20

 

Después de una noche de pesadilla lo último que a María le apetecía era asistir a su propia despedida de soltera, pero si la cancelaba, Karen removería cielo y tierra hasta encontrar la explicación.

Su amiga llevaba meses preparándola, justo desde que anunciaron su compromiso en una fiesta en casa de Margaret, donde todas aquellas amigas que ahora se sentaban a la mesa brindaron por la feliz pareja. Desde aquel día la fecha de la despedida había cambiado en seis ocasiones. Unas porque el clima no era propicio; otras porque estaban demasiado cerca de la boda; otras porque a Karen le había salido un compromiso ineludible. Al final se había fijado para aquel día: una fecha perfecta ubicada en medio del mes que Edward estaba en París y con suficiente distancia del evento, para evitar que el novio enamorado anduviera hurgando a su alrededor.

Y María se sentía muy confusa. Y aún peor por no poder disfrutar de su propia despedida de soltera, pero es que su cabeza era un torbellino que iba de Allen a Edward para volver de nuevo a Allen… Y eso a pocos meses de su boda. Cualquier novia sería feliz en su despedida de soltera. ¿Por qué ella no? Debía reconocerlo de una vez por todas. ¡No estaba segura! Quizá no lo había estado nunca, o al menos desde hacía mucho tiempo, pero desde que Allen la había besado la noche anterior todo era aún más confuso.

Karen se había erigido como organizadora sin que nadie se lo pidiera y ninguna de sus amigas se había atrevido a disputarle el puesto. Había confeccionado un programa detallado que debía cumplirse al pie de la letra. Solo había catorce invitadas. Más personas —según ella— harían inviable cualquier jornada decente. Allí estaban sus cuatro amigas más íntimas, incluyendo a Karen, otras cuatro compañeras de trabajo, las dos inseparables de Edward durante la universidad, la jefa del servicio de su prometido, que él mismo le había pedido que invitara, aunque apenas se conocían, una amiga de Aileen (su futura cuñada), y Margaret, que por nada del mundo se perdería algo así. En conjunto, un grupo heterogéneo, de intereses muy variados, que no iba a tener más remedio que someterse a la voluntad de Karen e intentar entenderse.

Su amiga había sido inflexible en varias cosas. La primera María se la agradeció, pues Karen de ninguna manera iba a consentir que atravesara Londres ataviada de forma ridícula. Un sencillo vestido blanco era suficiente. Había elegido uno estrecho, con cuello barco y mangas francesas, y se había dejado el cabello suelto. Estaba muy guapa, a pesar de que el llanto había dejado su huella en forma de párpados ligeramente hinchados, que ella había achacado a dormir en demasía. La segunda norma prohibía cualquier objeto sexual; nada de pajitas ni sombreros ni tartas en forma de pene. Más de una pensó que así nadie iba a asegurar que fuera una jornada divertida, pero la diversión no era lo que le importaba a Karen, sino la corrección. Y la tercera y última norma era que nada de atracciones ni acontecimientos vulgares, como era costumbre en ese tipo de celebraciones. Así que la mitad de las invitadas se sintió decepcionada por no tener, por ejemplo, una aventura en el zoo, y la otra mitad por no pernoctar en un bar de carretera lleno de moteros. Pero como Karen se hacía cargo de todos los gastos —su recurso habitual para salirse con la suya—, nadie protestó. Solo sabían que esa noche dormirían en Bath para amanecer con una sesión de masajes.

Habían almorzado en Clos Maggiore, considerado por muchos el restaurante más romántico de la ciudad. María no tenía ni idea de cómo había conseguido mesa, pues se decía que había que esperar meses para una reserva, y esta había sido una elección de última hora después de que Karen leyera, hacía solo dos días, una crítica gastronómica negativa sobre el restaurante de su club, donde iba a celebrarse el evento. Era un sitio encantador, pero más adecuado para una velada romántica en pareja que para una reunión de catorce mujeres solas que únicamente deseaban divertirse (al menos trece de ellas). Así que el almuerzo había sido, cuanto menos, extraño. En aquel ambiente sofisticado de Covent Garden, la mayoría se sintió fuera de lugar, excepto Margaret, que tenía el mismo don que su hijo para parecer a gusto en cualquier parte. Esto lo aprovechó Karen para llevar la voz cantante exigiendo aquí y allá a los camareros franceses, y saludando a los conocidos que ocupaban las mesas cercanas. María intentó mantener el tipo sin demasiado éxito al principio. Aún le quedaban muchas horas hasta poder volver a casa al mediodía del día siguiente. No le apetecía conversar, aunque se lo impuso como obligación. Tampoco reír, a pesar de que las chicas se esforzaron por contar anécdotas divertidas y picantes. Así que decidió que aquel vino francés y carísimo podría ayudarla a desinhibirse.

