5

 

No lograba concentrarse. Al día siguiente tendría que hacer una presentación de su estrategia de márquetin ante el consejo de administración de la empresa y era incapaz de hilvanar una idea tras otra. Miró de nuevo el reloj. Las nueve de la noche y apenas había conseguido montar un par de diapositivas. Edward llegaría de un momento a otro, y le había prometido que esta velada la pasarían los dos juntos viendo una vieja película romántica y comiendo queso y palomitas.

María se levantó y rellenó de nuevo su taza de café. Sabía que había sobrepasado el límite y que esta noche no pegaría ojo, pero necesitaba terminar aquella maldita presentación antes de que llegara su novio. La verdad era que en los últimos tres días, desde la cena de Karen, le había costado concentrarse. No quería reconocer por qué, pero lo sabía y tenía nombre propio: Allen.

Aún recordaba su foto impresa a todo color en aquella enorme carpeta. Fue la primera vez que lo vio. Llevaba una camiseta blanca, ajustada, y se mostraba sonriente, con una sonrisa tan fresca que de inmediato supo que debía ser él. Por supuesto también estaba su atractivo. Estaba segura de que jamás había visto a un tipo tan guapo, y cuando le dijeron el precio, se sintió estúpida.

—¿Por una noche? —preguntó asombrada.

—No, señora, por una hora.

Y valía lo que costó.

Dio un sorbo a la taza quemándose los labios. En cierto modo lo agradeció porque consiguió por un momento apartarlo de su cabeza. Debía dejar de pensar en él.

Aquella noche, cuando Edward llegó a casa de tomar las últimas copas en la fiesta de Karen, no le había dicho nada, ni al día siguiente, ni siquiera esa mañana cuando desayunaron juntos antes de que él se marchara. Habían hablado de la velada, por supuesto, pero Allen había desaparecido de la conversación como si realmente nunca hubiera estado allí, y ella aprovechó para no sacar el tema. Ya estaba todo zanjado. A partir de entonces solo tendría que procurar no coincidir con Elissa, la amiga de Karen, por si las moscas.

Oyó el ruido de la cerradura y supo que ya no podría terminar la presentación. Llegaba Edward y él requería atención. Se pondría el despertador a las cinco, y al menos podría montar un guión… y que fuera lo que Dios quisiera.

—Me he entretenido tomándome una cerveza con los chicos —dijo su novio entrando en la habitación. Traía varias bolsas de papel. Casi siempre se encargaba él de las compras, cosa que María agradecía infinitamente porque era algo que ella detestaba.

Al verlo, sintió ternura. ¿Desde cuándo se conocían? A veces ni recordaba un periodo de su vida en el que Edward no estuviera presente. Desde siempre. Primero fueron amigos y después, sin saber cómo, aquello había dado un salto mortal hasta convertirse en amantes. Ahora se iban a casar, y todos sus sueños, los de los dos, se cumplirían al fin.

—Te he echado de menos, cariño —dijo ella. Edward la recibió con un abrazo y la besó en los labios con aquella delicadeza que ya anunciaba que sería un gran cirujano. Ella le correspondió con cariño, apoyándose contra su pecho; su escudo, su fuerza. Aquel mes separados iba a ser duro para los dos.

—Vaya, hacía años que no te veía este anillo —dijo Edward reparando en el pequeño aro de plata con una gema nacarada que adornaba su dedo.

María se sonrojó. No sabía por qué se lo había puesto. Simplemente lo había hecho cuando salió de la ducha. A la mañana siguiente lo había descubierto en su cartera y lo había dejado en su tocador, junto al resto de bagatelas que se ponía de vez en cuando. Durante aquellos dos días se había descubierto mirándolo cuando se desmaquillaba, o cuando buscaba algo sobrio con lo que adornarse. Esa mañana, sin saber por qué, lo había deslizado en su dedo, sintiendo una oleada de placer cuando el metal había contactado con su piel.

—Ya ni recordaba que lo tenía —dijo quitándole importancia.

Él volvió a besarla.

