20
UVAS PASAS
Fuera, en el corredor, unos criados van sacando trozos de madera y telas quemadas. Hay sirvientas arrodilladas con cepillos en la mano, frotando con fuerza para eliminar las cenizas.
—La cerradura estaba tapada con pez para que la puerta no se abriera —comenta una doncella flaca de bigote incipiente a otra más gorda—. Hicieron falta cuatro guardias.
—Y han encontrado otro muñeco de cera —dice la criada gorda a modo de réplica.
La flaca palidece.
—¿Es el que causó el incendio en el aposento de la dama?
La gorda se encoge de hombros.
El muñeco lo han encontrado en la alcoba real. Estaba hecho de cera de abeja, e iba vestido como la mismísima reina.
—¡Este castillo está lleno de brujas y hechiceros! —susurra la flaca.
Entra un anciano que parece camarero, y las dos doncellas bajan los hombros y siguen limpiando las piedras ennegrecidas.
—No quiero oíros más a vosotras dos —proclama el camarero—. Un traidor hereje está intentando asustar a la reina y sus pretendientes. Eso es. El incendio, el muñeco de cera, la sangre… El propio secretario de la soberana nos lo ha contado, y él no se equivoca.
El camarero se planta delante de mí y hace una seña con el brazo para que le siga.
Descendemos un tramo de escaleras y pasamos por un pasillo. Tras doblar una esquina, el anciano se detiene en seco. Clava la vista en la pared y carraspea. Más allá veo a un hombre y a una mujer que, en una alcoba, deshacen su abrazo. El hombre es Dedos Negros.
—Señor —dice el camarero—. Le traigo a la comedora de pecados para que… —Le flaquea la voz.
—¡Pues hazlo! —replica Dedos Negros secamente.
—Sí, señor.
El camarero asiente y esquiva a Dedos Negros con la vista fija en el pasillo que tiene delante. Dedos Negros permanece en su sitio, ocultando a la mujer con la que está, que sigue en la alcoba, detrás de él. Al pasar por su lado apenas le veo una parte del vestido, de color rosa pálido.
Llegamos frente a la puerta de la tercera víctima del fuego. Cara de Papilla está apoyada en la pared con su sencillo vestido de lana y con un cesto en la mano.
—¿Se ha ido el médico de la reina, señora? —le pregunta el camarero.
Cara de Papilla asiente.
—Pero cuando he llamado a la puerta no me ha abierto nadie.
El camarero se acerca a la puerta y llama con fuerza.
—¡Ha llegado la comedora de pecados!
—¡Estoy esperando! —dice Cara de Papilla.
Pero no se dirige al camarero. Detrás de nosotros, por el pasillo, se acerca Cabellera Rubia con un corpiño de un rosa vivo y un vestido en un tono más claro. Ella era la que se abrazaba con Dedos Negros.
—Estaba buscando algo que pudiera aliviarla —le dice Cabellera Rubia a Cara de Papilla mostrándole un cesto pequeño que lleva. Una vez junto a la puerta, se acerca más a Cara de Papilla. Me fijo en que el corpiño de Cabellera Rubia le queda muy apretado, y los pechos son como masa de pan que crece y asoma por el escote. Va muy ceñida. Y yo no soy la única que parece fijarse. Cabellera Rubia se contonea un poco al ver que su amiga la mira.
—¿Podemos entrar a verla? —dice, haciendo una seña al camarero.
Él carraspea.
—Se ha solicitado la presencia de la comedora de pecados, señora.
Cabellera Rubia suspira.
—Entonces tal vez volvamos más tarde.
—Esperemos —dice Cara de Papilla, dejando el cesto pegado a la pared, en el exterior de la cámara.
El camarero vuelve a llamar.
—¿Para los dolores de cabeza es mejor la lavanda o la salvia? —Oigo que Cabellera Rubia le pregunta a Cara de Papilla.
—¿Cómo voy a saberlo?
—Pasas mucho tiempo con la vieja comadrona —responde Cabellera Rubia.
—¿O es que te planteas empezar a trabajar para poder pagarte un vestido nuevo?
Finalmente, una doncella abre la puerta de la cámara. El camarero la saluda con un leve movimiento de cabeza y se aleja por el pasillo. Mientras la doncella me anuncia, me fijo en que las manos de Cara de Papilla desaparecen en sus anchas mangas, las únicas que le veo llevar siempre.
—¿Estás segura de que es la cabeza lo que te duele? —le dice en voz baja a Cabellera Rubia—. He oído decir que era la barriga.
—Tal vez deberías ir con cuidado con lo que dices —replica Cabellera Rubia—, no vayas a acabar con un alfiler de bruja clavado en el coño.
Disimulo como puedo mi asombro, pero miro de reojo, una vez más, a las dos damas cuando entro. Cabellera Rubia tiene las mejillas tan rosadas como su corpiño. Cara de Papilla le dedica una mirada extraña. Casi de respeto.
* * * *
La mujer que se encuentra en el interior del aposento va con la cara lavada, pero aun así me doy cuenta de que se trata de Cerda Pintarrajeada. Tiene unos cercos colorados alrededor de los ojos, y en sus mejillas sin maquillar hay una especie de moteado que me recuerda a la piel de Paul. Al notar que la miro, intenta cubrirse la cara con una mano.