—Deja algo para las demás —le dijo Margaret con una sonrisa divertida cuando María llenó su copa por cuarta vez. Nunca antes la había visto beber de aquella manera—. ¿Esta va a ser una de esas despedidas donde la novia se marcha a la mitad y las amigas le cuentan lo que se perdió al día siguiente?

—Camarero, por favor. Otras dos botellas —fue lo que le contestó, levantando la mano y dirigiéndose a uno que en aquel momento no estaba.

Al principio parecía que las amigas de Edward no congeniaban muy bien con las suyas, y eso se traducía en una tensión cordial entre ambos bandos, simplemente para salvar la situación. Margaret se había dado cuenta y ejercía de anfitriona, sacando temas de conversación que interesaran a unas y otras, y dando pie a que intercambiaran pareceres, lo que poco a poco las fue relajando hasta convertirlas en amigas de toda la vida.

—Adiós a una vida de sexo divino —dijo en algún momento una de las chicas levantando su copa—. A partir de ahora tú y Edward os conformaréis con el polvo del sábado, si hay suerte.

—Qué poco acertado —susurró Karen por lo bajo.

—Porque debe ser bueno en la cama, ¿verdad? —inquirió otra de sus amigas con verdadera curiosidad.

María sonrió, pero lo último que le apetecía era hablar de aquello.

—La madre del novio pide que cambiemos el tema de la conversación —dijo Margaret levantando también su copa con una gran sonrisa en la cara—. Lo último que me apetece es conocer esas intimidades de mi hijo.

Dos horas después abandonaban el restaurante como un grupo compacto y bien avenido, con una homenajeada a la cabeza que había comido poco y bebido mucho, por lo que estaba más que achispada. Margaret estaba cansada y había pensado dejarlas tras el almuerzo, pues aún debía coger un tren a Cambridge para volver a casa, pero decidió quedarse hasta la siguiente parada al ver lo animadas que estaban.

Un pequeño autobús las esperaba en la esquina de Bedford (el mismo que llevaría a Bath a las que aguantaran el programa completo del evento), y Karen hizo el recuento para que ninguna se perdiera la siguiente atracción: tomar el té en la Orangery de Kensington. De camino al parque hasta cantaron a voz en grito una letra de Pharrell Williams a las órdenes de una María que se mantenía en pie con dificultad.

—¿La has visto así antes? —le preguntó Karen bastante preocupada a Margaret, pues empezaba a dudar que la novia pasara la siguiente prueba: comportarse con elegancia en uno de los más sofisticados locales de Londres.

—Nunca —dijo la futura suegra quitándole importancia—, pero ya era hora de que en algún momento perdiera los papeles.

A Karen aquella explicación no terminaba de satisfacerla.

—Sé que tú volverás al pueblo en una hora —para ella cualquier núcleo urbano con menos de un millón de habitantes lo era—, pero si se emborracha… El resto ya hemos acordado que la dejaremos a salvo en casa y seguiremos nosotras haciéndole los honores —dijo intentando que las demás no la oyeran mientras María empezaba a entonar una bachata—. Espero que no te moleste. Llevo meses organizando todo esto.

—Tal y como está, se dará la misma cuenta si la dejáis en tierra como si pasa toda la noche dormida en un asiento de autobús. —Margaret reía a mandíbula batiente ante las ocurrencias de su nuera. Jamás antes la había visto comportarse con espontaneidad—. Se está divirtiendo y eso es lo que cuenta. Tampoco creo que consiga salir del autobús sin trastabillar. Mañana le podrás hacer un relato pormenorizado de lo que se perdió.

En el exclusivo salón de té resguardado entre los jardines de Hyde Park, junto al palacio de Kensington, les habían reservado una mesa en el espléndido interior de paredes y manteles blancos abarrotados de flores frescas.

