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SEMILLAS DE MOSTAZA
Está muy oscuro, pero distingo las sombras de los baúles y los colgadores de los trajes. También me parece ver a dos personas que se ayudan mutuamente a vestirse —o a desvestirse, no lo sé— a la luz de una linterna que han dejado en el suelo, forrada de papel para que el resplandor sea mínimo. Me cuelo detrás de una de las barras de las que cuelgan jubones y túnicas, y desaparezco entre los terciopelos y los brocados en el momento justo en que una corriente de aire señala la irrupción de un guardia. Me agacho con gran sigilo. Veo los pies de los actores a un lado de la tienda, y los del guardia —no, son dos pares de pies; ahí hay dos guardias— cerca de la entrada. Acto seguido hacen su entrada otros pies: los de Dedos Negros.
—¿Dónde está la chica? —pregunta a gritos.
—¡Estamos en plena representación! —le susurra uno de los actores—. ¡Aquí mismo, al otro lado de esta lona!
Como para demostrarlo, en ese momento suena una melodía de flauta y alguien entona un dulce cántico.
—Es en interés de la reina —replica Dedos Negros en voz apenas más baja—. Aquí acaba de entrar una muchacha. Y vosotros vais a ayudarme a encontrarla.
El tono de amenaza resulta tan evidente que el actor le responde al momento:
—Solo puede estar entre los trajes.
—Pues buscad entre los trajes —sugiere Dedos Negros, impaciente.
Miro entre las ropas y veo que un guardia clava su arma en un montón de ropa que encuentra en un baúl abierto.
—¡No os quedéis ahí como dos asnos! —les conmina Dedos Negros. Los actores empiezan a moverse. Uno de ellos llega hasta el otro extremo del perchero tras el que me escondo.
—La anterior comedora de pecados tardó dos horas en morir aplastada bajo el peso de las piedras. —Oigo que dice Dedos Negros. Hacedor mío… Sabe que soy yo. Cabellera Rubia debe de habérselo dicho—. Primero le subió la sangre a la cabeza y a las extremidades. Los dedos de las manos y de los pies se le pusieron granates y se le hincharon como patatas. —Noto que me cuesta respirar. Palpo la lona de la tienda, detrás de mí, para ver si puedo colarme por debajo, pero está muy bien clavada al suelo—. Después, las venas de los ojos se le hincharon y empezó a llorar sangre. Eso fue en los primeros minutos. —Las vestimentas colgadas se mueven un poco, porque el actor sigue avanzando frente al colgador, repasando las prendas. Yo me muevo un poco hasta llegar al final, y quedo oculta por la última de las túnicas. Más allá ya no hay nada, solo el espacio abierto que me separa del guardia que va acuchillando las ropas de los baúles. —Hummm… —prosigue Dedos Negros—. Las costillas se le partieron y asomaron a través de la carne, y todos sus líquidos salieron por los cortes. —Los dedos del actor aparecen sobre mí. Yo cierro mucho los ojos y un sollozo me sube por la garganta. Pero no. Pienso enfrentarme a mi final como lo haría mi madre. Abro los ojos, y me lleno la boca de saliva. Antes de que me atrape, le escupiré en la cara. El actor retira la túnica.
Es Paul.
El instante se prolonga una eternidad. Yo lo observo a él, lo reconozco. Él se da cuenta de que soy yo. Ahoga un grito que casi no se oye. Paul, que de no ser por Brida me habría dejado morir en la calle de las boticas. Paul, que estuvo a punto de matarme a pedradas. Que me llamó corrupción y mugre. Que tiene a unos guardias y al secretario de la reina ordenándole que me encuentre… Yo ya sé que va a entregarme. Debería escupirle en los ojos ahora mismo, antes de que me delate.
Pero no lo hago. De pronto ya no quiero enfrentarme a mi final como mi madre, peleando como un zorro. Lo que quiero es enfrentarme a él como imagino que lo hizo Ruth, con fortaleza.
Me trago la saliva. Lo miro fijamente a los ojos. Ni con resentimiento ni con temor. Fijamente.
Paul me mantiene la mirada. Sin resentimiento ni temor. Serenamente.
—Aquí no hay nadie —informa finalmente a Dedos Negros, soltando la túnica para que vuelva a ocultarme.
Yo tengo que ahogar una risita y estoy a punto de delatarme sola.
—¡Pero si ha entrado aquí! —se indigna Dedos Negros en voz baja. Oigo el bofetón que le propina a Paul en la mejilla. Y el golpe seco que me indica que, del guantazo, el actor acaba de caer al suelo.
—Tú, soldado —conmina Dedos Negros a un guardia—. Vuelve a revisar en ese perchero.
Unas botas se separan de la zona de baúles y vienen directas hacia mi escondite.
El filo de una espada se hunde en la túnica que tengo al lado. En cuestión de segundos me ensartará como a un conejo.
—¡Señor! —llama Paul en tono imperioso. Veo que sus pies se dirigen a la puerta de entrada de la tienda.
—¿Qué ocurre ahora? —pregunta Dedos Negros volviéndose hacia él.
—¡Mirad! Mirad ahí. —Y tira de la parte baja de la lona—. Tal vez había una estaca un poco suelta.
Los guardias se arrodillan para comprobarlo. En un momento verán que no hay ninguna estaca suelta.
Pero entonces entiendo lo que pretende Paul. Ha desviado la atención de los hombres, alejándola del lado de la tienda en el que estoy. Dedos Negros y los demás han dejado de mirar hacia aquí. Me está dando una oportunidad para escapar a través de la abertura que lleva al escenario. Un escenario ante el que, en ese momento, centenares de personas, entre ellas la reina, siguen una representación. Pero ¿qué otra opción me queda?
Mientras Dedos Negros y los guardias siguen concentrados en Paul, con el tobillo torcido, me arrastro hacia la entrada del escenario. Vuelvo la cabeza una sola vez. Dedos Negros observa a sus guardias, que tiran de la lona de la tienda. Paul tiene la cara orientada hacia ellos pero, como un gato, mueve los ojos para mirarme. Está más serio que nunca, pero no deja de mirarme. Yo, rápida como el rayo, le doy las gracias con un movimiento de cabeza y me cuelo por la abertura del lienzo.