42

 

Un año después.

Hacía una noche fresca pero deliciosa, de esas que hacían imposible volver a casa sin tomarse una copa tras todo un día de duro trabajo. Así que María aceptó la invitación de John, uno de sus compañeros de oficina, a tomar algo en el Happy Ending, un local que visitaban a menudo.

No era la misma mujer de un año atrás. Se había cortado su tímida melena recta en algo más salvaje, con un ligero flequillo y lo había oscurecido hasta un color miel, dorado, quizá cobrizo. Tampoco vestía de la misma manera. Los trajes chaqueta y los vestidos en tonos blancos y pasteles habían dado paso a ropa más informal: chinos amplios y gustosos, camisetas de colores vivos, vestidos sin forma que se anudaban y ataban para ajustase a su cuerpo. Estaba ligeramente bronceada porque disfrutaba tanto como podía de la vida al aire libre, lo que la volvía radiante. Era como si hubiera florecido. Todo era más atractivo en ella, más fresco, más exuberante. También más hermoso. Su belleza contenida era ahora arrebatadora, y aquella forma felina de andar era ya un paso seguro y preciso, que indicaba que sabía hacia dónde se dirigía.

Tomaron asiento en la barra, en sendas banquetas giratorias. En breve aquello se llenaría de gente y de música, pero aquella era su hora favorita, cuando había pocos clientes y se podía charlar.

—Presa a la vista —dijo John señalando a un chico rubio con cara de perdido que acababa de entrar—. Me temo que la caza me obliga a dejarte sola unos momentos.

Ella rió ante la ocurrencia. Sabía qué iba a pasar. Siempre sucedía lo mismo cuando salía con él. John ligaba y ella tenía que volver sola a casa, pero le daba igual. De hecho, le gustaba aquel paseo nocturno.

—Espero que no vuelvas con el rabo entre las piernas —le picó María, porque no siempre daba resultado su táctica de «Eres nuevo por aquí».

—Eso se presta a interpretaciones, querida —dijo él despidiéndose con un beso en los labios.

María se sentía a gusto allí. Terminaría su copa de Martini y volvería a casa andando. Todo era muy diferente ahora. Vivía sola, se valía por sí misma y tenía muchos amigos que no decidían por ella. Había aprendido a cocinar, acudía a clases de baile y había empezado a pintar, una pasión que acababa de descubrir y que la hacía feliz. Hablaba con su madre a menudo. Ya no eran aquellas conversaciones tirantes y rígidas. Ahora tenían que colgar la una o la otra cuando se daban cuenta de que el tiempo había volado. Se habían convertido en buenas amigas, pero sobre todo en madre e hija. Esa Navidad su madre había estado allí, con ella, y había sido la más hermosa de su vida. De la mano habían recibido el nuevo año en Times Square y su madre se había pasado con el champán por primera vez, que ella recordara. Lo cierto es que la estaba descubriendo; se estaban redescubriendo las dos.

Por ella sabía que Edward vivía ahora en París, donde ya se le consideraba una promesa de la cirugía y pronto dirigiría el departamento de neurocirugía del hospital. No le había preguntado si estaba con alguna chica, pero suponía que sí. No era hombre de estar solo y desde luego era un buen partido. De Margaret también sabía que estaba bien y en más de una ocasión le había mandado recuerdos. La echaba de menos, pero la vida continuaba y no se podía tener todo lo que se deseara. Solo en una ocasión le había preguntado a su madre por Karen. No habían vuelto a verse o a llamarse desde aquella mañana. Su madre sabía poco de ella. Que tenía una nueva amiga íntima y poco más. Sintió lástima de ella.

A la mañana siguiente de lo que ella llamaba «el día en el que el mundo se derrumbó» había cancelado la boda. Edward había insistido, había llorado, la había insultado, pero María no se había echado para atrás. Ese mismo día emprendió su viaje a Estados Unidos, a pesar de que no se incorporaría hasta una semana después. Y a partir de ahí se había dedicado a redescubrirse.

Tomó un trago de Martini y dejó de pensar en todo aquello. El siguiente de la lista era Allen, y aún no estaba preparada para meditar sobre él sin estremecerse.

Una mujer se sentó a su lado, en la banqueta que acababa de dejar John. No la miró, era evidente que estaba algo bebida.

—Camarero, tres copas de su mejor whisky escocés —dijo blandiendo un billete de cien dólares.

El hombre la miró sin demasiado entusiasmo y se dispuso a preparar los vasos. María pensó que aquella voz le resultaba familiar, la de la mujer, y se giró discretamente. Era la última persona que esperaba ver allí.

—Elissa —no pudo evitar decir, aunque lo dijo más para ella misma que para llamar la atención de la otra.

La mujer se giró al oír su nombre. Seguía siendo hermosa y exuberante, enfundada en un estrecho vestido negro que dejaba al descubierto buena parte de su anatomía. Era evidente que no la había reconocido. Entornó los ojos y se acercó un poco más. Cuando al fin su mente procesó la información, sus párpados se abrieron dando paso a la incredulidad.

—¿Eres… María?

—La misma —dijo ella con una sonrisa—. Hace tiempo que no nos vemos.

Elissa parpadeó varias veces, como si quisiera limpiar sus lentillas.

—No sabía que estabas en Nueva York —dijo aún asombrada por aquel encuentro inesperado—. Te hacía en París con…

María volvió a sonreír.