—Al menos espero que aquí se comporte —volvió a repetir Karen mientras repartía los asientos y dejaba a la novia a buen recaudo entre su futura suegra y ella misma.

María pidió champán para todas, lo que provocó la algarabía de sus compañeras y un nuevo rictus de disgusto en el rostro de su amiga, que había pensado en un té con pastas. Aquí la conversación fue más animada. Hablaron discretamente de hombres, de sexo, de amor y de lujuria, y a cada anécdota María brindaba hasta dejar la copa vacía. Poco a poco las mesas de alrededor se fueron desocupando, y si la verdadera anfitriona no hubiera sido Karen, conocida de la casa, seguramente les habrían pedido muy amablemente que abandonaran el local.

En un momento dado, una de sus amigas siseó para que se callaran.

—Shhhhh —dijo acompañando el silbido con un aspaviento de manos muy poco discreto—. Mirad con disimulo, pero ¿ese que acaba de entrar no es el buenorro que vino a tu fiesta?

Todas se volvieron a la vez en el gesto más importuno posible y Allen, por supuesto, se dio cuenta.

María se quedó tan atónita que pensó que aquello era una alucinación. Era a la última persona que esperaba ver aquella tarde. Él acababa de entrar acompañando a una mujer hermosa y elegante, ya madura, de abundante cabello oscuro recogido en la nuca con un pasador. Debía haber dejado atrás la cincuentena, pero se mantenía radiante, con un aire de distinción, de sofisticación, que no pasaba desapercibido. Allen iba vestido mucho más formal a como la tenía acostumbrada. Con traje negro, de pantalones estrechos y chaqueta ajustada, camisa blanca y corbata también negra. Aquel atuendo hacía que sus ojos azules resaltaran. Y no eran ellas las únicas que se habían quedado extasiadas mirándolo, sino que otras mujeres, en otras mesas, también estaban embriagadas con aquel galán de cine que acababa de hacer acto de presencia. Les habían dado una de las mejores mesas, con vista a los jardines. La mujer ya se había sentado tras él acercarle la silla y leía la carta de tés, pero Allen permanecía de pie, mirando hacia donde ellas estaban. Por su parte, Karen se había percatado de que aquel hombre no apartaba los ojos de María y de que su amiga se había quedado mortalmente pálida.

—Será mejor que nos vayamos —dijo sin poder articular muy bien las palabras. Esperaba que no la hubiera visto. Que no hubiera reconocido a ninguna de ellas—. No me encuentro bien.

—¿Ves? —se quejó Karen mirando a Margaret—. Sabía que bebiendo así no llegaría ni a media tarde. Jamás antes la había visto repetir una cerveza —chasqueó la lengua—. Me hubiera encantado que nos acompañara a cenar a Mono, pero será mejor que nos vayamos.

La aludida no le prestó atención, sino que le dio un ligero golpecito a su nuera en la mano. María se había puesto tan lívida que parecía que la sangre había escapado de sus venas. También se la veía tan incómoda como indispuesta.

—Vámonos, cielo —le dijo Margaret—. Es solo una borrachera. Mucha agua y un buen sueño y se te pasará. Ha sido una buena despedida de soltera. Mañana te levantarás con dolor de cabeza, pero ha merecido la pena.

El resto de las chicas (menos Margaret, que si no se marchaba enseguida perdería el tren) ya habían acordado que seguirían sin ella. Karen tenía prisa por irse y no iba a permitir una escena con aquel individuo que no dejaba de mirarlas. Además, era una norma inquebrantable en el grupo de amigas: «Quien bebe demasiado, aunque sea la novia, se queda sin el postre». En este caso conocían cómo era María y sabían que, de no seguir con la fiesta, se sentiría culpable al día siguiente por haberles aguado la celebración. No era la primera ni la última novia que se retiraba antes de tiempo.

Empezaban a recoger sus bolsos cuando su voz sonó.

—Hola —saludó Allen, que había dejado acomodada a su acompañante y ahora estaba allí, de pie junto a la mesa. Se dirigía a Karen, pero sus ojos estaban clavados en María—. Nos volvemos a ver.

—Por supuesto —dijo Karen tendiéndole la mano con frialdad—. Eres el amigo de Elissa. ¿Cómo estás?