—La pintura de plomo blanco envenena la piel —explica—. Cuanto más la usas, más debes seguir usándola.
Encuentro un taburete. Cerda Pintarrajeada lleva vendado el pie izquierdo, pero el resto de su cuerpo parece intacto.
—Tal vez no vaya a morir por las quemaduras —me dice cuando nos quedamos solas—. Pero alguien ha intentado matarme. Temo considerablemente por mi vida. Deseo recitar mis pecados ahora, pues no quiero desaprovechar esta oportunidad.
Pronuncio las palabras que dan inicio al ritual. El aposento está bien caldeado, lo mismo que el anterior en el que acabo de estar. Y el calor me da sueño.
—Codicia, arrogancia, vanidad —empieza a decir. Se nota que está preparada para lo que estamos haciendo. Dispara sus pecados como flechas que van de su alma a la mía—. Crítica, mezquindad…
Me pesan los párpados, y despierto con el movimiento brusco de mi cabeza, que sube después de haber bajado. Ella está en silencio, como si ya hubiera terminado.
—¿Queréis añadir unas últimas palabras…?
—¿Corliss recitó algún pecado que se correspondiera con un corazón de ciervo? —me pregunta. De pronto, me siento más despierta que nunca—. ¿Y Tilly Howe? —Cerda Pintarrajeada mira hacia la puerta, pero estamos solas—. Bien, yo no pienso recitar nada que no haya hecho, sean cuales sean las consecuencias.
Sabe algo de los corazones de ciervo.
«Decid algo más, por favor. Decid algo más, por favor».
Recuerdo a mi tío Uric. Él sabía cómo hacer hablar a la gente. Lo había visto más de una vez en la cocina de los Daffrey. Lo que hacía era lo siguiente: se sentaba delante de ellos y no decía nada. Parecía fácil, pero al cabo de unos minutos de mantener la mirada aterradora y silenciosa de Uric, la gente hacía lo que fuera por llenar el silencio con palabras.
Miro a Cerda Pintarrajeada directamente a esos ojos suyos rodeados de cercos rojos y cuento en silencio mis respiraciones. Cuando voy por la octava, ella empieza a hablar.
—Fue Corliss, y aquella comadrona bajita y desaliñada, eso seguro —dice secamente, y luego se detiene, como si su cuerpo estuviera en pugna con sus pensamientos—. No debería culpar a Corliss. Todos vivíamos en la casa de Catalina y el barón Seymaur: Corliss y las otras damas, sus tutores, Catalina y los médicos de Betania… Maris todavía era la reina, y estaba desesperada por engendrar un heredero para que Inglaterra se mantuviera en la fe eucaristiana. —Empieza a darle vueltas a un anillo—. Todos vimos que Betania estaba implicada en ello. Nadie la protegió lo bastante. Catalina, su madrastra, debería haberlo hecho, pero estaba encinta y no le iba muy bien. Betania era una niña impulsiva, colérica e indómita, igual que su padre. Y a su madre la habían ejecutado por brujería, incesto y fornicación. Sabíamos muy bien qué podía ocurrir. —Levanta la vista como si sus pensamientos estuvieran colgados del techo—. Y entonces Catalina murió, dejando a la recién nacida, Miranda, y a Betania solas con el barón. Y apenas unos años después a él lo condenaron por traición y también fue ejecutado. Recuerdo bien el día en que murió. Su blasón, aquellas alas doradas, ardió en las verjas del castillo. Hicieron falta dos hachazos para cortarle la cabeza.
Se incorpora un poco y vuelve a hablar, ahora en voz más baja:
—Nosotros ayudamos a Betania, pero no de la manera que ella quería. Y juramos, en nombre del Hacedor, no revelar jamás lo que había hecho.
De pronto me mira muy fijamente.
—No soy tan tonta como todo el mundo cree. El secretario opina que un eucaristiano está intentando destronar a nuestra reina, pero yo estoy segura de que la amenaza la tenemos más cerca. —Me mira con ojos suplicantes, pero yo no sé lo que quiere. Lo único que me ha contado es una mezcla de viejas historias, y ninguna de ellas aclara nada sobre los corazones de ciervo.
Cerda Pintarrajeada entrelaza las manos y aprieta con fuerza.
—La verdad debería haber muerto hace quince años. Fue una locura de Corliss. Ella tejió el secreto en un tapiz para que un día la reina Betania conociera qué habíamos hecho. Y ahora se ha descubierto su significado, aunque no ha sido la reina quien lo ha sabido. Yo no sé quién conoce el secreto. Lo único que sé es esto: nos están matando para que el crimen sea revelado al mundo en nuestros ataúdes. Pero nosotras no matamos a ningún recién nacido. Ni Corliss, ni Tilly ni yo.
Se echa hacia atrás despacio, sin fuerzas, como una alfombra desenrollada.
Cuando creo que ya ha terminado de hablar, añade algo más:
—Si muero, ¿se hará justicia con mi asesino?
Me mira como si yo tuviera la respuesta. Yo sé lo que dicen los sacerdotes, pero no es eso lo que ella me pregunta. Ella me está pidiendo a mí que haga justicia con su asesino.
«Yo encontraré a tu asesino».
Ella parece respirar más aliviada. Pero si lo hago, no lo haré por ella. Lo haré por Ruth.