34

 

El atardecer estaba siendo espectacular. El viento había desaparecido y el sol encendía un cielo apenas sin nubes que llenaba los riscos de reflejos dorados. Ellos habían aprovechado para conocer el pueblo, ver una exposición de artesanía local y visitar el mercadillo de antigüedades donde Allen le había comprado a María unos pendientes de plata que ella llevaba ahora puestos. Apenas habían tomado un sándwich a mediodía y hacía unos minutos que él había dejado el coche en lo alto de un acantilado perdido tras recorrer un camino de cabras para que pudieran dar un último paseo por la playa. Bajar ya había sido complicado. En dos ocasiones él tuvo que tomarla por la cintura para que no resbalara, y en ambas se apartó, porque tenerla tan cerca aceleraba su pulso de forma peligrosa. Abajo, la playa era más bien una cala amplia, rodeada de rocas que la dividían en otras más pequeñas. Se habían quitado los zapatos y arremangado los pantalones. Sentir el contacto frío de las olas que venían a morir a la orilla era un auténtico placer. Pasearon esquivando rocas para buscar una nueva cala cuyo fin se anunciaba a lo lejos.

—¿Qué será aquello? —preguntó María en un momento dado, señalando en dirección a donde se pondría el sol en una hora escasa. Tuvo que taparse los ojos para que no le deslumbrara—. ¿Los huesos de una ballena?

A lo lejos, al final de la playa, algo brillaba sobre la arena. No podría decir de qué se trataba. Era una luz titilante. Cientos de pequeñas luminarias que parpadeaban en la distancia como un enjambre de luciérnagas.

—Vayamos a descubrirlo —dijo él, decidido a desvelar aquel misterio.

Anduvieron un poco más. Según avanzaban en dirección a la puesta de sol, se iba definiendo la forma de aquella encrucijada luminosa que no dejaba de rutilar sobre la arena. Le pareció que eran los restos de una vela abandonada que se movía con los embistes de las olas reflejando los últimos rayos de la tarde. Después creyó que no era más que un claro en la ensenada que recogía de forma diferente la postrera luz del sol. O una multitud de peces plateados que habían ido a parar a aquel punto concreto…

—¿Qué diablos…? —exclamó María cuando estuvieron tan cerca que no quedaban dudas de su naturaleza.

Sobre la arena y también sobre las piedras que bajaban de forma irregular hasta la orilla, había cientos de velas encendidas. Eran de todos los tamaños y formas y solo las unificaba el color blanco de la cera. Algunas descansaban directamente sobre la arena, enterradas como pequeños moluscos. Otras estaban resguardadas dentro de pantallas, de faroles, de lucernarios o incluso de vasos de cristal, grandes y pequeños, más o menos cóncavos. Estaban dispuestas aquí y allá, formando un círculo irregular de luz dorada que marcaba el perímetro perfecto. Había cientos, imposibles de contar de una sola mirada. Justo en el centro habían colocado una única mesa vestida con mantel blanco que se veía preparada para dos: platos, cubiertos y copas. Había una cubitera plateada, llena de hielo, donde se enfriaba una botella de champán. Al lado, firme como una estatua, estaba un camarero impecablemente vestido de esmoquin, con guantes y una servilleta inmaculada colgando de su antebrazo.

—Desde que nos conocimos no hemos tenido una comida decente —dijo Allen disfrutando de su sorpresa—. No podía dejarlo pasar, y menos en nuestra última noche aquí.

María se había quedado parada en medio de la arena. Sin saber qué hacer, pues algo así, preparar algo así solo para ella…

Embelesada por la luz dorada de cientos de velas, atravesó el círculo mágico. El camarero no habló, pero inmediatamente separó la silla para que ella tomara asiento.

—¿Cuándo has..? —intentó preguntar, pero apenas le salían las palabras.

—Esta mañana. Antes de que bajaras a desayunar —le explicó Allen, que estaba disfrutando con el efecto que causaba en María su sorpresa—. Él se ha encargado de todo y ha entendido perfectamente lo que le he pedido.

