25

 

Cuando llegaron a su destino llovía a cántaros. Habían tenido que detenerse un par de veces, pues el aguacero no les permitía ver la carretera y a su alrededor todo era tan gris como si estuvieran dentro de una nube. El fin de semana en la playa que había organizado Allen estaba a punto de irse al traste. Aquel debía ser, con otro tiempo, un encantador pueblo pesquero de la costa norte de Cornualles, famoso por su buen clima y sus playas soleadas, acostado sobre una preciosa bahía y rodeado de un paisaje casi mediterráneo. Pasear por sus calles tenía que ser un placer para los sentidos, una exaltación al amor… Pero hoy no pasaba de ser un borrón oscuro en medio de una tormenta. Al principio les costó distinguir las paredes de piedra gris de las casas, todas iguales ante la uniformidad que les imprimía la lluvia. Podrían estar en cualquier lugar del norte de Irlanda o de Escocia, menos en la soleada costa de Cornualles. Al fin el GPS les dejó frente al hotel tras perderse varias veces.

—Parece un sitio agradable —dijo ella para alejar la desazón de tanta agua, aunque en verdad lo creía. Tenía un pequeño jardín delantero bien cuidado y por su posición, en un día soleado, las vistas al mar Céltico debían ser espectaculares. Se trataba de un hotel de tres plantas, un caserón antiguo con evidente solera, donde, según la página web (le había dicho Allen), se suponía que había pernoctado Guillermo IV en un viaje fugaz hacia Land’s End cuando era duque de Clarence y esta una casa solariega. Un cartel indicaba que el aparcamiento para clientes estaba justo detrás.

—Voy a dejarte en la puerta —le dijo él entrando por un estrecho sendero embaldosado— y yo aparcaré donde pueda.

A María le pareció una buena idea porque ahora la lluvia era una cortina apenas rota por el fragor de los rayos que estallaban sobre sus cabezas. Solo tuvo que dar un salto para ponerse a cubierto en el reducido porche. Allen, en el tiempo que tardó en sacar las maletas, se puso empapado.

—¿Te importaría hacer el registro? —le pidió mientras volvía al coche. La camisa se le pegaba al cuerpo como si no existiera—. La reserva está a mi nombre. Allen Smith.

Ella asintió, dándolo por hecho. La temperatura había bajado y hacía frío fuera del automóvil. Se sintió extraña encargándose de aquello. Edward siempre lo hacía. A él jamás se le hubiera ocurrido encomendarle algo así, porque temía que surgiera algún problema que ella no supiera solucionar. El interior era aún más confortable con el aire recargado y decadente de los edificios victorianos. A la derecha había un pequeño salón de lectura, vacío en ese momento, donde crepitaba el fuego en una gran chimenea; a la izquierda, una zona de descanso con dos cómodos chester de piel marrón, y al frente la recepción embutida en el hueco central de la doble escalera.

—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó el sonriente recepcionista tras el mostrador de madera rojiza. Llevaba un traje impecable con pajarita a juego.

—Tenemos una reserva —dijo ella dándole los datos de Allen. Esperó pacientemente a que aquel hombre los introdujera en el ordenador—. ¿Cree usted que esta lluvia será pasajera? —le preguntó mientras otro trueno estallaba sobre sus cabezas.

—Nunca se sabe —contestó el hombre sonriente desviando un instante la mirada de la pantalla, para volver a ella otra vez—. Cuando el tiempo se empecina, puede estar días enteros así.

María lamentó que hubiera sido tan franco. A pesar de que lo único importante de aquel fin de semana era que pudieran hablar, aquella oscuridad lo teñía todo con un aire triste y melancólico.

—Aquí está —dijo el hombre como si acabara de encontrar algo recóndito—. Señor y señora Smith. Nuestra mejor habitación. Una suite doble con vistas al mar, cama de matrimonio king size y baño completo. La misma donde pernoctó Guillermo IV.

Ella parpadeó un par de veces. ¿Cama de matrimonio?

—Ha debido haber un error. —De ninguna manera iba a compartir la habitación con Allen, y mucho menos la cama—. Somos dos. Quiero decir, son dos habitaciones individuales.

El hombre la miró aturdido, como si ella estuviera negando un dogma divino.

—No lo creo —señaló la reluciente pantalla de su ordenador—, aquí dice…

—Supongo que ahí dirá cosas muy interesantes, pero el señor Smith y yo no estamos casados. Y yo lo estaré en cuatro meses, así que…

De nuevo una sonrisa se dibujó en los labios del recepcionista. Era como si acabara de tener una revelación.

—Lo entiendo —dijo juntando las yemas de los dedos—. Y en esta empresa valoramos enormemente las antiguas costumbres. —Volvió a teclear—. En estos momentos, el hotel está completo, pero puedo ofrecerles dos habitaciones individuales en la planta superior, la antigua buhardilla. Son las que ocupan los empleados del hotel en temporada alta, pero en estos momentos estas dos están vacías. No son las mejores pero resultan bastante dignas. Tienen baño, y aunque no sean espaciosas, son las más tranquilas de la casa. ¿Qué me dice?

La otra opción era salir de nuevo bajo aquel aguacero a buscar otro hotel, y eso era algo que no pensaba hacer.

—Bien. Supongo que servirán.

