14
CARNE DE CUERVO CON CIRUELA
He llegado a descubrir que las casas de los mercaderes son mejores cuando hace frío. Las ventanas con celosías, las paredes forradas de madera y los tapices son cosas pensadas para combatir las bajas temperaturas y la humedad. Pero cuando el día es cálido y en su interior alguien está a punto de morir, las residencias de las personas acaudaladas resultan nauseabundas. No quiero ni imaginarme cómo ha de ser un recitado en pleno verano.
La criada me deja entrar y se aparta para que siga adelante. A estas alturas ya sé seguir el rastro del olor de las hierbas que queman en la casa. Aunque hoy capto un olor nuevo: a huevos podridos.
A través de una rendija en la puerta del dormitorio veo a dos ancianos, uno de ellos en la cama, envuelto en telas. Debe de ser el que aguarda el recitado. El otro, según descubro con asombro, no es otro que Sauce, el encorvado médico de la reina. Está inclinado sobre el lecho, observando algo. Entre los dos hombres hay un pergamino con círculos y figuras. No sé si entrar o esperar, así que me decido a quedarme donde estoy.
—¿Y un enema de Aurum Potabile? —Oigo decir a Sauce.
—Nunca he visto la necesidad —responde el moribundo—. Mi carta natal predecía longevidad, una salud de hierro y riqueza.
—Quien te la leyó fue un bribón que veía el futuro en una bola de cristal.
—Un vidente —admite el moribundo—. Se presentó hace unos dos años, en invierno, y se ofreció a prepararme esta carta natal. —Suelta un viento y, al poco tiempo, el olor a huevos podridos llega intenso a la puerta entreabierta—. El bellaco aseguraba haber predicho el advenimiento de una reina virgen. Y yo lo creí —aclara el hombre.
—¿Acaso no creemos todos cuando las estrellas nos auguran lo que queremos oír? —interviene Sauce—. Pero muchos que leían el futuro ya habían predicho el nacimiento de una reina virgen, los antiguos también.
—Una reina virgen que traerá una prolongada era de paz gracias a la nueva fe. —El moribundo asiente. Alza la vista—. ¿Has encontrado a la bruja que confeccionó el muñeco de cera?
—No temas, la reina estará protegida —responde Sauce.
—¿La protegerás tú con un hechizo? —El moribundo tuerce el gesto y suelta otro viento —. A mí el vidente también me prometió protección. Me entregó un pergamino con unos símbolos raros escritos en él. —Rebusca algo en su bata y extrae un papel doblado.
Sauce lo abre y se lo acerca a la cara.
—Estos símbolos son parte de la lengua que los ángeles le transmitieron a Adán. La lengua que engendró el hebreo y el árabe. Estos símbolos están impregnados de poder divino. Si no te han protegido, eso significa que estás en falta, que eres un recipiente indigno. ¿Has sucumbido a actos indignos? —pregunta Sauce—. ¿Has perseguido la alquimia por el oro?
—El oro es una manifestación física de la pureza del Hacedor, un metal noble —dice el moribundo.
—Una vez más interpretas lo que deseas, no lo que escribieron los antiguos. ¿Le ofreciste un tributo al Hacedor? ¿Oro, tal vez? —aventura Sauce como si pudiera leerle los pensamientos al moribundo—. Los tributos han de ser de la misma clase. Si deseas vida, debes ofrecer vida.
El hombre se sobresalta.
—Podrían arrancarte los brazos, o algo peor, por pronunciar tales manifestaciones de brujería.
—Y a ti podrían arrancártelos, o algo peor, por intentar crear oro —replica Sauce—. Mi práctica médica se basa en las matemáticas, la astrología y el estudio de los filósofos. Es un arte antiguo y sus misterios han ayudado a los más grandes reyes y a las más grandes soberanas. Es categóricamente distinto de las artes oscuras practicadas por mujeres ignorantes.
—Ahora eres tú el que interpreta según sus deseos —dice el moribundo en voz baja.
Sauce se vuelve con intención de irse. Lleva algo dorado colgado al pecho, una pieza triangular con un símbolo en el centro. Se trata del mismo símbolo que estudiaba Cara de Papilla en su libro el día que acudí al recitado de Tilly Howe.
—¿Voy a morir hoy? —pregunta en voz alta el hombre.
Sauce no se detiene.
—Todos estamos llamados a unirnos al Hacedor.
—¿No dispones de nada que pueda prolongar mi vida?