María miró alrededor. El agua se detenía justo donde se encendían las primeras velas. Pero la magia de aquel resplandor dorado no terminaba ahí, la luz rutilante ascendía por las rocas formando una pared iluminada en medio de la nada. Al otro lado se empezaba a cernir la oscuridad, convirtiendo aquel espacio en un remanso seguro y lleno de calidez.

El camarero se acercó con dos platos de ensalada de langosta, descorchó el champán y lo sirvió muy frío. María apenas había reparado en él, pues aún estaba en shock, pero cuando lo hizo no pudo menos que sonreír.

—¿Has contratado para esto al recepcionista de nuestro hotel? —preguntó cuando este había desaparecido de nuevo por detrás de un montículo de piedra, donde debía haber montado la mesa de servicio.

—No —contestó Allen divertido—. Este es su hermano.

—¡Gemelos! —exclamó asombrada, pues aquellos dos hombres eran idénticos.

—Cuatrillizos —le aclaró él—, y todos trabajan allí, como el que nos cruzamos en el pasillo o el que nos trajo la cena a tu habitación. Así que al fin y al cabo estamos hospedados en el hotel mejor atendido del sur de Inglaterra.

Según avanzaba el anochecer, la luz de las velas tomaba relevancia y hacía más íntimo el ambiente. El camarero era de una discreción absoluta. Solo se acercaba cuando las copas estaban vacías, o cuando tenía que servir alguno de los platos, todos fríos, pero exquisitos.

—Solo hay una cosa en todo esto que no me gusta cómo ha quedado —dijo Allen mirando alrededor y haciendo una mueca con la boca.

—¡Eso es imposible! —exclamó María—. No puede haber nada que no te guste. Es simplemente perfecto.

Él no se dio por vencido, la miró a los ojos y dejó escapar el aire de sus pulmones en un largo suspiro.

—Estas malditas velas no me permitirán ver si esta noche hay estrellas fugaces.

Ella sonrió. Era verdad, el resplandor dorado que les envolvía era como una cúpula de luz donde cualquier cosa fuera de su perímetro permanecía invisible.

—¿Les pedirías un deseo? —se interesó María.

—Siempre hay que pedirles un deseo. Si no lo haces, el universo se enfada.

Eso mismo le había dicho su padre en una ocasión, cuando era pequeña y permanecía en el porche de la casa grande, en sus brazos, contemplando las estrellas. Era un recuerdo que había desaparecido de su mente hasta ese preciso momento. Eso provocó que una corriente cálida recorriera su cuerpo, algo muy parecido a la nostalgia y al amor.

—¿Y cuál sería el tuyo? —le preguntó a Allen dejándose embargar por aquel sentimiento tan dulce.

—No sería un deseo.

—¿Entonces?

El camarero apareció con dos platos de fiambre frío perfectamente decorados. Allen permaneció callado mientras el hombre volvía a llenar las copas de champán y después se marchaba discretamente.

—A esa estrella fugaz le daría las gracias por haberte encontrado de nuevo —continuó una vez que estuvieron a solas—, porque eso es lo que le he rogado a cada una de las estrellas fugaces que han cruzado el cielo desde que te conocí.

María sintió cómo se ruborizaba. Sin embargo, en esta ocasión no apartó la vista de sus ojos. Aquel azul profundo, impactante, era un lugar donde perderse. Un solo «sí» y todo cambiaría para siempre.

—Si la vida no fuera tan complicada…

—Creo que somos nosotros quienes la hacemos así.

Permanecieron unos instantes en silencio. Sin dejar de mirarse, aunque inmóviles, porque ambos sabían que si se tocaban, si simplemente uno de ellos alargaba la mano para posarla sobre la del otro, ya no habría marcha atrás.

—A mí también me gustaría ver esta noche una estrella fugaz —dijo María al cabo de un momento mirando hacia un cielo profundamente negro a aquellas horas, aunque sabía que la luna estaría vigilando cada una de sus palabras.

—¿Tienes un deseo? —le preguntó Allen.

Ella se mordió el labio inferior, cosa que a él no le pasó desapercibida. Le afectó como todo aquella noche. No era posible desearla más, pero ya no era eso lo que quería. Lo necesitaba todo. Necesitaba una vida plena con María.