Allen apareció atravesando el salón de lectura. Debía haber entrado por una puerta directa desde el aparcamiento. Estaba empapado desde los zapatos hasta el último cabello de su cabeza. La camisa se le pegaba a los costados y los zapatos rechinaban a cada paso.

—¿Ya está listo? —dijo al llegar a su lado. Aquello debía ser habitual, porque el recepcionista no se inmutó ante su aspecto.

—Señor Smith —le dedicó la misma sonrisa resplandeciente que a ella—, le decía a su encantadora prometida que en estos momentos…

—No soy su prometida —lo atajó María.

Volvió a mirarla dando muestras de que no entendía nada de lo que allí pasaba.

—Por supuesto que no —intentó contemporizar—. Simplemente…

Allen no sabía muy bien qué estaba sucediendo allí, solo que se encontraba empapado, aterido, y que si no se cambiaba pronto terminaría con una pulmonía.

—¿Qué tal si vemos las habitaciones? —dijo para aligerar.

—Por supuesto, señor —contestó el hombre—. Permítame un par de minutos para hacer copia de la documentación y enseguida le entregaré las llaves.

Desapareció tras una puerta al fondo de la recepción, y cuando quedaron a solas, María no pudo evitar echárselo en cara.

—¿Cómo te has atrevido a reservar una suite para los dos? —le preguntó en voz baja.

—No lo he hecho —se defendió Allen sin comprender.

—Pues ese señor nos tenía preparada una cama king size para ambos.

Había hecho la reserva el día anterior por teléfono y ahora recordaba que el recepcionista que le atendió, posiblemente el mismo que ahora fotocopiaba su pasaporte, dio tantas vueltas que no estaba muy seguro de qué había reservado al final. Allen creía haber solicitado dos suites con camas king size, pero al parecer les habían dado una sola habitación, aquella en la que había pernoctado el rey Guillermo.

—Bueno, hubiéramos dado buena cuenta de ella, ¿no? —dijo Allen para alejar aquel malentendido—. Durmiendo, quiero decir.

Le lanzó una sonrisa inocente que ella encajó bien. Al menos ya tenían sitio donde pasar esa noche. Ya pensarían qué diablos hacer con aquel tiempo.

A los pocos minutos el recepcionista, con sonrisa deslumbrante, les devolvió la documentación y les entregó dos llaves con las indicaciones de cómo llegar a sus habitaciones. No había ascensor y la tercera planta quedaba muy lejos. Allen llevó las maletas porque el botones no llegaría hasta dentro de una hora y él no pensaba esperarlo; necesitaba cambiarse.

Acompañó a María hasta una de las habitaciones y él entró en la contigua, justo al lado. Al menos estaban en la misma planta, una especie de buhardilla oscura y estrecha con puertas muy pegadas unas a otras. De una de ellas salió el recepcionista ajustándose la pajarita. ¿Cómo diablos había llegado antes que ellos si les había dicho que no tenían ascensor? El hombre pareció no reconocerlos y pasó por su lado con paso apresurado y un saludo a medias. Ni Allen ni María quisieron comentar nada al respecto; era evidente que estaban en la planta donde se alojaba el personal.

—¿Quince minutos y nos vemos abajo? —propuso él, pues no necesitaba más para estar listo.

Ella asintió. No sabía a dónde podrían ir bajo un torrente como aquel, pero al menos estirarían las piernas.

Las dos habitaciones eran idénticas. El techo empezaba a inclinarse en mitad de la alcoba, en dirección a la ventana; tanto que hacía impracticable acercarse sin darse un golpe en la cabeza. Había una cama, de la que Allen vislumbró que los pies le quedarían por fuera, un ropero un poco anticuado y una cómoda. El papel pintado de las paredes no era feo, claro y con ligeros ramos de flores. La chimenea estaba apagada y el frío allí dentro era tremendo.

—Bueno —dijo para convencerse—, no creo que nada pueda salir peor.

Antes que nada tenía que cambiarse porque si no cogería una pulmonía. El baño sí era espacioso, blanco del suelo al techo y con una ventana de cristal esmerilado que dejaba entrar la grisácea luz del mediodía. Al menos aquello sí estaba a la altura de lo que esperaba. Si se aligeraba le daría tiempo a darse una ducha bien caliente para desentumecerse después de tantas horas al volante y entrar en calor. Se quitó la ropa a manotazos, arrojándola al suelo sin cuidados. Ya la recogería cuando volviera. Se miró un instante en el espejo; cualquier chica se volvería loca por todo aquello. En cambio, María… Solo de pensar en su nombre notó que su miembro empezaba a despertar.

—Tranquilo, muchacho, tranquilo —le dijo con paciencia.

De un salto entró en la vieja bañera asentada sobre el suelo con garras de león y cuando abrió el grifo del agua caliente un torrente frío como un tempano le cayó encima.

—Uau —gritó entre dientes.

En ese mismo momento la otra puerta del baño se abrió y apareció María en bragas y sujetador. Cuando lo vio dentro de su bañera, tiritando como un condenado, no fue capaz de reaccionar.

—No hay agua caliente —dijo él esbozando una sonrisa de circunstancia mientras ella no podía dejar de mirar al hombre desnudo que acababa de aparecer en su cuarto de baño.