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—Tómate una copa —le dijo Karen tendiéndole un dedo de whisky con un hielo.
Edward cogió el vaso casi sin verlo. No había conseguido salir del estupor que aquella situación le causaba. A veces estaba seguro de que no era más que un malentendido cuando al instante estaba convencido de que era el punto final de lo que había construido a lo largo de su vida. Había sentido miedo, ira, vergüenza, coraje, envidia, amor…
Karen lo había recogido en la estación y lo había llevado directamente a su preciosa casa de Chelsea. Edward había protestado, pues su intención era ir al apartamento que hasta ese momento había sido suyo y de María, pero su amiga lo había convencido de que ella ya no estaba allí y que lo mejor era pensar tranquilamente y sin precipitarse qué podían hacer y dónde diablos se habría metido su prometida. Miles de ideas habían volado por la cabeza de Edward desde entonces, pero la verdad era que podía estar con aquel tipo en cualquier lugar. Incluso fuera del país. El mundo era inmenso y ella no había dejado rastros. ¿Y si llamaba a la madre de María?, se preguntó, pero lo descartó al instante. Las dos mujeres apenas se hablaban, y si su prometida quería ocultar su aventura a alguien, ese alguien era su madre.
—En la despedida de soltera —murmuró Edward envuelto en la bruma que lo apresaba desde que había llegado, y tras vaciar el contenido del vaso de un solo buche—. Delante de mi propia madre. Jamás lo hubiera imaginado.
Karen le había contado durante el trayecto todo lo que había averiguado, cargando las tintas aquí y allá según le convenía.
—Al parecer no viene de ahora —añadió sentándose a su lado en el sofá.
Pocas veces había estado a solas con Edward. María siempre estaba presente. Debía reconocer que en las distancias cortas aún era más atractivo. Nunca había entendido cómo aquel hombre había elegido a alguien como María para compartir su vida cuando el mundo podía ofrecerle mujeres tan excepcionales como él.
—¿Desde cuándo? —preguntó Edward, sumido en aquella nube de estupor—. Me hubiera dado cuenta. Tendría que haber notado algo. Su forma de comportarse. Su forma de…
—Para mí todo esto ha supuesto la misma decepción que para ti —dijo Karen terminando sus pensamientos—. Además, ese tipo…
—¿Hay algo más?
Sí. Los hombres, a diferencia de las mujeres, eran previsibles. Solo era necesario poner las migas adecuadas en el camino para que ellos picaran como grajos.
—Es un gigoló, un prostituto —confesó en voz baja, como si fuera un sacrilegio decirlo a viva voz—. Cobra dinero por acostarse con mujeres.
Aquella idea fue calando en la mente de Edward y Karen vio con satisfacción cómo sus ojos se iban abriendo mientras comprendía la dimensión de lo que acababa de desvelarle.
—¿María..?
Ella suspiró. Parecía que lo hacía con congoja, pero en verdad era de pura satisfacción.
—Sí, así lo conoció.
Edward no salía de su asombro. La imagen que hasta ese momento tenía de su prometida se volvió difusa, como si la hubiera pintado a carboncillo sobre un lienzo y ahora fuera un borrón. Se masajeó el cabello para después ocultarse el rostro tras las manos. A pesar del viaje, a pesar de la desesperación seguía oliendo a perfume caro y su camisa estaba impecablemente planchada. Sí, era un hombre tremendamente atractivo, pensó Karen. No sería difícil encontrarle una nueva compañera. Pero en esta ocasión se encargaría de que fuera la mujer adecuada. Ella misma la buscaría. Tenía varias candidatas en mente desde hacía tiempo, en cuanto consiguiera resolver aquel pequeño desaguisado.
—Tengo la impresión de que no la conozco —murmuró Edward volviendo a la realidad—, de que llevo todos estos años viviendo con alguien que no es quien creía. —La miró a los ojos, con una mezcla de angustia y frustración—. ¿Estás segura de todo lo que me has contado?
Ella le posó una mano en el hombro para mostrarle su apoyo. Los hombres siempre habían sido su juguete preferido. Las mujeres que estaban en un escalón evolutivo inferior estaban de acuerdo con esa tesis, pero la gran diferencia que había entre ellas era que estas lo interpretaban por el lado sexual. Karen se sentía un ser más evolucionado. El sexo nunca le había importado demasiado. Le excitaba aquello. El poder. La capacidad de manejar la vida de los demás sin que se dieran cuenta. Era algo divino, como si pudiera participar del corazón mismo de la creación.
—Lo he comprobado. Todo es cierto —afirmó Karen—. Empezaron hace dos años. Cuando estuviste en el norte para resolver el asunto de las tierras de tu madre. Al parecer es mucho más ardiente de lo que aparentaba y contigo parece ser que no tenía suficiente.
—Eso ha sido un poco hiriente por tu parte —dijo él al instante.
Karen temió haberse propasado.