Sauce me ve a través de la puerta entreabierta.
—Tal vez haya llegado el momento de que pienses en el más allá.
* * * *
Al acercarme más, me doy cuenta de que el moribundo tiene un miedo atroz a morir. Siento lástima por él y pronuncio en tono amable las palabras que dan inicio al recitado.
Tiene los pecados preparados:
—Anteponer el aprendizaje al Hacedor, anteponer el beneficio al Hacedor, elaborar una carta natal, usar símbolos para aumentar la riqueza y proteger contra la enfermedad.
Todavía aprieta con fuerza el pergamino con los símbolos.
Yo lo señalo con un movimiento de cabeza.
Él, en un primer momento, me mira con dureza, pero enseguida se ablanda como un flan.
—Sí, sí, idolatría —prosigue—. Y también los pecados más comunes: arrogancia, racanería, envidia, avaricia. Dime —me busca con la mirada—, ¿has hablado alguna vez con un ángel? ¿Es el arcángel Gabriel el que comparará el peso de mi alma con el de una pluma de paloma?
Yo eso no lo sé. No tengo ni idea de lo que ocurre cuando morimos, más allá de lo que siempre me decían los sacerdotes: si era buena, me uniría al Hacedor en el cielo. Y ahora que los pecados de todo el mundo se amontonan en mí, seré una sierva de Eva. A menos que haga la voluntad de Dios en todos mis actos, algo que no estoy segura de poder cumplir. Y ahora, los pecados de este hombre también van a acumularse en mí. Cuando pienso en ello, consigo sentir menos lástima por él. ¿Por qué ha de sentir temor, cuando soy yo la que va a cargar con todas sus culpas?
Cuando pronuncio las palabras que ponen fin al recitado, ya no las digo en el mismo tono amable del principio. En absoluto.
* * * *
Cuando concluyo mi jornada, veo que la calle que lleva a Northside está extrañamente desierta. Y entonces oigo el sonido de unos tambores. Y de trompetas. Alguien importante acaba de llegar a la ciudad. Debe de ser el emisario del príncipe normando, que ha venido a proponer matrimonio a la reina Betania. Es por él por quien se celebrarán los grandes festejos.
Doblo al llegar a la calle principal y me dirijo al río, donde la gente se estará congregando para presenciar el paso de la barcaza del emisario. Cuando me acerco veo que la calle empieza a llenarse de gente. Se llena tanto que me cuesta abrirme paso entre la multitud, y hago esfuerzos por no sentirme herida al darme cuenta de que la gente se aparta a mi paso. Al menos, gracias a eso consigo una buena vista del avance de los recién llegados.
La corte entera ha salido a recibirlos. Ellos también lo ven muy bien, desde el otro lado de la calle y hasta el embarcadero. Enfrente de mí, una banda de músicos que lleva la insignia de la reina ocupa lo alto de una tarima. Debo hacer un esfuerzo para recordar que a algunos de ellos ya los he visto antes. Son los forasteros en los que me fijé durante una pantomima. Tocan los mismos laúdes largos que llevaban aquel día, pero también flautas y violas. Un hombre, joven, corpulento, de pelo castaño oscuro, toca un instrumento que no he visto en mi vida. Es tan grande como él y tiene unas curvas tan pronunciadas que parece la grupa de un caballo. Lo toca con arco, como se tocan las violas, pero de pie. Su sonido me reverbera en el pecho.
La gente de alcurnia que se alinea a lo largo de la calle, alrededor de los músicos, va vestida de rojo y púrpura, de oro y plata. Nada que ver con las ropas teñidas de añil que llevamos los demás. Tras ellos, los criados y las doncellas intentan mantener los dobladillos a salvo del barro, y sostienen cerca de sus señores hierbas encendidas que disimulan el hedor del río.
Recorro el grupo con la mirada. Y finalmente lo encuentro. Ratón de Campo está colorado del sol, y lleva una gorguera de grandes dimensiones. Me fijo en que su blasón es la imagen de un ciervo.
Junto a él hay dos hombres tan parecidos que deben de ser hermanos. Me suenan de algo, aunque no sé de qué. Tal vez mi madre les lavaba la ropa. Uno de los dos dice algo, y Ratón de Campo pone esa cara que uno pone cuando no sabe bien qué decir. Yo no puedo evitar reírme un poco.
