37

 

Aún tenía la sonrisa dibujada en los labios.

El ascensor la llevó hasta su planta y durante todo el trayecto permaneció recostada sobre la pared, recordando aquella noche, aquel viaje, todos los días pasados junto a Allen. Había algo cierto, y era que cada hora a su lado la recordaba como dichosa. Momentos en los que era ella misma con sus virtudes y defectos, en los que no tenía que convertirse en la persona que todos esperaban encontrar, en la perfecta María, en la sofisticada María, en la adecuada María. Quizá el error había sido ese, coger cuando aún era una niña la primera salida que la apartaba de una vida que la asfixiaba sin darse cuenta de que se metía en otra que no le pertenecía. Ahora le quedaba un largo trecho por delante. Aunque no lo pareciera, aunque quien la viera llegar dolorida y feliz pensara otra cosa. Su vida era un gran dilema en esos momentos; se casaría dentro de cuatro escasos meses y no precisamente con el hombre que acababa de dejar en la puerta de su casa. Aquella idea la hizo sonreír. Lo absurdo y doloroso de aquello la hizo sonreír. Todo era tan ilógico, tan desquiciante… que no le quedaba más remedio que elegir. Y este tipo de elecciones nunca se hacían sin causar un gran daño.

La puerta del ascensor se abrió y ella se demoró en salir como si supiera a ciencia cierta que, una vez llegara a su apartamento, aquel fin de semana habría terminado y ella tendría que enfrentarse con la realidad. Se apartó el cabello rubio ceniza que le caía sobre los ojos y al hacerlo le llegó el aroma de Allen, aún impreso en su piel. Olfateó el aire y cerró los ojos. Volvió a sonreír. No iba a ser fácil. En ese momento lo que aparecía en su mente era que Allen tenía un pasado, mientras que Edward proyectaba un futuro. Sin embargo, lo que su corazón dictaba era que su prometido era ya pasado mientras que ansiaba un futuro con el antiguo aprendiz de gigoló.

Introdujo la llave en la puerta. Aquel había sido su hogar, a pesar de que no había elegido ninguno de los cuadros que colgaban de las paredes, ni la tapicería del sofá, ni siquiera la disposición de los muebles en el espacio. Aquel apartamento era el símbolo perfecto de cómo había sido su vida hasta entonces. Hasta que llegó Allen y le dio el beso en los labios y ella despertó comprendiendo que había estado dormida en un castillo embrujado.

—María —exclamó Edward poniéndose de pie cuando ella entró en la casa.

No le sorprendió tanto el verlo como el despertar de golpe de aquel sueño que iba trazando su mente como si fuera el hilo perdido de Ariadna. Edward, su prometido, estaba allí, de pie en medio del salón. Y Karen a su lado. Él parecía desamparado, con sus verdes ojos acuosos y expectantes. Ella, en cambio, tenía los brazos cruzados sobre el pecho y la miraba desafiante.

—¿Tú…? —atinó a decir María.

Él al fin anduvo los escasos pasos que los separaban y la abrazó. Fue un abrazo tierno y breve, como siempre, como si temiera que un contacto más íntimo lo volviera demasiado humano. La mantuvo entre sus brazos un instante, el preciso para apoyar su mentón sobre el cabello y poder separarse de nuevo.

—Dios mío —exclamó Edward—. Llevo toda la noche buscándote.

—Pensaba que estabas en… —dijo sin intención de terminar la frase.

Él se separó, sosteniéndola por los hombros, buscándole los ojos.

—¿Cómo estás? —preguntó, sin encontrar nada que reconociera de antes—. Ven, siéntate conmigo.

La arrastró como si fuera una muñeca de trapo hasta el sofá. Karen se sentó en el otro, manteniendo las rodillas apretadas y las manos cruzadas sobre el regazo.

—¿Por qué has vuelto? —le preguntó María, que lo último que era capaz de hacer aquel día era enfrentarse a su prometido.

—Karen me lo ha contado todo.

La tomó de la mano, aunque parecía más un gesto aprendido que instintivo. ¿Se lo había contado todo? ¿Qué exactamente? Aquella mujer no tenía ni idea de la complejidad de su mente, de la necesidad de amor de su corazón, de pasión.

—¿Todo? —preguntó.