—Mi deseo es que mañana, cuando abra los ojos, sepa a ciencia cierta qué quiero hacer conmigo misma.

Allen sonrió brevemente. Era consciente de la lucha que pugnaba en el interior de la mujer que amaba. Porque no tenía dudas. La amaba. Como jamás pensó que pudiera hacerlo. Con una pasión que lo tenía aturdido. Con un ansia que a duras penas podía refrenar.

—¿Aún no lo sabes? ¿Qué hacer con tu vida?

Ella levantó la copa, como un brindis al sol. El camarero apareció de nuevo llevándose los platos y trayendo dos cuencos llenos de fruta cortada y endulzada. Allen le sonrió y el hombre comprendió que por ahora no debía volver a aparecer. Cuando quedaron a solas, María alzó de nuevo su copa medio llena.

—Nuestra última noche y aún no lo he decidido. —Él aceptó el brindis y ambos bebieron un largo trago—. Quizá este viaje haya sido un fracaso.

—Eso nunca —protestó él. Su mirada era cálida y acogedora—. El simple hecho de haber podido contemplarte a la luz de las velas lo convierte para mí en todo un éxito.

Ella se ruborizó. No estaba acostumbrada a que nadie le dijera aquellas cosas.

—Allen, yo…

Él apartó el cuenco de fruta a un lado y cruzó las manos encima del mantel. Se aclaró la garganta. Tenía algo importante que decirle.

—Quizá te haya mentido en algo durante todo este tiempo —volvió a aclarase la garganta. María se acercó un poco, expectante—, y es que nunca, jamás, he tenido dudas de lo que quiero.

Y entonces supo que él sí lo tenía claro, y que quizá con una sola palabra ya no hubiera marcha atrás.

—Entiendo que estamos llegando a un punto de no retorno en esta conversación —dijo con aprensión, insegura de sí misma.

—Desde aquella noche —prosiguió Allen—, desde que apareciste en una pulcra habitación de hotel sin ser capaz de mirarme a los ojos…

—La noche que nos ha traído hasta aquí.

—Desde aquella noche supe que estaba en tus manos —lo dijo muy despacio, para que ella entendiera el significado de cada una de aquellas palabras—. Que nada volvería a ser igual. Y supe más cosas, pero veo inadecuado pronunciarlas cuando tú aún no te has decidido.

Aquello era lo más parecido a una declaración de amor que jamás había recibido. Sí, allí no estaban las palabras concretas, pero se podían entender ocultas entre cada línea. Si hubiera sido más explícito, quizá ella no hubiera tenido más remedio que rechazarlo. Sin embargo…

—¿Y si no me decido? —dijo María— ¿Y si no encuentro la respuesta hoy, ni mañana ni pasado?

—Siempre habrá un día más. Dentro de un año, de diez. Siempre habrá un día en que exista una remota posibilidad de que quieras estar conmigo.

Ella suspiró, intentando apartar aquella carga que cada vez sentía más pesada.

—¿Y si no lo hay, Allen? ¿Y si tú y yo jamás…?

—Aun así habrá merecido la pena la espera.

María permaneció unos instantes sumergida en el azul profundo de sus ojos.

—Sabes que no he conocido a nadie como tú, ¿verdad? —le dijo con una tenue sonrisa

—Espero que eso haya sido un cumplido.

—Es cierto —dijo admirada ante el hombre que tenía delante—. Si en todo esto he sacado algo en claro, es que me alegro de que una vez entraras en mi vida, aunque ello supusiera ponerla patas arriba.

—Gracias… y lo siento —contestó él de buen humor antes de apurar su copa de un trago. Ella hizo lo mismo.

—¿Y sabes que jamás he mantenido una conversación como esta? —comentó María sintiendo cómo el líquido helado y exquisito burbujeaba en su cuerpo—. Hablar de uno mismo, de lo que siente más allá de lo que importe.

Él volvió a reír. Aquella chica era desconcertante. Preciosa y desconcertante.