Suena otra trompeta. Supongo que eso significa que está a punto de ocurrir algo. Entonces, un hombre bajito pasa de largo a lomos de un gran caballo. A juzgar por cómo lo mira todo el mundo, debe de ser el emisario. Como el caballo es tan voluminoso, él parece poco más que un niño. Cerca de donde me encuentro, la gente se ríe, y algunos incluso escupen.
Vuelvo a fijarme en Ratón de Campo. Le está diciendo algo a su criado. Si yo fuera el criado, podría contarle mis pensamientos, como que el emisario parece un niño. Y que nuestro país parece muy grande y nuestra reina, muy poderosa, pero que nuestro país debe de ser muy pequeño si el príncipe normando puede enviar a un emisario a pedirla en matrimonio. Ratón de Campo me encontraría inteligente por opinar algo así. Una amiga lista que la ayudara a aclarar sus ideas. Me invitaría a dar un paseo junto al río. Pero no por el tramo espantoso que pasa por Dungsbrook, sino por el bonito, el que queda más arriba. Y me diría: «¿Por qué tenemos que estar solos cuando podemos pasar ratos juntos?».
Uno de los hermanos que sigue junto a Ratón de Campo saca una cajita de plata. La tapa captura el sol como ese otro día en el jardín del castillo, cuando se reflejó en el anillo de Ratón de Campo. El hombre la abre, saca algo de ella con dos dedos y entonces, como si fuera lo más normal del mundo, lo aspira por la nariz. Yo no había visto nunca nada parecido. Le ofrece la cajita a su hermano y a Ratón de Campo. Yo me fijo mejor en los dos hermanos.
Y en ese momento los identifico. O al menos a uno de ellos. Y no porque le lavara la colada. Es el registrador, el hombre que me sentenció a ser comedora de pecados. El que estuvo casado con Ruth, a la que también convirtió en comedora de pecados. Un calor intenso me sube por el cuello, y a pesar de que ahí está Ratón de Campo, ya no tengo ganas de seguir mirando en esa dirección.
Me pongo en marcha y tomo una callejuela para regresar a casa. Pero quedo atrapada por un segundo grupo de personas, que se pegan como sanguijuelas al primero. Es un corrillo de mendigos. Los mendigos se distribuyen por las calles estrechas para que la gente que acude a ver el paso del emisario tenga que transitar por delante de ellos. Allí hay cojos, ancianos, pordioseras con bebés envueltos y atados a sus cuerpos, y titiriteros pobres, y malabaristas. Todos llevan sobre sus harapos permisos con el sello de la cancillería de la reina en los que se explica que son pobres que merecen caridad y que cuentan con autorización para mendigar por la gracia de la reina.
Algo más allá veo a Paul. Está apoyado en la pared de un zapatero y agita un cuenco pequeño de madera que reconozco de casa. Se lo alarga a dos comerciantes, uno corpulento y otro bajito, que se han detenido un momento a comprarle un pastel de carne a un hombre que los vende en un carro. A Brida no la veo por ningún lado.
A la luz del día, la cara de Paul es un espanto. Tiene las mejillas salpicadas de unos bultos blancos, como si hubiera tenido ampollas que, al secarse, se le hubieran convertido en marcas permanentes. Hoy no lleva bufanda, porque sin ella despierta más la conmiseración de los demás. Pero aun bajo las cicatrices se ve que tiene una mandíbula poderosa y una nariz recta. Seguramente en otro tiempo fue un hombre atractivo.
Me doy cuenta de que lleva el permiso clavado en los harapos, pero a diferencia de los demás, en los que el sello tiene una forma circular bien hecha y bien tintada, el de Paul carece de círculo y su forma es rara. Los círculos son muy difíciles de falsificar. Eso lo aprendí en casa de los Daffrey. Misgett, mi tío mayor, conocía a un marinero viejo que trabajaba como falsificador de permisos de mendicidad. Estaba acostumbrado a vaciar los moldes en hueso. Y cuando vendía un permiso falso, la forma del sello era regular.
¿Por qué Paul no tenía un permiso auténtico con el que mendigar, teniendo en cuenta lo espantoso de sus cicatrices? Tal vez no tuviera dinero para sobornar a la cancillería de la reina. Tal vez lo consideraran corrupto por algún motivo.
Si Paul me ha visto, no da la más mínima señal de reconocerme. Paso por delante de él como si fuéramos perfectos desconocidos, y no dos personas que comparten casa.