Él se la estrechó, aunque inmediatamente dirigió la atención a una María que se tambaleaba en su asiento.

—¿Se encuentra bien? —preguntó con la frente fruncida.

—Me encuentro muy bien —contestó directamente María con media lengua.

—Pues no lo parece —comentó, divertido, al darse cuenta de cuál era su mal.

A su alrededor todas las chicas habían vuelto a sentarse, menos Karen, a quien la última persona a la que le apetecía ver allí era a aquel tipo.

—Quizá porque alguien está consiguiendo que me vuelva loca —volvió a decir María, incapaz de hilvanar correctamente las palabras.

—Vaya —dijo, con una sonrisa—, debe tratarse de una mala persona.

—No le prestes atención —salió Karen en su ayuda, dirigiéndose a Allen—. El éclair de cerezas ha debido sentarle mal.

Tiró de ella para intentar levantarla. Debía sacarla de allí antes de que hiciera más el ridículo, si eso era posible, y antes de que dijera algo inapropiado delante de aquel individuo y de su suegra. Pero María no estaba dispuesta a ponérselo fácil.

—Lo es —volvió a la carga arrastrando las palabras—. Una mala persona. Me regaló las estrellas, ¿sabéis? Una buena persona jamás le regalaría las estrellas a una mujer que está a punto de casarse con el hombre de su vida.

Todas se volvieron hacia ella. ¿De qué hablaba? ¿El alcohol había empezado a disolverle el cerebro? Allen seguía allí plantado, sin dejar de observarla. Estaba preciosa. Arrebatadoramente bonita. Incluso con el cabello despeinado, las manchas de vino en el vestido y los ojos nublados, seguía siendo bonita. Aquella mujer ejercía sobre él un embrujo que no era capaz de explicar.

—¿Por qué no? —preguntó Allen sin poder evitarlo, a pesar de que temía que si la alentaba podía decir alguna indiscreción.

—Porque solo Edward tiene derecho a hacerlo —respondió mientras lo señalaba con el dedo, pero la mano cayó al instante sobre el mantel—. A amarme como amaban todos esos hombres y mujeres famosos. Como amaba Frida Kahlo.

Nadie entendía de qué diablos estaba hablando. Nadie menos Allen… y quizá Karen, que empezaba a sospechar.

—Deberías dejar de hacer el ridículo —la amenazó su amiga, intentando que se callara.

Allen comprendió que había sido un error acercarse. Desde el otro extremo del salón de té su acompañante los observaba por encima de las gafas que se había puesto para leer la carta. Nada más verla le había sido imposible no ir a su encuentro. También habría sido un error no intentar arreglar el estropicio de la noche anterior. No intentar conseguir, aunque fuera en un lenguaje encriptado, una nueva oportunidad.

—Será mejor que os deje —dijo antes de volverse—. Unas horas de sueño y mañana estará perfecta.

Las demás asintieron, lamentando que aquel macizo se quitara de en medio. Era todo un espectáculo de hombre. Ya habían acordado que la llevarían a casa en el bus y ellas terminarían en su honor una noche que aún prometía. Karen lo agradeció.

—¿Esa es tu nueva clienta? —preguntó de sopetón María intentando otra vez señalarlo con el dedo, aunque sin acertar.

Allen se dio la vuelta sin saber si debía contestar.

—Es una vieja conocida —dijo al fin.

Ella soltó una carcajada inarticulada.

—Vaya —intentó beber de su copa, pero estaba vacía—, parece que has retomado viejos hábitos.

—María —la reprendió Karen en voz baja—, por favor.

—No te preocupes, no pasa nada —se apresuró él a aclarar antes de intentar marcharse de nuevo—. Pasadlo bien.

Ahora sí que estaban todas atentas. ¿Es que acaso aquellos dos se conocían de algo más que una cena y una barbacoa familiar? Margaret se había puesto seria y Karen estaba a punto de gritar de indignación. Muchos de los clientes del salón no perdían detalle de los acontecimientos, e incluso algunos camareros se habían acercado discretamente para no perderse nada.

—Esta es mi despedida de soltera —dijo María en voz alta deshaciéndose de la mano de Karen que intentaba sacarla de allí—. Me caso en septiembre. Con el hombre más maravilloso del mundo.

—Por supuesto —repuso Allen sin apenas volverse.