—Lo que te ha hecho ese canalla —le respondió Edward, como si fuera suficiente—. Cómo te ha seducido. Lo sé todo.

María parecía desconcertada. Acababa de encontrar de improviso a su prometido y a la que creía su mejor amiga hasta hacía unos días y que por alguna razón ahora la detestaba sin haberle dado siquiera una oportunidad.

—¿No crees que esto deberíamos hablarlo a solas? —repuso a Edward, pero a quien miraba era a Karen.

La otra se dio por aludida y se puso de pie alisándose la falda.

—Saldré a la terraza a fumar un pitillo —dijo para después desaparecer camino de la zona interior del apartamento.

Cuando se quedaron a solas, Edward pareció reaccionar, como si ya no tuviera que representar un papel en público, el papel de amante comprensivo y ofendido.

—María —le recriminó con una voz más dura de lo que esperaba—. ¿Qué diantres te ha pasado? ¿Qué te he hecho?

«No quiero estar aquí. No quiero seguir así», se repetía ella en su cabeza. Solo necesitaba volver a su trabajo, aparentar que nada había sucedido… Y necesitaba tiempo para pensar en Allen y en ella.

—Tú no tienes la culpa. Si hay algún responsable de esto, soy yo.

Él aflojó la presión. Quizá porque la conocía tan bien que sabía cómo tenía que tratarla en aquellos escasos acontecimientos donde perdía los nervios y se dejaba llevar por ilusiones vanas y quiméricas.

—¿Es verdad lo que me han contado? —le preguntó temiendo la respuesta.

—¿Qué te han contado?

—Que has estado acostándote con ese… —No se atrevió a calificarlo. Tenía miedo a lo que pudiera salir de su boca.

María apartó los ojos de sus manos, pues hasta entonces habían estado perdidos allí, en aquel anillo de plata que no había vuelto a quitarse. Cuando miró a Edward, se dio cuenta de que lo quería. Aquel chico simpático, guapo y ambicioso. Había apostado por ella cuando nadie daba un penique por el futuro de la hija de una criada. La había introducido en sus exclusivos círculos sociales. La había enseñado a vestirse, a comportarse, a ser una más. A cambio, solo le había exigido que lo amara y que no sacara los pies del plato. Sí, lo quería. Pero ahí terminaba todo.

—Es verdad —le contestó sin apartar los ojos del verde de los suyos. Pupilas gemelas que se habían enfrentado juntas al mundo.

Edward suspiró, porque había mantenido el aire en los pulmones hasta que ella había contestado. Quería que le explicara que todo había sido un simpático malentendido. Una acumulación de circunstancias que habían terminado en aquel enredo, pero que en verdad apenas conocía a aquel tipo, y por supuesto nunca había retozado en su lecho. La hubiera creído. Aunque las evidencias dijeran lo contrario. La hubiera creído.

—Es un maldito puto —dijo Edward como si descubriera algo obvio—. Se acuesta con mujeres por dinero. Lo sabes, ¿verdad?

Ella asintió. Estaba claro que Karen lo había informado bien y por supuesto se habría recreado en los detalles más escabrosos.

—También sabes que soy un hombre comprensivo —expuso Edward dulcificando su gesto—. Estás nerviosa con los preparativos de la boda. Quizá te hemos exigido demasiado. —Sonrió, como si con aquellas palabras hubiera dado en la clave y todo se convertiría en una anécdota—. Ese tipo es innegablemente atractivo y conoce las técnicas para seducir a pobres incautas. Todo eso puedo comprenderlo. Un par de noches de juerga con un desconocido. Puedo llegar a comprenderlo.

Ella negó con la cabeza.

—No es eso.

Pero él, como siempre, no la escuchó. Necesitaba reconstruir aquella realidad. Hacerla conmensurable para su mundo perfecto. Hacerla medible, editable, para que todo volviera a encajar de nuevo.

—Incluso puedo tolerar que lo veas un par de veces más mientras vuelvo a París —dijo intentando ser condescendiente—. Y que no me lo cuentes, por supuesto. Eso no quiero saberlo. Te cansarás de él y haremos como si nada hubiera ocurrido.

María suspiró.

—Te digo que no es eso.

Pero de nuevo Edward no estaba dispuesto a escucharla. No. No podía escucharla.