—¿Y cómo te sientes? —le preguntó.

—Creo que bien —lo meditó un instante haciendo un mohín con los labios—. Libre. Feliz —después comprendió que todo se lo debía a él, al apuesto caballero que tenía delante—. Ha sido una cena maravillosa.

Él lo agradeció inclinando la cabeza.

—Me alegro de que te haya gustado.

Las velas empezaban a consumirse y la ligera brisa ya había apagado unas cuantas. Era hora de regresar, a pesar de que ninguno de los dos lo deseaba. Allen le había dicho que saldrían hacia Londres de noche para llegar a la ciudad de madrugada, pues María tenía que llegar a su casa, cambiarse y estar en la oficina a las nueve de la mañana. Aún tenían que desandar el camino de la playa, encontrar el sendero que les sacaría de la cala y llegar al coche. Él se llevó la botella vacía de champán, se despidieron del camarero, que muy en su papel apenas sonrió, y volvieron andando por la arena, uno al lado del otro.

—No sé cómo agradecerte lo que has hecho por mí —apuntó María cuando de nuevo estaban solos en medio de la noche, alumbrados por una luna creciente que aparecía entre las nubes ocasionales una vez que no había velas que la ocultaran. La espuma del mar brillaba cuando rompía sobre la arena y sus pupilas dilatadas se habían acostumbrado a aquel escenario tenue, pero suficientemente iluminado.

—Ya se te ocurrirá alguna forma —dijo él divertido.

Ella lo miró con la frente fruncida, pero llena de buen humor.

—No —aclaró Allen al instante—, no hablo de sexo —pero lo pensó mejor—, aunque también.

Anduvieron unos pasos más. Un poco más adelante María distinguió la forma de una piedra que indicaba que por allí debían ascender a la parte alta del acantilado. Allen se detuvo y ella a su lado.

—Mañana estaremos en Londres —dijo él con una voz tan profunda que María estuvo segura de que procedía de su alma— y todo volverá a ser como antes. Lo que hemos hablado esta noche… será solo un recuerdo

Ella creyó que había llegado el momento que había querido evitar desde que se habían vuelto a reencontrar. Que él la besaría y ella le pediría que no volviera a hacerlo, pero en cambio Allen rebuscó en su chaqueta hasta sacar un trozo de papel arrugado y un lápiz muy usado. Se inclinó sobre sí mismo, lo justo para poder escribir usando como soporte una de sus rodillas. María intentó descubrir la forma de aquellas letras, pero le fue imposible. Después Allen, en silencio, enrolló el papel y lo metió dentro de la botella. Había sacado el tapón de corcho de un bolsillo del pantalón, así como una pequeña navaja. Trasteó con los bordes hasta que el tapón se ajustó perfectamente al cuello de la botella, sellándola herméticamente.

—¿Qué haces? —dijo ella al fin, a pesar de que era evidente. Aquello era un mensaje encerrado en una usada botella de champán.

—Ya que no hay estrellas fugaces no voy a quedarme sin mi deseo —le contestó él sin mirarla—. He dado las gracias y he pedido con todas mis fuerzas que nada…, nada vuelva a ser como antes.

Y entonces Allen se introdujo en el mar, paso a paso, hasta que el agua le llegó a la cintura y ella pensó que desaparecería como un sueño si despertaba. Las gotas saladas salpicaban contra su rostro mojándole el cabello. Pero solo entonces, cuando estuvo seguro de que de esa forma la botella llegaría suficientemente lejos, la arrojó con todas sus fuerzas, entregándola al océano. Permaneció allí parado por unos segundos, azotado por las olas, observando cómo la forma oscura de cristal luchaba contra el embiste de las rompientes hasta equilibrarse y empezaba a alejarse, arrastrada por la marea menguante.

Después, se dio la vuelta para volver junto a María. Estaba empapado, pero le daba igual. Ella permanecía en el mismo sitio, como si hubiera florecido allí. Hermosa y expectante.

Y ante el asombro de Allen fue ella la que recorrió el camino que los separaba, paso a paso, mojándose los pies de agua salada y juntando los labios con los suyos.