Un poco más allá hay un trío de actores muy flacos que preparan una pantomima. Uno de ellos ladra para llamar la atención y anuncia la representación de una obra titulada La verdad de la reina. Me detengo a mirar.
—Que el Hacedor nos libre de los malos actores. —Oigo que dice Paul en voz baja.
Un comediante da un paso al frente para dar inicio al espectáculo. Va vestido de la anterior reina Maris. Se desmaya y se queja del calor, porque él, porque la reina Maris, está encinta. Se saca de alguna parte un rosario de la vieja fe y lo besa, y le reza al Hacedor para que la proteja a ella y a su hijo.
A continuación aparecen dos jóvenes vestidos de reina Betania y de su médico, Sauce. Le dedican reverencias a la reina Maris, pero acto seguido se vuelven y entonan un encantamiento de brujería.
Lo que viene a continuación es algo que debería verse solo en una carnicería, pero nunca en una pantomima.
—¿Dónde está el sacrificio? —pregunta el actor que interpreta a la reina Betania.
El actor que hace de Sauce levanta una paloma de verdad, que aletea entre sus manos. Le corta el pescuezo, y la sangre les salpica los vestidos. La reina Maris, encinta, se sujeta la barriga y suelta un grito:
—¡Hacedor, sálvame! ¡Estos hechiceros han matado a mi bebé!
Hacedor mío… Trago saliva. Los mercaderes que se están comiendo sus pasteles de carne no se muestran tan calmados.
—¡Llama al policía! —le pide el más corpulento al más bajito.
El muchacho que interpreta a Betania canta una canción alegre:
La noble Maris era
de Inglaterra heredera.
¿Cómo creció tu huerto?
Yo te robé las flores de tu vientre
y al trono ascenderé.
El mercader más alto se acerca al actor que canta y le propina un bofetón.
—¡Eres un cerdo y tienes la boca muy sucia!
Poco después, el policía se abre paso por la callejuela, conducido por el mercader bajito, y los actores interrumpen su pantomima y huyen a la carrera. El policía agarra de la oreja a uno de ellos. Le propina dos golpes con la vara, y el muchacho empieza a gritar:
—¡Nos ofrecieron diez chelines!
—¿Cómo es eso? —pregunta el agente de la autoridad—. Eso es más de lo que una lavandera gana en todo un año.
—Por representar una obra en que la reina mataba a los bebés de su hermana Maris mediante la magia negra.
El policía le atiza al muchacho en la boca con el reverso de la mano.
—Seis chelines —repite el joven, como si la cantidad fuera un atenuante de sus actos.
—¿Quién te los dio? —pregunta el policía.
—No lo sé —responde el actor, previsiblemente.
—Bien, en ese caso, morirás aplastado por las piedras —dice el policía.
La prensa de piedras. De pronto, me parece que la gente está demasiado cerca de mí. Empujo a una señora para abrirme paso. Ella protesta, pero se queda en silencio al descubrir quién soy. Una amiga suya chista para advertirle de que se aparte de mi camino. Y sigue chistando. Yo me abalanzo sobre ella y le doy un buen codazo. Ella grita, se aparta y choca contra un vendedor de dulces. Se da con la cabeza en el carro.
—¡Sálvanos, Hacedor! —exclama otra mujer.
Yo me vuelvo hacia la multitud. La gente ha creado un corro amplio a mi alrededor y todos vuelven la cabeza para no mirarme. De pronto siento deseos de correr hacia ellos, de hacerles gritar y chillar. Pero no son ellos los que me molestan realmente. Es la imagen que veo en mi mente, la imagen de Ruth, la comedora de pecados, bajo el peso de las piedras.
Me echo a un lado, como si de ese modo pudiera librarme de esa imagen. Me arde la cabeza y me duele el pecho. Camino más deprisa, intentando dejar atrás mis pensamientos, pero esa imagen me persigue calle abajo.
Ruth aplastada. Ruth sangrando.
«Ruth. Ruth muriendo… —La imagen me habla y me sigue—. Bessie muriendo. Ruth…».
Tardo un momento en entender qué es lo que ha ocurrido. El nombre de Bessie se ha mezclado con el de Ruth. Y de pronto un muchacho me da alcance y me transmite su mensaje. Y así como el último rayo de sol desaparece sobre los campos más deprisa de lo que uno imaginaría, así la imagen de la muerte de Ruth abandona por completo mis pensamientos, porque el mensajero sigue pronunciando el nombre de mi vecina de antes.
Bessie se está muriendo.