—Lo nuestro terminó —dijo arqueando una ceja—. La misma mañana que hablamos por última vez.

Aquella mujer despampanante se llevó una mano al pecho. Estaba bebida, pero no tanto como para no saber qué decía.

—Karen no me había dicho nada.

Karen nunca se creía en la obligación de dar explicaciones. Ahora lo veía claro. La distancia ayuda a tomar perspectiva. Aún no sabía cómo había metido a aquella mujer en su vida, y menos aún cómo había permitido dejarse guiar por ella.

—Llevo un año aquí —dijo María alejando con un movimiento de la mano aquellos pensamientos. Era algo del pasado. Algo lejano que ya no volvería a molestarle—. Te invito a un trago.

Elissa iba a decir que sí, pero miró hacia atrás. Hacia un grupo de varios hombres, todos más jóvenes que ella, que la miraban de vez en cuando.

—Me esperan mis amigos… —señaló hacia ellos. Iba a marcharse, pero lo pensó mejor—. La última vez que hablamos —se detuvo, lo pensó de nuevo y al fin continuó—. No estoy muy orgullosa de aquello, ¿sabes?

María dio el último trago a su Martini. No solía beber. Como mucho, uno de aquellos cuando salía, pero en aquel momento le hubiera quitado los tres whisky a Elissa y se los hubiera tomado de un trago.

—Entiendo que era mentira, ¿cierto? —dijo intentando no parecer resentida—. Lo que me dijiste sobre Allen.

Elissa levantó las manos a modo de disculpa, incluso le pareció un gesto simpático.

—Karen me dijo que era por tu bien. Pensé que de esa manera se arreglaría lo tuyo con aquel chico rubio.

—Edward —aclaró ella.

—Edward —confirmó Elissa.

De nuevo se iba a marchar. No había mucho más que hablar. No eran amigas, apenas conocidas, y ninguna de las dos podía presumir de haberse llevado bien en el pasado. María supo que no tendría otra oportunidad, así que la detuvo por el codo antes de que se marchara.

—¿De verdad era mentira lo que me dijiste por teléfono sobre Allen? —le preguntó porque, aunque siempre lo había sabido, necesitaba que ella, la mujer que había sembrado la duda, lo desmintiera de nuevo. Que aquellas palabras salieran de sus labios.

Elissa se paró en seco. La miró otra vez, con una mezcla de resignación y confianza. Después volvió a su asiento y liquidó uno de los whiskys de un solo trago.

—Fui su clienta durante cuatro años —dijo con la mirada perdida en un grupo de hombres maduros que acababan de entrar en el bar—. ¡Uf! Aquel chico era pura dinamita. Lo veía una vez por semana y nunca me cansaba. Creo que en cierto modo me enamorisqué de él. A todas nos pasaba, ¿sabes? No era para menos —tomó un trago de otro vaso—. Una noche me dijo que quería verme, y me explicó que no podíamos quedar más. Había conocido a una chica. No sabía lo que sentía por ella, pero no podía seguir dedicándose a aquello. Allen ni siquiera sabía su nombre, pero estaba seguro de que algún día la encontraría. A aquellas alturas ya éramos buenos amigos y salíamos a cenar de vez en cuando. Sin sexo, claro, aunque yo intentaba que aquello se curara, pero nada. Me consta que desde entonces no volvió a las andadas. Compartíamos…, digamos, amigas, y todas tenían la misma queja. Allen ya no estaba disponible —de un nuevo trago liquidó el segundo vaso—. Aquella chica eras tú, ¿verdad?

María se estremeció. Aún le pasaba cuando recordaba a Allen. Eran fogonazos que de pronto la asaltaban. A veces iba en el ascensor y se descubría sonriendo y pensando en él. Otras en el metro, o en medio de una reunión, donde tenía que esforzarse para no quedar fatal.

—Creo que sí —dijo sin querer saber mucho más. ¿Dónde estaba? ¿Había encontrado a una mujer que lo quisiera como se merecía? ¿Aún pensaba en ella de vez en cuando?—. Al menos eso me dijo.

Elissa la señaló con el dedo. Era un gesto heroico para una mujer que acababa de soplarse dos whiskys solos.

—Ese chico no mentía —le dijo—. No he vuelto a verle, pero si te dijo algo así, es que era cierto.

Ya estaba bien. Hablar del pasado no servía de nada y Elissa estaba a punto de desmayarse.

—¿Te quedarás más tiempo en la ciudad? —le preguntó María.

—Vuelvo mañana a Londres. —Se había puesto otra vez en pie. Sus amigos la esperaban. Para ellos la noche era joven—. Si no, me encantaría que comiéramos juntas.

—A mí también —dijo sintiéndolo de verdad—. Sigues tan guapa como siempre.

Elissa sonrió. Tenía una sonrisa preciosa, radiante, llena de luz.

—¿Sabes que ya no eres la niña repelente que eras antes? —le dijo dándole un ligero golpecito en la nariz.

—No sé si agradecértelo o retarte a un duelo —le contestó María divertida.

Ahora la otra se puso seria.

—Disfruta de la vida —le dijo con un deje de amargura—. Es lo único que nos llevamos al otro lado.

Ella asintió, y mientras observaba cómo Elissa se alejaba, pensó que era incapaz de recordar el color exacto de los ojos de Allen.