25
MORCILLA
Ya en el altillo, estoy tendida a un lado del colchón. El collar ocupa el otro lado.
Libre. No sé qué significa eso.
Creía que lo sabía. Creía que la libertad era robar caramelos de naranja en el mercado. O ser una maldición. Pero ahora ya no lo sé.
Me paso la mano por donde llevaba el collar. Tengo la piel grisácea y deshilachada, como una telaraña. El interior del collar está también impregnado de esas pieles muertas. Y de migas. No sé cómo se han metido ahí.
Sin un collar que me marque, podría huir. ¿Es eso lo que significa la libertad? ¿Aventurarme por los caminos hasta llegar a otra ciudad en la que no me conozca nadie? Aun así, no podría hablar. Tendría que ocultar mi lengua marcada. Pero tal vez pudiera relacionarme con otras personas invisibles, con putas y leprosos. Suplicarles que me aceptaran. Ocultarme en los rincones más oscuros de la ciudad, robar comida, tiritar de frío en invierno, rezar para que la policía no me azotara y me quemara la oreja por vagabunda. Cuanto más pienso en ello, peor me parece. ¿Eso significa la libertad?
Tal vez pudiera irme a otra parte. Más lejos. Colarme en una barcaza río abajo, y después en un barco de más envergadura. Uno que vaya a una tierra extranjera, como el país del que viene Fabricante de Instrumentos. Una tierra en la que no crean en comedoras de pecados. Podría volver a ser una niña. Una niña sin familia. Incapaz de entender la lengua del país. Entre herejes y paganos. ¿Es eso ser libre?
Oigo a Jane abajo que regaña a sus hijos. Juegan a esconder la cabeza en el aguamanil. Siento un pellizco de tristeza en el corazón cuando pienso en huir a otro lugar. Yo me quejo de Brida y Paul, de Jane y Frederick, pero en realidad han llegado a hacerme mucha compañía. Son ya mi gente.
El pellizco se convierte en dolor. Esta ciudad es mi casa. Padre está enterrado aquí. Todos mis recuerdos están metidos aquí, entre estas calles y estas casas, con este pueblo. Con esta tierra y este cielo. Me siento como un balandro a la deriva, bajo una lluvia intensa, dando vueltas en aguas rápidas y oscuras.
«¿Es así como se sienten los que son libres?», le pregunto al collar. Pero él tampoco sabe qué significa la libertad.
Llaman a la puerta.
El corazón me da un vuelco. «Ahora no —le digo al collar—. No hasta que haya aclarado esto».
Pero vuelven a llamar, más fuerte esta vez. Debe de ser un recitado. Un alma que no puede esperar.
«Tú eres la única que puede aliviarla», dice el collar.
«Podrían nombrar a otra comedora de pecados», replico yo.
«¿Se lo pedirás tú al registrador? —me pregunta el collar—. ¿Que maldiga a otra muchacha como tú? ¿Serías libre entonces?».
Y en ese momento entiendo que huir nunca me hará libre. Mi alma carga con los pecados de esta ciudad. Los llevaré conmigo hasta que muera. No puedo apartarlos de mí, como tampoco puedo apartar los recuerdos de mi padre ni los de mi sangre Daffrey.
Miro el collar que brilla tenuemente a la luz de la tarde. Parece ocupar tanto espacio como yo.
Los golpes en la puerta se repiten. Todavía no conozco la respuesta, pero hay un alma que no puede esperar. Me pongo el collar y lo aseguro con un alfiler doblado que meto por los orificios en los que hasta hace poco se fijaba el candado. Y bajo a recibir al mensajero.
* * * *
Cuando voy por la calle, el collar me rebota en el cuello. Me lo he dejado demasiado suelto. Me preocupa que el alfiler se salga y que se me caiga al suelo, y que vengan los sacerdotes a cerrármelo otra vez. Pero el alfiler aguanta. Y yo llego a una cervecería.
El recitado es para una muchacha no mucho mayor que yo que se llama Jenny Brown. Está postrada en la cama, con un corte en el pie que se le ha infectado. Tiene fiebre, pasa del sueño a la vigilia y le suben unas manchas rojas por las piernas. Su madre está sentada a su lado con un paño húmedo en la mano para refrescarla. Lleva puesto un delantal de tabernera. El padre de Jenny reza en un rincón. Son personas sencillas, como lo era mi familia. Me pregunto si mi vida habría sido como la suya si las cosas hubieran ido de otra manera.
Los ojos de Jenny tardan muy poco en encontrarme, y menos aún en comprender lo que ven. Cuando se da cuenta, unas lágrimas le encharcan los ojos y resbalan por sus mejillas. Se aferra con fuerza a la mano de su madre.
—No quiero irme —susurra—. No quiero irme sin ti.
Yo conozco el miedo de perder a la madre, al padre.
—No estarás sola —le digo yo—. Son muchísimos los que han pasado a estar con el Hacedor antes que tú. Te estarán esperando.