—Disfruta de estos días —la volvió a tomar de la mano—. Como si yo no existiera. Déjalo todo en manos de Karen. Ella ultimará los preparativos de la boda. Y dentro de cuatro meses nos reiremos de esta loca aventura, te llevaré al altar vestida de blanco y reanudaremos nuestra vida como si…

Ella apartó la mano de golpe. ¿Es que no se daba cuenta de que ya nada sería igual? ¿De que la niña asustadiza había desaparecido?

—¡Edward, te he dicho que no es eso! —exclamó, sin poder contenerse, notando cómo las lágrimas acudían a sus ojos—. ¡Es precisamente esto! Que no me escuchas, que no formo parte de tus decisiones, que… que no me reconozco en la mujer que he creado para ti.

Él la miró estupefacto. ¿Dónde estaba María? ¿Dónde estaba la mujer con la que había decidido construir su vida?

—Estás trastornada y lo sabes —dijo a modo de advertencia.

—Estoy cansada —se defendió ella—, asustada, hastiada, avergonzada de mí misma.

—¿Y crees que ese tipo va a arreglarlo? —Se sentía ofendido, sí. Ofendido porque lo comparara con un tipo como aquel—. Los hombres como ese solo se acercan a mujeres tontas como tú porque creen que hay dinero. Cuando sepa que no tienes nada, que sin mí no tienes nada… ¿Cuánto crees que tardará en abandonarte para buscarse a otra?

Y podía tener razón. Era un miedo oculto que planeaba cada vez que se acercaba a Allen. ¿Y si le mentía? ¿Y si de verdad su pasado se imponía como una lápida fría y oscura? Sabía que había personas que nunca podrían cambiar su naturaleza, como si fuera un sello de fábrica indeleble al tiempo. Allen había estado con muchas mujeres. Ella solo con Edward… y con él. Sus mundos eran tan distintos, sus experiencias vitales tan diferentes…

—Él no es así —dijo para defenderse más que para defenderlo—. Él ya no es así.

—Siempre son así —le contestó Edward, perdiendo la paciencia por un instante—. Ese tipo de rufianes no cambian nunca.

—Te digo que no —afirmó. Pero si tuviera razón…, ¿qué sería de ella?—. Dejó la prostitución cuando me conoció. Ahora se dedica…

—Artimañas, mentiras, trucos para conseguirte. —Edward no le daba tregua. La conocía y sabía que soportaba mal la presión—. Así es fácil. La novedad y muchas mentiras. ¿Vas a ser tan ingenua de tirar por la borda todo lo que hemos construido juntos por un maldito gigoló?

«No quiero escucharte, no quiero oírte», se repetía mientras los argumentos de Edward iban derribando una a una sus murallas.

—Te digo que ya no se dedica a eso —dijo sin fuerzas—, desde hace dos años.

—Pues si te dijo eso, te mintió —sonó la voz de Karen apareciendo de nuevo en el salón.

Ella la odió en aquel instante. Hurgando como una araña. Atenta a las desgracias para lanzar su tela y atrapar la presa.

—Por favor —suplicó. Si con Edward era difícil, con Karen sabía que le sería imposible—, déjanos a Edward y a mí…

De dos zancadas su antigua amiga estaba junto a ella, de pie, como una deidad terrible que tenía el don divino de la justicia.

—No, porque no quiero que sigas engañada —dijo Karen sin ceder un instante, animada por la mirada esperanzada de Edward que veía cómo María se iba fracturando, cómo la sólida convicción con la que había entrado en aquella habitación ya no existía—. Ese tal Allen, ha seguido acostándose con mujeres a cambio de dinero todo este tiempo —continuó implacable—. Mientras flirteaba contigo y barajaba si tú eras la adecuada para un retiro dorado. Tienes que saber que mientras te contaba cosas bonitas cobraba un cheque de otra infortunada a quien acababa de calentar la cama.

«Mentiras, mentiras y más mentiras», se dijo tapándose los oídos. No quería escucharlo. Ella había leído su corazón, el corazón de Allen y lo que allí había encontrado era la verdad. Una verdad pura y cristalina como no había visto antes.

—Eso no es cierto —le dijo al fin a Karen mordiendo las palabras, con la esperanza de que aquello la callara—, y lo sabes.