—¿Hay algo de cenar? —le preguntó apartándola con cuidado para meter la compra en el frigorífico. Era exigente sobre todo con las verduras, que no podían estar sin refrigerar demasiado tiempo.

—Te la he dejado en el horno —respondió ella mientras le ayudaba en su tarea—. Yo me he tomado un sándwich. No tenía hambre.

El salón y la cocina eran una misma pieza separados por una barra. Él lo había querido así cuando empezaron a buscar apartamento. Decía que quería aunar sus dos pasiones: la cocina y María. Que, cuando cocinara, ella estuviera allí, cerca, al alcance de su mano y de sus labios.

Cada compra fue colocada ordenadamente en su lugar correspondiente hasta que Edward sacó de una bolsa una reluciente botella de merlot. Solo por la etiqueta María supo que le había costado una pequeña fortuna.

—Me he parado en Fortnum & Mason y he comprado vino.

Ella sonrió. Había algo de culpa en la voz de su prometido, lo que le provocó más ternura. Se permitían muy pocos lujos y una botella de vino no era algo que les fuera a arruinar. Al contrario que ella, Edward provenía de una familia adinerada, pero siempre había insistido en pagar con su esfuerzo aquello a lo que aspiraran. No es que pasaran estrecheces, pero hasta que él no se asentara laboralmente no querían despilfarrar.

—Me parece una idea fantástica —respondió ella quitándole importancia. Tenían ahorros y con su trabajo iban sobrados.

—Es el mismo que trajo ese tipo —dijo él manipulando hábilmente el sacacorchos—. ¿No se llamaba Allen? Me pareció un vino delicioso.

María se quedó paralizada al escuchar su nombre. Por suerte Edward no la estaba mirando, si no se hubiera dado cuenta. Así que era cierto, había vuelto al coche después de dejarla junto al taxi para llevar una botella de vino a sus amigos. Consiguió serenarse y tomó la copa que le tendía su prometido. Dio un sorbo que le supo a rayos a pesar de que su aroma era delicioso.

—Sí, está rico —la dejó sobre la mesa y buscó, nerviosa, una bandeja—. Déjame que te prepare el plato —era una forma de darle la espalda. Mientras él trabajaba en la barra, ella lo hacía sobre la encimera. No quería preguntar nada, decir nada que alentara a Edward a seguir hablando de aquel hombre—. Siéntate tú mientras.

—¿Qué te pareció? —dijo él sin hacerle caso. En aquel momento cortaba algo de queso y no la miraba. Si lo hubiera hecho, se habría dado cuenta de que estaba sonrojada—. Demasiado joven para Elissa, diría yo. A mí me cayó bien.

Ella colocó con precisión un plato en la bandeja y alineó los cubiertos a ambos lados. El pollo humeaba recién sacado del horno y no se atrevió a servirlo porque estaba segura de que se quemaría.

—Apenas hablé con él —comentó con un hilo de voz.

—Karen estaba encantada —continuó Edward haciendo incisiones a vida o muerte en aquel delicioso queso francés—. La verdad es que todas tus amigas lo estaban. Yo creo que incluso algunas terminaron enamoradas de él. ¡Jajaja! Yo mismo me hubiera enamorado de un tío así.

María seguía de espaldas. Ahora colocaba unas rodajas de pan en la bandeja. Si se volvía, si Edward la miraba a los ojos, descubriría que no estaba bien. Es más, sabría que algo marchaba realmente mal. Por nada del mundo quería infringirle ese dolor. A él no. A él nunca.

—No fue para tanto —dijo, decidiéndose al fin a servir la cena con cuidado. Un muslo de pollo se estampó sobre el plato, salpicando de salsa su camiseta.

—¿Seguro? —dijo Edward soltando una breve carcajada—. Si te vi mirándolo a hurtadillas durante la cena.

Ahora un escalofrío recorrió la espalda de María. Una sensación de… ¿miedo? ¿Miedo a qué? Se había estado preguntando eso mismo los últimos días. Edward era el hombre más encantador del mundo. Quizá un poco posesivo, un poco celoso, pero absolutamente maravilloso. Miedo de ella misma. De lo que podría llegar a hacer. Del daño que podría causar en los que la querían. Se volvió con cuidado, pero él no la miraba. Seguía atento a los cortes precisos que efectuaba en el queso, como si se tratara de un corazón humano.