—¿Te he dicho que Edward besa de maravilla?

—María —volvió a indignarse su amiga—, te estas poniendo en evidencia.

—Quinientas libras —dijo ella en voz aún más alta para que todos la oyeran—. Eso me costó.

A su alrededor nadie entendía nada.

—¿De qué está hablando? —preguntó una de las compañeras de trabajo de Edward.

Margaret se había recostado en la silla y permanecía atenta, como una espectadora que asiste a una función y solo al final empieza a entender el argumento.

—¿Alguien me presta quinientas libras? —gritaba en aquel momento su nuera.

Karen por fin había conseguido ponerla de pie. Y el resto de las chicas recogían sus cosas. No. La velada no terminaba como había esperado. Y todo por culpa de aquel tipo. Ahora lo importante era que María no siguiera haciendo el ridículo. Que no continuara echándose mierda encima delante de toda aquella gente.

—Te vamos a llevar a casa y te vas a meter en la cama —le dijo Karen a su amiga arrastrándola como podía hacia la puerta—. Mañana hablaremos de todo esto.

—¿Necesitáis ayuda? —preguntó Allen volviendo sobre sus pasos, pues veía cómo María forcejeaba para regresar a la mesa y cómo las demás la controlaban con dificultad.

—Creo que podremos arreglárnosla —contestó poco convencida una de ellas.

María logró soltarse y fue de nuevo hasta donde él estaba. Tambaleante. Aquello le iba a suponer al día siguiente un buen dolor de cabeza. Eso y una explicación a su suegra.

—Y he lamentado cada penique de esas quinientas libras —le dijo a Allen señalándolo con aquel dedo inestable—. He pagado con lágrimas por cada uno. Por cada uno de ellos.

—Si al menos pudiéramos meterla en el autobús… —decía otra de las chicas.

Allen se dio cuenta de que tenía que apartar a María de aquel grupo. Si seguía diciendo aquellas cosas no tardaría en exponer ante sus amigas de qué lo conocía a él y cuál había sido su verdadera relación. Por él le daba igual, pero sabía que María, al día siguiente, cuando estuviera serena, se arrepentiría de cada una de aquellas palabras.

—Si os parece, nosotros podemos llevarla a casa —señaló hacia su mesa, donde su acompañante no perdía detalle de lo que allí sucedía—. A mi amiga y a mí no nos supondrá ningún contratiempo. Vamos de paso y sé dónde vive. Estuve en la barbacoa que organizó Edward. Vosotras… Bueno, yo tengo más fuerza para manejarla y Anna tiene experiencia con hijas que se pasan con las copas. Tengo el coche aquí al lado y nos aseguraremos de que entre en el apartamento. Nos viene de camino y vosotras tendríais que atravesar todo Londres...

—De ninguna manera —le cortó Karen indignada. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo podía ser tan insolente?

—Mi amiga quería volver a casa —respondió él—. He sido yo quien ha insistido en tomar un té, así que agradecerá que nos marchemos. —Bajó un poco la cabeza, en un gesto que no admitía réplica—. Insisto.

Margaret no intervino. Estaba quizá algo seria, pero no había perdido la compostura. En cierto modo, era la responsable más directa de María. Y no podía olvidar que Allen era hombre, y muy atractivo, aunque en aquella casta misión fuera acompañado por aquella dama que se sentaba al fondo.

—No sé si es conveniente… —dijo Karen, dando pie a que la madre de Edward se pronunciara para impedir que un desconocido se llevara a su nuera.

Hubo unos instantes de silencio. María estaba en las últimas y apenas se sostenía en pie.

—No veo por qué no —la voz de Margaret sonó amable—. María necesita descansar y a esta hora es casi imposible encontrar un taxi… Si a usted le coge de camino y de verdad no es una molestia…

Allen la miró fijamente. No sabía quién era aquella mujer elegante, pero evidentemente era un referente moral para las demás. Por su parte, Karen parecía indignada, fuera de sí, pero no se atrevió a decir nada, a echar más leña al fuego.

—No nos supondrá ningún contratiempo, quédese tranquila —contestó agradeciendo la confianza.

Todas se miraron, aunque la indecisión se despejaba por momentos.

—No lo hablemos más —dijo Allen dando por terminada aquella conversación—. El autobús os espera.