—¿Que no lo es? — Allí estaba su gesto de suficiencia, el mismo con que despreciaba a un camarero que no la atendía como deseaba, o a una rival que se ponía en su camino—. Escucha esto —tomó el móvil y marcó un número. No tuvo que esperar, al instante alguien contestó y ella accionó el altavoz—. Elissa, dile lo que me contaste.

No sé si…

Sonó dubitativa la voz de su vecina.

—Por favor —la urgió Karen—. Es por su bien.

Hubo un segundo de silencio, de vacilación donde los tres permanecieron expectantes.

Bueno, Allen y yo… —se oyó la voz de Elissa— nos vemos de vez en cuando. Pago su tarifa y pasamos unas horas juntos —se detuvo como si esperara una aprobación para continuar—. Lo venimos haciendo desde hace años. Solo tengo que marcar su número y siempre está disponible. Son unos cientos de libras bien empleados…

—No —dijo María taladrada por el dolor, por la evidencia—. Mientes.

Me consta que tiene a otras clientas a las que también atiende —continuó Elissa, aunque su voz había adquirido un matiz más inseguro—. Siento tener que decirte esto.

Allí estaba la evidencia que se había negado a ver durante todo este tiempo. Había intentado pasar por alto su pasado, su presente, pensando que era una anécdota, que de verdad ella le había impresionado tanto como para dejarlo atrás. Se sintió ridícula. Una mujer absurda. Tan ingenua que todos podían opinar sobre su corazón y moldearlo como si fuera de arcilla. Pero la arcilla se secaba y se volvía dura como la piedra. Dura y frágil.

—¿Cuándo fue la última vez que estuviste con él? —inquirió, pues para Karen aún no era suficiente.

El miércoles —repuso la voz al otro lado del teléfono—. Me falló un plan y le pedí que viniera.

—¿Ves ahora el tipo de hombre por el que has estado a punto de tirar tu vida por la borda? —dijo Karen triunfante.

María no contestó. Podía ser cierto. Le había dicho que la llamaría y no lo hizo. El miércoles Allen no dio señales de vida. María permaneció callada, con la mirada perdida al frente, intentando asimilar todo aquello.

—Cariño… —dijo Edward tomando de nuevo su mano.

—Por favor —ahora ella la apartó lentamente, sin acritud, porque su voz tampoco estaba crispada, sino serena—, no me toques.

Aquel cambio exasperó a Karen. Había esperado verla destrozada, agradeciéndole que velara por ella como una buena amiga. Había esperado que todo volviera a ser como debía, una conjunción perfecta de planetas que le confirmara que su mundo no admitía cambios a menos que ella los aprobara. Ya se encargaría ella en el futuro de que Edward supiera lo que le convenía.

—No seas estúpida —le escupió Karen con desprecio—. Solo te queda Edward, y deberías estar agradecida de que no te haya puesto las maletas en la calle por comportarte como una zorra.

—¡Karen! —Él se puso de pie de un salto y la miró con tanta furia contenida que ella se asustó—. Vete de mi casa. Ahora.

Aquello fue una sorpresa para Karen. No lo esperaba. Era lo último que se había imaginado. El mundo estaba repleto de desagradecidos. Al final se lo iba a merecer. No era más que el hijo de una maestra. No era más que un maldito médico con ínfulas de…

—No. Ella no —dijo María poniéndose de pie. Su rostro estaba sereno como una lámina de mar tras una tempestad—. Me iré yo.

Edward iba a detenerla, pero se abstuvo de tocarla.

—Pero, cariño… —se quejó, tan confundido como al principio.

—Adiós Edward. Ha sido una suerte que una vez aparecieras en mi vida —le respondió ella con una sonrisa triste—. Pero tengo que salir. Tengo que pensar en qué debo hacer. Por favor.

Él asintió y se apartó de su camino.

—¿Estarás bien? —susurró como una súplica antes de que se marchara del apartamento—. ¿Me llamarás luego? No puedo dejar que te vayas en ese estado.

Ella se volvió. Karen seguía allí. Sabía que en cuanto desapareciera volvería a urdir un despropósito con el objeto de apartar a Edward de ella.

—No te preocupes por mí, estaré bien —le dijo a aquel hombre que la miraba anhelante—, pero ahora tengo que marcharme.