaba. Hubiera dado cualquier cosa por que estuviera allí en aquel momento. Él le habría quitado importancia; «cosas de niños —habría dicho—, un beso de niños», y se hubiera puesto a preparar uno de sus platos con queso azul enviado directamente de Francia.
Su cabeza era un torbellino. Por un lado, ya sabía que Allen no le era indiferente, no era una anécdota que contar en el futuro cuando ya no hubiera peligro de que todo se desmoronara si su aventura salía a la luz. No era solo el gigoló que se acostó con ella por dinero. Era un hombre dulce, tierno, encantador. Franco hasta el extremo. Que había empezado a dinamitar su mundo perfecto con solo dos charlas a la luz de la luna…
Y Edward.
Edward era lo que siempre había querido en su vida. Seguridad y confianza. Alguien que la quería y que hacía su vida más cómoda. Nadie la conocía como él. Nadie sabía como él lo que necesitaba… ¿O ya no era así?
Entonces sonó el teléfono. Su bolso estaba tirado a su lado. Temió que fuera Allen. Que estuviera aún allí abajo. Que quisiera hablar con ella o pedirle de nuevo disculpas. Si era así, no podía cogerlo, porque sabía que si hablaba con él esa noche terminaría en su cama, entre sus brazos. Separarse de sus labios allí abajo ya había sido un esfuerzo sobrehumano… Aun así rebuscó en su bolso hasta que lo tuvo vibrando en la mano, y cuando leyó quién era, su turbación fue aún más intensa.
Edward.
Ahora.
En aquel preciso momento.
Pensó si debía cogerlo o simplemente arrojarlo muy lejos. Pero ¿qué explicación le daría si no lo hacía? La conocía tan bien. Conocía tan bien cada tono modulado por su voz. Desbloqueó la pantalla y habló antes de que él lo hiciera, segura de que sabría leer la angustia en sus palabras.
—Cariño —fue lo único que salió de su garganta. Lo dijo sonriendo a través de las lágrimas para que toda aquella contrariedad no fluyera hacia el otro lado.
—Bombón —se oía mucho ruido de fondo. Y música. Su voz apenas podía entenderse sobre aquel estrépito—. Karen me ha dicho que no logra localizarte. ¿Cómo estás? ¿Me echas de menos?
—Mucho —sostenía tan fuerte el aparato que sus nudillos se pusieron blancos. No recordaba ninguna llamada perdida de su amiga a pesar de que últimamente había estado muy pendiente del teléfono, esperando que Allen la llamara—. ¿Vendrás pronto? —le rogó—. ¿No puedes escaparte este fin de semana? Pasado mañana y volver el domingo…
—Claro que no —dijo él entre risas. Alguien dijo algo a su lado. Una voz de hombre—. Tengo mucho que estudiar. Puede que haya aquí algo grande, pero aún no quiero contarte nada. ¿Viste a mi madre?
Si supiera cuánto lo necesitaba. Si supiera en qué situación la había dejado. Si supiera que acababa de besar a un hombre justo en la puerta de su casa, del hogar que habían construido juntos, y que solo un sentido muy diluido del deber había evitado que no estuviera ahora haciendo el amor con él en su dormitorio, o revolcándose sobre el sofá.
—Sí —dijo intentando controlar los sollozos que le subían por la garganta—. Te manda recuerdos.
Él pareció no percatarse de su angustia. Quizá el ruido de fondo evitaba que captara los matices de su voz.
—¿Han salido los tulipanes? —preguntó Edward.
Aquella pregunta tan fuera de lugar casi la hizo sonreír.
—No he tenido tiempo de bajar al jardín.
Hasta le pareció oír su contrariedad.
—Hazlo mañana y mándame una foto por whatsApp. —Ahora la voz de otro hombre pareció apremiarlo para que dejara el teléfono—. Aquí todo marcha bien. La gente es agradable, a pesar de ser franchutes. —De pronto Edward recordó algo nuevo—. No estarás olvidando dar de comer a las palomas, ¿verdad?
A María aquello empezaba a parecerle una broma del destino. Una forma de carcajearse de su situación. De hacerle más complicada cualquier decisión.
—Están gordas como cerdos —repuso en un tono más desabrido de lo que esperaba—. Edward, habíamos acordado que me llamarías todos los días —se quejó sin poder evitarlo, a pesar de que sabía que le molestaría. Él no quería que ella lo hiciera; podía estar en clase o en el quirófano y no podría atenderla—, y hoy es la segunda vez que hablamos desde que te fuiste, y una de las dos te he llamado yo…
—Cariño, he de dejarte —se excusó él antes de que pudiera terminar. Como siempre que algo no era de su agrado—. Vamos a una cena con el responsable de neurocirugía. Un tipo interesante. Voy a intentar sentarme a su lado —le lanzó un beso desde la distancia que sonó como un crujido de estática a través del auricular—. Si no te llamo mañana hazlo tú. O mejor hablamos pasado, tengo un día de perros.
Ya estaba todo dicho. No había mucho más. Ahora se daba cuenta de que en sus conversaciones nunca había mucho más: los tulipanes, las palomas, los vecinos.
—De acuerdo —dijo María tragándose de nuevo las lágrimas—. Te quiero.
—Cariño, no te oigo bien —el ruido de la música y el sonido de los gritos se habían acrecentado al otro lado, como si acabaran de pinchar a un grupo de moda—. Estoy en un bar. No te olvides de regar mis macetas. Y llama a mi madre.
Edward colgó. Y María permaneció allí sentada, con el teléfono en la mano, inmóvil, rodeada de silencio.