—La tía Rosie —dice su madre—. El abuelo Saul.
Jenny mueve ligeramente la cabeza, asintiendo. Se le ocurre algo.
—¿Seré juzgada por mis pecados?
Su madre le aprieta la mano, pero no consigue calmar a la muchacha.
—Yo cargaré con tus pecados —le digo yo.
El miedo de Jenny parece disiparse, y el poco alivio que siente la lleva a esbozar algo que se parece mucho a una sonrisa.
—¿Lo harás? —pregunta.
Yo asiento, y ella asiente conmigo, y al poco su madre se suma también. Hasta que la sonrisa de Jenny se deshace y se convierte en una tos ahogada.
—No he hecho nada —dice. Yo creo que se refiere a sus pecados, pero sigue hablando—: No he hecho nada todavía. En la vida. Yo quería… Siempre esperaba que, en el momento de mi muerte, yo ya habría hecho algo. Algo de importancia. Que habría sido madre. O comadrona. O tal vez, simplemente, que fabricaría una cerveza de la que los vecinos hablarían bien. —Se ríe al decirlo, pero sus risas no tardan en convertirse en lágrimas—. Lo único que he hecho en la vida es fregar los platos de la taberna.
—Has sido hija —le digo yo.
—¿Ha tenido mi vida la menor importancia? —pregunta, con la voz rota.
Yo busco alguna palabra para tranquilizarla, pero no se me ocurre ninguna. Así que asiento con gran convicción.
—Te recordarán.
* * * *
De nuevo en casa, vuelvo a tenderme en mi colchón con el collar al lado. Es como un compañero de cama. Como si tuviera una hermana. Pero esa hermana es comedora de pecados. Y yo, ahí tumbada a su lado, mirándola, soy solo May. La niña de padre. La hija de mi madre. Yo.
Tal vez la libertad sea poder ser más de una cosa a la vez. Como si pudiera ser May ahora mismo, aquí tendida en la cama. Y si me levantara y me pusiera el collar, estaría escogiendo ser comedora de pecados. Cuando me quitara el collar podría volver a ser May. Tal vez la libertad sea escoger por una misma. Aunque todas las opciones sean malas.
Me vence el sueño, y un pensamiento perdido asciende a la superficie del pozo de mi mente. Es el blasón de Catalina, la madrastra de la reina: una dama rubia que surge de una flor. Esos cabellos rubios me recuerdan a los de otra dama. Un chasquido más en la cerradura que intento abrir. Una vez que la idea se planta en mi mente, me parece que está clarísimo.
Yo creía que Dedos Negros podía ser el asesino que estaba detrás de todo este embrollo, pero no puede ser. El asesino intenta destruir a la reina descubriendo a su hijo bastardo. Dedos Negros no quiere que la reina salga perjudicada. Quiere ser el padre de su heredero al trono.
Y Sauce también quiere que la reina siga siéndolo. Su espantosa ceremonia de brujería, la que practicó en el salón del Hacedor, era para protegerla.
El asesino no es ninguno de los dos. Tiene que ser alguien que se halla en una situación desesperada. Alguien con unas opciones muy malas.
«Cabellera Rubia», susurra la cerradura. La vi abrazándose con Dedos Negros. Y bastante hinchada, como si estuviera encinta. Si lo está, y el padre es Dedos Negros, que quiere casarse con la reina, tal vez está lo bastante desesperada como para hacerle daño a la reina, sea como sea. Y más si teme que la reina hiciera caer a la primera esposa de Dedos Negros por unas escaleras. Si la reina fuera destronada por haberse deshecho de un bastardo, por ejemplo, Dedos Negros ya no la querría. Y entonces Cabellera Rubia tendría vía libre para casarse con él. Libre.
¿Podía ser que Cabellera Rubia hubiera descifrado el mensaje secreto del tapiz? Recuerdo a Cara de Papilla leyendo un libro raro que contenía dibujos. Tal vez Cabellera Rubia también conozca lenguas extranjeras. Una vez la vi salir del dispensario de hierbas medicinales. Ahí es donde pueden conseguirse ciertos venenos.
Alzo la vista y me fijo en las cajas de las comedoras de pecados. La de la concha. La que tiene una labor mal bordada. La del mechón de pelo. ¿Qué contendrá la mía cuando muera? ¿Qué recuerdos habrá de mí, de lo que he vivido? ¿Qué quedará que demuestre que he tenido alguna importancia?
Una botella vacía de aceite de amapola.
Un salero.
Un naipe.
Esta vida es muy dura. Yo quiero que quede constancia con algo. Algo que recuerde la muerte de Ruth. Que recuerde que Dedos Negros estuvo a punto de matarme. Que recuerde la magia negra de Sauce, y todo el miedo y la confusión que me ha causado la gente del castillo. Quiero desenmascarar a Cabellera Rubia. Quiero pillarla y hacer que sienta todo el dolor que ella me ha causado. Y cuando lo consiga, le cortaré un rizo de pelo y lo guardaré en mi caja como recuerdo.