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—¿A nombre de quién? —preguntó Allen.
—Para Amanda, señor Rosenthal —dijo la chica sonrojándose ligeramente.
Él le sonrió y estampó una dedicatoria en la primera página de cortesía, seguida de su nombre. La chica la leyó antes de marcharse.
—Es usted… —dijo con el libro apretado contra su pecho—. Tenga —le tendió un papel doblado—, este es mi número de teléfono.
—Por favor, circulen —exigió el guardia de seguridad apartándola con delicadeza. Si todas las mujeres que venían a por su firma terminaban suspirando, aquello no iba a terminar nunca.
Allen lanzó una rápida mirada hacia la cola de lectores que aún esperaban a que les dedicara su última novela. Era impresionante: salía de la tienda y, según le había dicho su agente, llegaba hasta dos manzanas más allá. Sonrió satisfecho. Cansado pero satisfecho. Esta nueva novela, La extraña de Santa Margarita, había sido todo un éxito y había supuesto su lanzamiento definitivo. Alfred Rosenthal, su seudónimo, ya era un reconocido escritor de novelas de misterio, y en aquella nueva obra la mayoría de las cosas que contaba eran biográficas. A su agente la novela no le había gustado cuando se la entregó. «¿Dónde están los asesinatos y los cadáveres? Aquí solo aparece esta mujer.» Pero al final accedió a moverla. Y ahora eran los lectores los que estaban hablando.
No pudo entretenerse mucho, pues ya tenía delante a un nuevo admirador y la portada de su libro, que representaba una vieja vidriera. Llegó un momento en que los firmaba automáticamente: sonreía, preguntaba que a quién lo dedicaba, cruzaba unas palabras amables y daba paso a un nuevo lector. Sí, a pesar de las horas sentado y sonriendo, estar en contacto con sus lectores era lo que más le gustaba del mundo. Bueno, había algo más, pero hacía un año que se había prometido no pensar en ella.
El siguiente de la cola puso un nuevo ejemplar de su novela sobre la mesa, él lo cogió y abrió la cubierta. Allí había una rosa seca, aunque perfectamente conservada del paso del tiempo. Era roja, sin espinas, y sus pétalos pálidos aún exhalaban una fragancia ligera. No se asombró. Otros lectores también le regalaban cosas; tarjetas con números de teléfono era lo habitual, pero le llegaban cajas de bombones, todo tipo de manualidades, incluso una bicicleta. Y a él le encantaba, era lo forma que la gente tenía de decirle que le gustaban sus novelas.
Cuando levantó el rostro para preguntar a quién tenía que dedicar aquel ejemplar se le secó la boca. Allí había una chica preciosa enfundada en un ajustado mono de cuero negro de motorista. Llevaba el casco colgado del brazo y el cabello suelto sobre los hombros. Era más oscuro que la última vez que lo había contemplado, y más intenso, mientras se perdía tras una esquina azotado por el viento, pero también más atractivo. Allen notó que un viejo escalofrío le recorría la espalda.
—A nombre de María, señor Rosenthal —dijo ella.
Él vaciló, la miró a los ojos y comprendió que un año después lo que sentía por aquella mujer seguía intacto. Le dolió reconocerlo, pero quien mandaba era el corazón. Estaba más deliciosa que nunca y aquel mono se le ajustaba como un guante. Había algo distinto en ella, era indudable, pero fuera lo que fuera le gustaba más.
Trazó sobre el libro con largas líneas un «A María con…» y lo terminó con puntos suspensivos.
—¿Qué he de poner al final? —le preguntó mirándola con ojos entornados.
—¿Con mis mejores deseos? —respondió ella sin apartar su mirada de la de él.
Allen simplemente escribió «… con deseo» y se lo entregó cerrado.
Ella lo tomó y observó la portada. Representaba aquella vidriera perdida en una remota iglesia de la costa oeste.
—Lo he leído —de hecho se lo había bebido en el avión—, una buena historia.
Él asintió. Era su historia. Lo que les había sucedido a ellos dos. Solo que al final de la novela Allen hacía que los protagonistas volvieran juntos y se amaran para siempre. «Si aquello no había sucedido en la vida real, al menos tenía que creer que era posible», le había dicho a su agente.
—Le sucedió a un viejo conocido —le contestó Allen. Aún no sabía qué hacía ella allí.
María acarició la cubierta. La protagonista de aquel libro se llamaba Ana, pero por lo demás era exactamente igual que ella. El guardia de seguridad, que era implacable, estaba a punto de llamarla al orden.
—Me hubiera gustado conocer a ese amigo tuyo.
Allen sonrió. Hacía un año que no la veía y ahora mismo él volvería a comer en su mano, volvería a caminar bajo una tormenta por ella o a lanzarse a un volcán en erupción si ella se lo pedía. Qué extraño era el amor.
—Quizá te lo presente algún día —le dijo Allen haciendo una mueca con los labios.
Ambos se miraron sin decirse nada más. Él pensó que le sentaba bien aquella nueva imagen. Muy bien. María por su parte al fin se encontraba de nuevo con el color de sus ojos y debía reconocer que eran mucho más espectaculares de lo que había imaginado.
—Bueno —exclamó ella al cabo de un momento, porque ya se escuchaban los cuchicheos de protesta de los seguidores que tenía detrás y el guardia de seguridad empezaba a impacientarse—, hay una cola muy larga, debería marcharme.
El asintió, pero cuando María iba a salir de la cola, Allen le preguntó:
—Sabes que llevas puesto un mono de motorista, ¿verdad?