—Si lo hice, si lo miré, no fui consciente— contestó ella.

—Hay tipos que nacen con suerte. Con un físico así te puedes comer el mundo —comentó, mientras colocaba cada pequeña porción equidistante una de otra, teniendo cuidado de que quedara perfecto.

La miró para que ella diera su aprobación a su pequeña obra de arte y María sonrió, volviéndose de nuevo hacia la bandeja que ya estaba preparada.

—¿Te pongo más patatas?

—Y además era encantador —prosiguió Edward con su retahíla. A veces podría jurar que no la escuchaba. Incluso que no la veía cuando se concentraba en sus pasiones, como la cocina. Habían discutido por esto mismo, pero hoy lo agradecía—. Y sabía mantener una conversación. Vaya que sí. ¿Sabes que también es seguidor del Gloucester? Quién lo diría.

—¿Hablaste con él?

—Cerramos la fiesta —dijo Edward tomando un queso azul que prometía maravillas—. Todos se largaron y nosotros nos tomamos la última copa.

—¿Y qué te contó?

—Casi no me acuerdo. Supongo que hablamos de fútbol, de chicas. De ti.

Esto último hizo que su aliento se detuviera. Edward no era tan retorcido como para haberse callado una conversación comprometida sobre ella durante dos días, por lo que ahora estaba segura de que su secreto seguía siendo eso, un secreto. Sin embargo, su pulso se había acelerado y no conseguía controlarlo.

—¿De mí? —preguntó, intentando mantener el tono calmado de su voz.

—Siempre que hablo de chicas hablo de ti, cariño. —Edward se giró, ella cerró los ojos y él la besó suavemente para volver de nuevo a sus quesos franceses.

Ni siquiera se había percatado de que algo dentro de ella no dejaba de palpitar.

—¿Y qué tenía ese Allen que decir de mí?

Edward miró su obra terminada: una gran bandeja con tres clases de queso perfectamente cortados y ordenados.

—Me dijo que le habías causado una excelente impresión, no con esas palabras, claro —comentó mientras iba hacia la mesa y la colocaba en el centro—. Sentí un ligero ataque de celos, ¿sabes? Sobre todo cuando sugirió que eras muy atractiva. Pero se me pasó cuando me felicitó por haberte conseguido. Yo también lo hice. Hablamos un poco de todo, ya sabes. Cosas de hombres.

De pronto María no tenía ganas de nada. Ni de ver una tonta película romántica, a pesar de lo que le gustaban, ni de comer palomitas mientras Edward daba cuenta de sus fantásticos quesos de importación. Solo quería olvidar todo aquello. Cerrar los ojos y levantarse en un nuevo día donde no hubiera rastros de Allen y su mundo volviera a girar en torno de aquel hombre maravilloso con quien iba a casarse en breve.

Se acercó a su prometido y también lo besó en los labios.

—Cariño, creo que me voy a ir a la cama —bostezó para que no le cupieran dudas de que estaba agotada—. Mañana tengo que presentar mi estrategia ante el consejo y estoy agotada. —Puso un mohín que sabía que él no resistiría—. ¿No te importa?

Edward protestó un poco. Siempre lo hacía y siempre le había divertido esa costumbre suya, incluso la encontraba adorable. Pero en aquel momento solo quería que la dejara marchar.

—Pensé que íbamos a ver una peli juntos y luego… —Le palmeó el trasero, dejando la mano allí quieta y acariciándolo solo con la yema de los dedos—. Solo me quedan un par de días antes de largarme a París. Un mes sin ti. No sé si lo resistiré.

Ella sonrió y le guiñó un ojo.

—Mañana te lo compensaré con creces.

Él sabía lo que encerraban aquellas palabras: tumbarse boca arriba y dejarla hacer, y era algo que le volvía loco.

—¿Prometido?

Ella se besó un dedo y lo depositó sobre los labios de su novio.

—Prometido.