GACHAS DE AVENA
Sal para el orgullo. Semillas de mostaza para las mentiras. Centeno para las maldiciones. Y también hay unas uvas, unas uvas rojas y lustrosas dispuestas sobre el ataúd de pino. Una de ellas está rajada, y asoma la semilla granate a través de la piel, como una astilla clavada en la carne. Y hay cuervo estofado con ciruelas, y una hogaza de pan casero, pequeño, con forma de bobina. «¿Por qué un pan con esa forma? —pienso yo—. ¿Y por qué tan pequeño?». Han dispuesto, además, otros alimentos, aunque no muchos. Mi madre había pecado poco. Era como una raposa, que huía del más mínimo rastro de peligro con ojos temerosos y pasos amortiguados. Que atacaba solo cuando estaba segura de su victoria. La sal, las semillas de mostaza y los granos de centeno son los únicos alimentos cuyos pecados conozco. Corresponden a faltas infantiles, esas por las que te regañan los padres bondadosos, por las que los niños cantan coplillas en las calles:
Juanito Picón
se sentó en su rincón
a comerse un roscón.
Se lo acabó, goloso
porque era un tramposo,
y al terminarlo dijo:
«¡Pero qué bueno soy!».
A continuación entra la comedora de pecados, una mujer de barriga inmensa que se arrastra hasta la habitación delantera, donde han depositado el sencillo ataúd de tablones lisos, recién cortados, con los remaches clavados pero no hundidos del todo. La mujer huele a cebollas tiernas, que ya han empezado a brotar a pesar de que falta un mes para el primero de mayo. A mí me avergüenza que mi camita esté ahí mismo, en un rincón, que nuestra casa sea tan humilde, tanto que yo no tengo un cuarto propio. La comedora de pecados quiere sentarse y Bessie, nuestra vecina, le trae un taburete, que desaparece al momento bajo sus faldones. Yo imagino que sus nalgas se lo tragan entero. Se me escapa una carcajada y me cubro la boca con las manos.
Bessie me lleva hasta la ventana.
—Tú no tienes que mirar —me susurra al oído. Sigue arrastrándome y oye que yo cojo aire para replicar algo, porque sabe que soy igualita que mi madre—. La comedora de pecados camina entre nosotras. Sin ser vista, sin ser oída —dice.
—Pero yo la estoy viendo —replico entre dientes.
—Sin ser vista. Sin ser oída —repite ella mandándome callar.
He oído decir que las comedoras de pecados tienen una marca en la lengua, pero esta no ha abierto la boca.
Bessie vuelve a dirigirse a mí:
—Los pecados de nuestra carne se convierten en sus pecados cuando come, alabada sea por ello. Tu madre ascenderá derecha a los cielos, May. No quedará ni un solo pecado en ella que la retenga.
Yo regreso junto a mi padre. Su cara parece una sábana sucia que aguarda con el resto de la colada, llena de unas arrugas que no desaparecen.
—Yo te lavaré la cara —le susurro—. Te la tenderé en el tendedero.
Padre me mira como me mira siempre cuando digo algo que no parece conveniente. Se le ilumina mucho la cara, como si acabara de darle una gran noticia.
—¿Qué vamos a hacer contigo?
Uvas, rojas y lustrosas. Una hogaza de pan con forma de bobina. Cuervo estofado. Esas cosas se pegan a mi mente como las gachas al gaznate.