Ella volvió sobre sus pasos y se apartó el flequillo de la frente.
—Sí, claro —dijo recuperando el aliento—. Tengo la moto fuera.
—Vaya, no conocía esa afición.
María le quitó importancia. El tipo de detrás acababa de resoplar. Seguro que pensaba que aquella pesada no se iba a marchar nunca.
—Es nueva. De hecho, la he comprado esta mañana —dijo ella—. Aún pierdo el equilibrio, pero necesito llegar a Las Vegas.
Los dientes blanquísimos de Allen aparecieron tras su sonrisa.
—Sabes que estamos en una isla, ¿verdad? —se había recostado ligeramente en la silla para verla mejor. Y lo que veía le encantaba—. Y ya debes saber que hay que cruzar un océano y un desierto para llegar allí.
Ella pareció sorprendida, pero duró un instante.
—Lo sé —dijo al fin—. Y por eso tengo dos cascos. Necesito un acompañante.
Él sintió de nuevo aquel escalofrío recorriéndole la espalda. La boca se le había secado y en cambio notaba húmedas las palmas de las manos.
—¿Me estás proponiendo que vaya contigo?
María ahora se inclinó hasta apoyar las manos en la mesa de firmas. Quedó a escasas pulgadas de sus labios, pero necesitaba que Allen oyera detenidamente lo que iba a decirle.
—Señor Alfred Rosenthal —dijo con voz muy clara—, te estoy proponiendo que me des otra oportunidad, te prometo que esta vez no lo echaré todo a perder.
Él esbozó una sonrisa fría y distante. Jamás había pensado oír una palabra inadecuada en los labios de aquella mujer preciosa.
—No sé —se hizo el duro—, tendría que pensarlo.
María asintió. Ya había supuesto que no iba a ser fácil. Lo había dejado un año atrás sin más explicación que un «no puedo» y ahora pretendía que él se entregara sin más. Había sido una estúpida. Pero algo tenía claro, no iba a desistir.
—Es lógico —dijo incorporándose—. Estaré en Londres hasta…
Pero él acababa de levantarse y ya rodeaba la mesa.
—Ven aquí, preciosa, qué diantres tendría que pensar.
La tomó entre sus brazos y la besó. Tenía ganas de hacerlo desde que la había visto aparecer; desde que lo dejó plantado en mitad de la calle hacía ya un año. Era un deseo que lo había acompañado cada uno de los días que habían trascurrido desde entonces. Ella perdió el aliento, pero le dio igual; morir asfixiada por un beso así merecía la pena. A su alrededor algunos lectores de la larga cola lanzaron silbidos de animación y el tipo que estaba detrás de María empezó a aplaudir.
—Entonces, ¿es un sí? —dijo ella tras tomar un poco de aire cuando él la liberó del beso, no así del abrazo.
—Un sí, un sí quiero, un sí enorme —dijo él para después volver a besarla.
Y es que había que recuperar el tiempo perdido y aquellos labios era lo que más había anhelado. La cola se había deshecho y ahora sus lectores formaban un corro alrededor que aplaudían y reían a la vez. Uno de ellos estaba comentando cómo se parecía aquella chica enfundada en cuero a la mujer de la portada. Un equipo de televisión que había concertado una entrevista con el escritor lo estaba retransmitiendo todo en directo.
—¿Cómo sabías que estaba aquí? —le preguntó él cuando terminaron el largo segundo beso, frente contra frente.
—Se me ocurrió llamar a tu agente —dijo ella, y puso un mohín de disgusto—. De paso me informé de si estabas comprometido con alguien y si me mandarías al infierno al verme.
Allen sonrió y le dio un ligero beso en los labios.
—¿Y qué te dijo ella?
Anna, su agente, aquella mujer que había estado en su casa la noche de la borrachera, estaba al fondo de la librería sonriendo satisfecha.
—Que cogiera el primer avión y viniera enseguida, lo antes posible —y así lo había hecho—, y solo me he entretenido para comprarme una moto y este mono que no me deja respirar.
Él volvió a sonreír. En su novela ella dejaba al chico con el que iba a casarse y le decía un sí enorme cuando él le regalaba una rosa roja sin espinas. Se había dilatado un año, claro, pero era un final muy parecido, aunque en este caso el que había dicho el sí enorme era él.
—La cremallera parece difícil —dijo Allen, que ya solo tenía en mente lo que iba a pasar dentro de unos minutos, en cuanto se despidiera de toda aquella gente y pudiera sacarle aquel maldito mono.
Ella asintió con un nuevo mohín de disgusto. Era cierto.
—Habrá que practicar.
Él no pudo evitar besarla de nuevo. Un beso intenso. Largo, sin prisas. El primer beso de muchos que durarían toda una vida, porque no iba a dejarla escapar. María fue quien se separó, buscando sus ojos. A su alrededor alguien había sacado de su mochila una botella de champán, posiblemente un regalo para su autor preferido, y el líquido burbujeante ya circulaba de unos a otros.
—Sabes que siempre lo supe, ¿verdad? —le aseguró ella, porque quería que él lo tuviera claro—. Que te quise desde aquella primera vez en el hotel.
Él asintió, pero le quitó importancia
—Cállate y bésame.
Ella obedeció con gusto, con una sonrisa en los labios, feliz, pues acababa de descubrir que el destino se puede encontrar en el camino que tomamos para esquivarlo y ella no iba a dejarlo escapar jamás.