—Perdóname —se disculpó aparentando ofuscación—. Estoy tan enfadada que apenas sé lo que digo. Era mi amiga. Mi mejor amiga y no lo he visto venir.
Él asintió. Nadie podía haber imaginado aquello. Creía que la conocía, que lo sabía todo sobre ella. Sin embargo, ahora descubría que su prometida no solo se estaba follando a otro, sino que ese semental cobraba por sus servicios. Se sintió fatal por haberlo tratado con familiaridad. Por haberlo invitado a la barbacoa. Debía de haber sospechado algo cuando los encontró a solas en la cocina. Debía haberse dado cuenta de cómo María se ruborizaba cuando hablaban de Allen. Casi tuvo ganas de reír, si no fuera porque no quería parecer más patético de lo que ya era.
—Estoy anonadado —dijo, aunque si era sincero, lo que quería era buscar a ese tipo que se había llevado a su chica y partirle la cara—. ¿Cómo he podido estar tan ciego?
Karen se acercó un poco más hasta ponerle una mano en la rodilla. Exactamente eso era lo que quería que sintiera. Un rencor profundo. Ese tipo de padecimiento, como el odio, la envidia o la ira, volvían maleables a los que lo sufrían si se sabían decir las palabras adecuadas.
—Ella ha sabido aprovecharse de nuestra inocencia —dijo en voz baja, como un encantamiento—. Se ha ganado nuestra confianza, ha entrado en nuestro círculo y no ha tenido escrúpulos para revolcarse con ese individuo delante de todos nosotros.
Sin duda algo debía habérsele escapado, pensó Edward. Algo debía haberse roto hacía mucho tiempo sin que él se diera cuenta. Recordó a la niña preciosa que hacía los deberes en su cocina mientras su madre limpiaba el polvo del salón. Él la espiaba desde la puerta, absorto en cómo se mordía la lengua cuando algo no salía como esperaba. Esa era la mujer de la que se había enamorado. Espontánea, directa, divertida. ¿Y cómo era ahora María? Quizá él tenía alguna responsabilidad en todo aquello.
—Necesito encontrarla —decidió, poniéndose de pie—. Necesito hablar con ella.
Karen hizo lo mismo. Claro que había que encontrarla. Pero esa tarde no. No iba a vagar por las calles de la ciudad sin saber a dónde ir.
—¿Y qué le vas a decir? —preguntó, intentando parecer tan indignada como él—¿Que no pasa nada? ¿Que todo ha sido un error?
—Intentaré escucharla, intentaré que comprenda que soy capaz de hacerla feliz, aunque tengamos que hacer cambios en nuestra vida.
Aquello no le gustó nada a Karen. No era eso lo que esperaba.
—¿Cambios? —dijo sin poder evitar que su voz delatara el desprecio que sentía por María.
Edward no la miró. Empezaba a darse cuenta de muchas cosas. De que quizá él era responsable en parte de todo aquello. De que no había estado a la altura de las circunstancias, de las necesidades de María.
—¿Sabes una cosa? —le dijo a Karen—. Cuando venía para acá, pensaba que la solución a este problema era tirarme a la azafata —sonrió—. ¿Te imaginas? Hacer lo mismo que ella había hecho y quedar ambos en tablas.
A ella no le pareció agradable el comentario.
—No te reconozco con ese leguaje.
Edward empezó a dar vueltas por la habitación. Estaba equivocado. Había estado equivocado. Ahora empezaba a verlo, a comprenderlo.
—Pero quizá lo que María necesite es que la escuche. Cambiar algunas cosas, relajarse. Mudarnos a París.
Esto último fue como un mazazo para Karen.
—¿Mudaros a París? —inquirió con voz crispada—. No lo dirás en serio, ¿verdad?
Él la miró un instante. No sabía si se había precipitado. Antes tenía que discutirlo con su prometida, porque así la veía todavía, como la chica con la que se casaría y con la que sería feliz.
—Me han ofrecido trabajo —dijo para aclarar todo aquello—. Podemos empezar de nuevo.
Karen lo miró de arriba abajo. Había hecho todo aquello por él. Le había presentado a los mejores cirujanos, le había conseguido plaza en el máster cuando ya no había posibilidades de que lo admitieran, le había… ¿Y ahora quería irse a París? No podía admitirlo.
—Me decepcionas, Edward —repuso, dolida. Dolida porque todo se escapaba de sus manos. Intentó retroceder un poco, dar un paso hacia atrás para más tarde darse impulso—. Lo que tienes que hacer es convencer a María de que se olvide de ese tal Allen, que todo vuelva a ser como antes, que la boda siga adelante, y una vez que termines tus estudios, yo me encargaré de que tengas plaza en el hospital que desees.
Ya encontraría otra manera de quitarse a María de en medio, pero irse a París… de ninguna manera. Tenía que tenerlo cerca. Debía estar bajo su protección.
—Primero debemos encontrarla —dijo él.
—Deja que me cambie —propuso Karen mientras iba hacia la escalera con cara de disgusto—. Va a ser una noche muy larga.